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10.7.25

El último destello de amplificadores


Anoche, al apagar la luz, sentí el eco de aquellas guitarras que forjaron mis noches de adolescencia: el zumbido grave de los amplificadores, el rasgueo preciso que hacía vibrar el corazón, y ese compás compartido con miles de voces unidas en un solo grito. Recordé cómo rebobinábamos cintas con un boli Bic para atrapar un solo perfecto, cómo cada vinilo crujía con la promesa de un descubrimiento, y cómo, al cerrar los ojos, el mundo entero parecía girar al ritmo de un riff. Hoy, con las estanterías llenas de discos amontonados y las plataformas digitales dictando nuestro gusto a un clic, me asalta la nostalgia de una era en la que la música se vivía, no se consumía. Y es esa nostalgia, esa melancolía por los viejos titanes del rock y el latido primigenio de cada acorde, lo que me impulsa a rescatar estas palabras antes de que el silencio sea definitivo.

Hubo un tiempo en que el mundo rugía con guitarras eléctricas. Bastaba con los primeros acordes de una canción para saber que ibas a levantar el puño, sacudir la cabeza o sentir que pertenecías a algo más grande que tú. Eran tiempos de vinilos rayados, y de tardes enteras delante del radiocasete esperando que sonara esa canción para grabarla. Bandas como Queen, Nirvana, Led Zeppelin, AC/DC, Guns N’ Roses, Héroes del Silencio o Extremoduro no solo llenaban estadios, también llenaban huecos en el alma de los adolescentes que aprendimos a sobrevivir entre riffs.

En aquellos años dorados, los ochenta, otros titanes del rock y el pop marcaron el rumbo: The Police llevó su reggae‑rock a estadios con la gira Synchronicity Tour (1983–84), U2 convirtió The Joshua Tree Tour (1987) en himno generacional, Depeche Mode reinventó el pop oscuro en la inolvidable Music for the Masses Tour (1987–88), Metallica desató el thrash con la demoledora Damaged Justice Tour (1988–89), Iron Maiden arrasó continentes con su imponente World Slavery Tour (1984–85), The Cure envolvió a millones en la atmósfera gótica de la Prayer Tour (1989), Bruce Springsteen, “The Boss”, llevó el corazón de la América obrera a la carretera con la inolvidable Born in the U.S.A. Tour (1984–85), y Michael Jackson, el Rey del Pop, redefinió la espectacularidad en directo con su Bad World Tour (1987–89), un terremoto de coreografías, efectos de luz y una conexión instantánea con cuatro millones de fans alrededor del planeta.

Ahora, todo eso parece un eco lejano. Muchas de esas bandas se disolvieron, algunos de sus miembros ya no están, y los que siguen lo hacen con giras nostálgicas que suenan más a despedida que a revolución. El rock, que un día fue juventud y furia, se ha ido marchitando en los márgenes, convertido en rareza para melómanos o fondo sonoro en anuncios de coches.

Los gustos han cambiado. Lo que antes era rebeldía ahora es algoritmo. El trap, el reguetón, la electrónica… dominan las listas y las pistas. No es que esté mal, es que ya no es lo mismo. Las letras ya no hablan de cambiar el mundo, sino de contar billetes o exhibir una vida perfecta en Instagram. Donde antes había guitarras y sudor, ahora hay autotune y coreografías virales. Y el público, más que escuchar, salta de canción en canción como quien pasa stories: rápido, sin compromiso, sin dejarse tocar de verdad.

También cambió la manera de consumir la música. Antes un disco se escuchaba de principio a fin, como quien lee un libro. Hoy se consumen singles, playlists creadas por algoritmos, hits de treinta segundos para TikTok. Las canciones no tienen tiempo de crecer, de doler, de curar. La música se ha vuelto efímera, como un suspiro que se borra en el siguiente scroll.

Y sin embargo, uno sigue creyendo. Porque aún hay quien se emociona cuando suena el solo de “Stairway to Heaven”, quien no puede evitar gritar cuando entra el estribillo de “Smells Like Teen Spirit”, quien se estremece con la potencia de “Born to Run”, el himno de Springsteen, o con el inolvidable “Beat It” de Michael Jackson. Porque el rock, y el pop, no están muertos, pero sí están en retirada, como un viejo lobo que ya no aúlla, pero que aún vive en alguna parte del bosque.

A veces, por las noches, me pongo esos discos viejos. Los que crujen al principio. Cierro los ojos, subo el volumen y, por un rato, el mundo vuelve a ser ese lugar donde todo era posible con una guitarra, tres acordes y una verdad a gritos.

