El niño que movía banderas: memoria, exilio y herencia emocional
Entre un abuelo y un nieto, en un apartamento de Nueva York, se construye el mapa íntimo de una guerra que aún no ha terminado.
En el año 2008, Manuel Fernández-Montesinos publicó Lo que en nosotros vive, un libro de memorias que destaca por su hondura narrativa y su capacidad para enlazar la historia personal con los grandes temas de la memoria colectiva. Me acerqué a este libro buscando los ecos de Federico García Lorca —de quien el autor fue sobrino— y de su padre, Manuel Fernández Montesinos, último alcalde socialista de Granada antes de ser fusilado por los golpistas franquistas. Sin embargo, lo que más me conmovió fueron las escenas íntimas compartidas entre un abuelo y un nieto. En ellas se condensa, con claridad poética y dolorosa precisión, el verdadero enigma de la memoria histórica.
El nieto, un niño de apenas diez años, sigue el transcurso de la Segunda Guerra Mundial desde el exilio en Nueva York. A su corta edad ya domina el inglés, ha hecho amigos en el colegio y comienza a sentirse parte del nuevo mundo que lo rodea. Disfruta caminando entre los rascacielos, reconociendo las voces de una emisora de radio estadounidense como parte de su vida cotidiana. Sin embargo, un sentimiento de extrañeza lo acompaña siempre, como una sombra. Porque el exilio, incluso cuando se suaviza con la infancia, nunca se borra del todo.
Una excursión escolar se aproxima, pero el niño no podrá asistir. Su lugar está en casa, junto a su abuelo, traduciendo los partes de guerra. Nadie más comprende el inglés con la misma soltura, y el anciano depende de esas traducciones para sostener su esperanza. Como muchos exiliados de edad avanzada, el abuelo no ha logrado adaptarse del todo al nuevo país. Le pesa el idioma, le pesan las costumbres, y sobre todo le pesan los muertos: un hijo y un yerno —el padre y el tío del niño— ejecutados por el régimen franquista. Él mismo lo dijo, antes de subir al barco que los llevaría al exilio: “No quiero volver a este jodido país”.
Y sin embargo, vive pendiente de España. No hay día en que no escuche los partes radiofónicos con ansiedad, buscando señales de victoria aliada, traducidas al instante por su nieto. El niño, conmovido por esa urgencia, empieza a intervenir en los relatos. Traducir se convierte en imaginar. Miente piadosamente, inventa avances del frente, retiradas alemanas, rendiciones que no han ocurrido aún. El mapa que traza en la mesa del comedor junto a su abuelo se convierte en un campo simbólico donde el futuro se anticipa, aunque sea sólo con banderas de papel.
Cada tarde, juntos, mueven las banderas aliadas hacia Berlín. El niño lo hace con entusiasmo, buscando en cada parte una excusa para la esperanza. El abuelo sonríe, y en ese gesto cabe todo un país que no ha podido enterrar dignamente a sus muertos. Abandonar esa rutina —irse, por ejemplo, de excursión con la escuela— sería una traición. No puede dejar a su abuelo sin la radio, sin las noticias, sin la ficción necesaria que lo mantiene en pie. Ha entendido que su lugar no está en otro sitio, sino allí, moviendo banderas, haciendo que el mundo cambie al menos sobre el papel.
Esta escena, que podría parecer menor, nos revela algo esencial: la memoria histórica no se transmite únicamente en libros, discursos o monumentos, sino en vínculos humanos, cotidianos, a menudo silenciosos. La relación entre un nieto que inventa victorias y un abuelo que las necesita para seguir viviendo es el retrato más sincero del legado emocional de una guerra que sigue palpitando bajo la superficie de la Historia.
Fernández-Montesinos no se detiene en esa escena. En otro momento del libro, aparece Fernando de los Ríos, tío político del adolescente, catedrático, ministro socialista, también exiliado. De los Ríos comprende pronto que la victoria de los aliados no implicará la caída inmediata del franquismo. Ni él ni Federico podrían volver con vida a su país. Pero eso no detiene la voluntad de creer, ni el impulso de recordar.
Lo que en nosotros vive no es sólo una autobiografía: es una meditación sobre el exilio, la herida española, la persistencia del pasado en el presente. Es también una lección: las verdaderas batallas de la historia se libran, muchas veces, en una cocina o en un comedor, con mapas improvisados, entre palabras que se traducen y gestos que salvan. Allí, en esa ternura desesperada, en ese pacto silencioso entre generaciones, empieza a construirse una memoria que, como dice el título del libro, sigue viva en nosotros.