Y entonces me acuerdo: el rock no se fue. El rock somos nosotros. Solo que ahora, a veces, cuesta más escucharlo entre tanto ruido.

Y así termino este viaje de memoria entre acordes ya lejanos. Cierro los ojos y vuelvo a sentir el crujido inicial del vinilo, el instante exacto en que la aguja despierta al silencio, y me dejo envolver por la tibia resonancia de un solo que parece surgir desde el fondo de un tiempo que ya no volverá. Sé que el mundo ha cambiado, que las plazas hoy laten al compás de otros latidos, pero en mi interior sigue ardiendo la hoguera de aquellos riffs, la llama que encendimos juntos en noches interminables. Porque aunque los grandes titanes se hayan ido apagando, sus sombras, y nuestras voces,
perviven en cada eco, en cada susurro de guitarra que se cuela en la memoria. Y mientras haya quien recuerde, quien levante el puño al alba de un acorde verdadero, el espíritu indómito del rock seguirá vivo, latiendo suave bajo el polvo de las canciones.

9.7.25

Cáceres y los tiempos en que la noche mandaba

Antes de que el siglo XIX se hiciera del todo visible, cuando aún gobernaban los relojes de campana y el viento golpeaba en las tapias sin pedir permiso, Cáceres era un laberinto de piedra donde la noche tenía sus propias leyes. Las callejas, angostas y empinadas, se retorcían bajo un cielo sin faroles, y cada sombra era un mundo. Los rumores corrían más rápidos que los coches de caballos, y los silencios pesaban más que losas.

No había más luz que la que brotaba del hogar o de algún candil tembloroso que sostenía una mano temerosa. En cuanto el sol se retiraba tras los cerros, la villa entera parecía esconderse. Los vecinos se recogían pronto, no tanto por prudencia como por respeto: a los muertos, a los aparecidos, a lo que no se podía nombrar con claridad.

Era la época de los serenos, del toque de queda no escrito, del miedo vestido de mujer con sábana al hombro o de galán travieso disfrazado de espectro. Los límites entre la broma, la amenaza y lo sobrenatural se desdibujaban en la penumbra.

Fue en 1836 cuando todo empezó a cambiar. La ciudad, ya designada como capital de provincia, recibió los primeros faroles de aceite. Se colocaron en la Plaza Mayor y, poco a poco, se extendieron por otras calles. Con ellos vinieron los serenos: vigilantes de la noche, portadores de luz, de orden… y también de rumores nuevos. Porque si la oscuridad propiciaba fantasmas, la luz no tardó en revelar otros.

Aquella transformación no fue solo física, sino simbólica. Donde antes habitaba el espanto, ahora se instalaba la vigilancia. Donde reinaban los cuentos, comenzaron a circular los bandos municipales. Pero el alma antigua de Cáceres, tercamente adherida a sus piedras, resistía al olvido. Y aunque la ciudad se modernizaba a golpe de decreto, en los rincones más retorcidos de su trazado medieval aún se escuchaban susurros de otro tiempo.

Pero antes de eso, hubo una época, no tan lejana como a veces creemos, en la que la noche no era simplemente la ausencia del día, sino un territorio salvaje, imprevisible, con leyes propias y criaturas que no figuraban en los censos ni en los padrones municipales. En la villa de Cáceres, cuando el sol se retiraba tras las crestas del oeste y la piedra se enfriaba en los muros, la oscuridad se instalaba con la solemnidad de un poder antiguo.

Los vecinos, sabedores del pacto no escrito entre el silencio y el miedo, se recogían temprano. Las calles se volvían estrechos corredores de sombra, y en ellas surgían, sin más permiso que el sigilo, los llamados Aullones: seres indefinidos, a medio camino entre el tunante y el espectro, entre el galanteo y la amenaza.

También estaban ellas, las Marimantas, envueltas en sábanas como mortajas, deslizándose sin ruido por las esquinas. No hacían daño, pero helaban la sangre con su sola presencia. Eran utilizadas por madres y abuelas para doblegar voluntades infantiles, con versos recitados en voz queda, como hechizos:

Una fea amortajada,
con su sábana sin hilo,
cruza el cuarto si te ve
jugando fuera del nido.

Aquella era una ciudad gobernada por la penumbra, sin faroles ni guardianes, donde la única luz que cruzaba la noche era la de la luna y alguna candela clandestina que temblaba tras una celosía. Pero eso cambió, como cambian los tiempos y las costumbres, cuando el progreso decidió irrumpir de la mano de una orden estatal que imponía alumbrado público en las capitales de provincia.

Corría el año 1836 cuando los primeros faroles se instalaron en la Plaza Mayor. Eran modestos, de aceite y cristal biselado, pero suficientes para deshacer los velos de la oscuridad. Con ellos vinieron los serenos, cuatro hombres encargados de encender las lámparas, apagar los rumores y mantener la decencia nocturna. Subían con sus escaleras, portaban mechas, candiles y un chuzo, esa lanza breve que servía tanto para espantar a un maleante como para rescatar un gato subido al tejado.

Y con cada farol que se encendía, se apagaba un mito. Los Aullones fueron diluyéndose en la rutina, ya sin recodos donde esconderse ni doncellas a las que asustar. Las Marimantas perdieron poder: su reinado dependía de la sugestión, y la luz, como es sabido, tiene el mal gusto de dejarlo todo demasiado claro.

Sin embargo, el recuerdo permaneció. Como una humedad leve en las paredes de la memoria. Y aún a mediados del siglo XX, no faltaban voces que aseguraban haber visto algo, alguien, una figura blanca y errante, rondando por la antigua judería: un lugar de calles retorcidas y resonancias perdidas, donde el eco de siglos anteriores parecía susurrar a quien se atreviera a pasar a ciertas horas.

Quienes hablaban de ella decían que no hacía ruido, que ni siquiera caminaba: simplemente estaba, esperando, inmóvil bajo la luz intermitente de un farol mal alimentado. No iba tras nadie, pero su sola presencia bastaba para disuadir al más valiente. Los que la veían, al relatarlo después, se enredaban en frases como “parecía que miraba” o “sentí que me llamaba por dentro”.

Y así, el miedo volvió. No como antes, pero sí disfrazado de duda. La historia renació en los corros de madrugada, en las sobremesas eternas y en los cafés clandestinos. Algunos creían en la aparición, otros la atribuían al vino o a la imaginación. Nadie se atrevía a comprobarlo del todo.

Hasta que un joven panadero, de esos que empiezan su jornada cuando el mundo aún bosteza, decidió enfrentarse a la leyenda. Estaba harto de rodeos y sustos, y más harto aún de tener que alterar su ruta por temor a una sábana andante. Tomó su navaja de hoja bien afilada y se propuso encontrar aquello que tanto alboroto causaba.

Y lo encontró.

Una madrugada fresca, entre dos casas encaladas, la figura blanca surgió. Parecía no tener rostro, solo luz. El panadero se le plantó delante, sin temblor. La sombra se dio media vuelta y echó a correr. Él, más rápido, la alcanzó. Y cuando alzó el brazo para quitarle la máscara al miedo, la figura alzó los brazos, descubriendo un rostro conocido y una voz temblona:

—¡Ay, por lo que más quieras, no me hagas daño, que soy la señá Petra!

—¿Señá Petra? ¿Pero qué...?

—Ando vigilando al Joaquín, que me han dicho que se mete en casas que no son la suya...

El silencio que siguió fue espeso. El panadero bajó la navaja. La señora Petra recogió su sábana con la dignidad de quien ha sido pillada con las manos en el aire y los celos en el corazón. Y se marchó calle abajo, dejando tras de sí una estela de vergüenza y alivio.

Así terminó la historia.
La última Marimanta no era un alma sin paz, sino una esposa celosa con imaginación.
El último Aullón, si acaso, fue aquel panadero, valiente e ingenuo, que se atrevió a poner fin al cuento.

Desde entonces, la noche cacereña fue menos propensa al mito y más amiga del sueño. Y aunque el miedo ya no habita las calles, algo en las piedras, en esas esquinas donde el farol parpadea y nadie pasa,
parece decirnos que hay historias que no mueren, sino que esperan.
Pacientes.
Como la propia oscuridad.


8.7.25

Frankenstein 04155

 Acabo de ver el documental “Frankenstein 04155” en RTVE PLAY, y aún tengo un nudo en el estómago. No solo por la crudeza del relato, ni por la angustia contenida en cada testimonio de las víctimas y sus familias, sino por la incómoda certeza de que hemos vivido, una vez más, en un país donde las responsabilidades se diluyen como tinta en agua, donde la verdad se esconde bajo capas de burocracia y propaganda, y donde la vida humana parece valer menos que una foto en un acto de inauguración.

Este no es un simple documental sobre un accidente ferroviario. Es una denuncia. Un espejo roto que nos enfrenta con una realidad que durante años muchos prefirieron no mirar. Frankenstein 04155 no habla solo de un tren. Habla de un sistema. De una cultura política que prioriza el impacto electoral sobre la seguridad. De una gestión pública que a menudo está más pendiente de cortar cintas que de cumplir protocolos. De un país que, cuando se enfrenta al dolor, reacciona no con justicia, sino con silencio.

El 24 de julio de 2013, a escasos kilómetros de Santiago de Compostela, el tren Alvia 04155 descarriló en la curva de A Grandeira. Ochenta personas murieron. Más de ciento cuarenta resultaron heridas. En apenas unos segundos, diez, para ser exactos, se desató una de las mayores tragedias ferroviarias de la historia reciente de España. Diez segundos que, como queda demostrado en el documental, no fueron producto de un imprevisto, sino de una cadena de decisiones negligentes, evitables, y por tanto, imperdonables.

El título del documental no es gratuito. Frankenstein. Un tren híbrido, ensamblado a partir de tecnologías y sistemas que no estaban concebidos para convivir. Un experimento técnico nacido de la prisa política, de la presión institucional, de la obsesión por inaugurar la línea antes de las elecciones. Un tren sin sistema de seguridad ERTMS operativo en todo el recorrido. Un trayecto de alta velocidad degradado sin advertencia suficiente. Un monstruo funcional, sí, pero peligrosamente incompleto.

Y en medio de todo eso, la estrategia de siempre: señalar al último eslabón. El maquinista. Convertido en único culpable por un relato oficial que, durante años, se esforzó por ocultar responsabilidades en niveles superiores. Se ocultaron informes. Se maquillaron datos. Se intentó cerrar el caso con rapidez. Se dijo que fue “un fallo humano”. Como si el error no viniera de mucho antes. Como si el sistema no estuviera diseñado precisamente para evitar que un fallo humano acabe en tragedia.

Lo más desgarrador no es solo el accidente, sino lo que vino después. La lucha solitaria de las víctimas. La desinformación. La falta de apoyo institucional. La resistencia feroz a que se conozca toda la verdad. Y también la complicidad, durante demasiado tiempo, de medios públicos como RTVE, que ahora recuperan el documental, pero que durante años contribuyeron a amplificar la versión oficial, esa que solo hablaba del maquinista, nunca de los despachos.

Casi doce años después, los familiares siguen clamando por justicia. No piden venganza. Piden verdad. Piden explicaciones. Piden responsabilidades. Y ver este documental es como despertar bruscamente de una mentira sostenida. Como darse cuenta de que lo que se vendió como modernidad era en realidad una huida hacia adelante.

Frankenstein 04155 no es solo un reportaje. Es una bofetada. Una llamada a la conciencia. Una prueba más de que la democracia no se mide solo por el número de urnas, sino por la capacidad de los poderes públicos de asumir sus errores. Nos obliga a hacernos preguntas incómodas:

¿Queremos un país donde los trenes se inauguran a toda costa, aunque la seguridad no esté garantizada?

¿Donde el márketing político vale más que una vida humana?

¿Donde los informes técnicos se modifican, se ocultan o se ignoran para no alterar los plazos de los ministros?

Porque lo que está en crisis no es la alta velocidad. Lo que chirría no son los raíles, sino los cimientos éticos de un sistema que, cuando falla, deja caer el peso en los más débiles. Y si no aprendemos de esta tragedia, si no sacamos lecciones reales y profundas, cualquier vía puede ser una vía hacia la muerte.

Que no digamos después que nadie nos avisó.

Que no volvamos a llamarlo accidente, si todo estaba anunciado.

Como dijo una de las madres que perdió a su hija en el siniestro: “A mi hija la mató el sistema, no un maquinista. Y ese sistema sigue ahí, como si nada.”

Lo verdaderamente terrible no es que un tren descarrile. Lo insoportable es que el país descarrile con él… y nadie quiera mirar atrás. Que los años pasen, las portadas cambien, y la injusticia siga instalada como una losa en el pecho de quienes lo perdieron todo. No basta con emitir un documental tarde. Lo necesario, lo urgente, es cambiar el sistema que lo hizo posible. Porque una democracia que no protege a sus ciudadanos ni responde por sus errores, no es una democracia: es una fachada con raíles rotos.


7.7.25

El Mercedes Radio control de Rico

Debe de tener cerca de cincuenta años, pero me acuerdo como si fuera ayer del día que me lo regalaron mis padres por Reyes. Aquel amanecer de ilusión, en una casa que ya no existe, o al menos no como era entonces, sigue tan vivo en mi memoria como si pudiera volver a él con solo desearlo.

No necesito cerrar los ojos para ver a mi padre, agachado en el suelo del salón, mostrándome con infinita paciencia cómo funcionaba aquel prodigio que hoy parecería prehistórico, pero que para mí fue un salto a otro mundo. Un coche teledirigido. ¡Nada menos! El mando tenía solo dos funciones: si apretabas el botón, el coche iba hacia delante; si lo soltabas, giraba. Y eso era todo. Pero para mis ojos de niño aquello era tecnología punta, pura ciencia ficción. Yo veía en él la libertad de conducir sin carné, de explorar sin límites, de tener el control de algo que obedecía solo a mí.

He conservado ese coche durante toda mi vida, como quien guarda un pequeño trozo de su alma. Y no solo el coche: también la caja, ya deslucida y con las esquinas vencidas por el tiempo, pero aún con la foto de Santi Rico, aquel chaval de sonrisa limpia que salía en los anuncios de la marca juguetera. Aún conservo el libreto de instrucciones, breve y directo, y la garantía, amarillenta ya, como un documento de otra época.

Durante años, alguna que otra persona me insinuó que lo tirara. Que ocupaba espacio. Que era una reliquia sin utilidad. Pero jamás tuve la más mínima intención de hacerlo. ¿Cómo deshacerse de algo que encierra tanto? ¿Cómo renunciar a un recuerdo que tiene forma, peso y hasta olor?

Ese coche es más que un juguete. Es una cápsula del tiempo. Un espejo en el que se refleja aquel niño que fui, con los ojos abiertos como faros y el corazón aún sin heridas. Es un puente a la infancia, ese lugar que, por más que lo intentemos, nunca se puede recuperar del todo. Solo se visita a través de objetos como este, o de canciones, o de olores, o de ciertas luces de las tardes de verano.

Y es también, sobre todo, una presencia. Porque cuando lo saco de su caja y lo sostengo entre las manos, no estoy solo. Está mi padre, conmigo, aunque ya no esté. Escucho su voz, paciente y suave, explicándome cómo funciona. Siento su mano guiándome. Veo su sonrisa mientras yo daba vueltas por la vieja casa de Santa Catalina
con mi nuevo tesoro. A veces la nostalgia no viene sola; viene con nombres, con ausencias que duelen pero también abrigan.

Gracias, papá, por tanto. Por el coche, sí. Pero también por todo lo que no cabe en una caja.
Gracias por los gestos pequeños que se hicieron eternos.
Gracias por seguir acompañándome, de alguna manera, cada vez que me asomo a aquel niño que aún habita en mí.



6.7.25

Cáceres, donde las librerías bajan la persiana y la cultura la cabeza

 


Se cierra Agúndez, una librería con más de 40 años en Cáceres. Se baja la persiana sin fuegos artificiales, sin una placa, sin un acto. Como si fuera una papelería cualquiera. Como si en ese local no hubieran crecido generaciones enteras de escolares, padres, abuelos. Como si no se hubiera vendido cultura al peso, al detalle, al consejo.

Y no es la única. También están en el aire Cervantes, Eguiluz… y Figueroa lleva dos años cerrada. Lo llaman “jubilación” o “traspaso”, pero todos sabemos lo que es: la lenta desaparición de las librerías antiguas, las de verdad. Las que olían a papel, a tinta, a conversación. Las que conocían tus gustos antes que tú. Las que sabían recomendar, sin algoritmo, sin cookies, sin ofertas relámpago.

Ahora todo se pide por internet. Todo es inmediato, barato, sin alma. Compramos novelas como si fueran cepillos eléctricos. Y nos da igual. Porque hemos aceptado que leer ya no es un acto íntimo, ni un camino. Solo un producto más.

Las librerías de barrio, aquellas que resistían con dignidad, se están apagando una a una.

Y no porque no funcionen.

Sino porque ya nadie quiere hacerse cargo.

Porque ser librero exige pasión, tiempo y vocación. Y porque este sistema no premia nada de eso.

Mientras tanto, los responsables del  Ayuntamiento se hacen fotos en actos vacíos, presumen de estadísticas y cortan cintas en eventos culturales de escaparate, donde no hay más profundidad que el titular del día siguiente. ¿Dónde está el apoyo real? ¿Dónde está el plan para sostener el tejido cultural de la ciudad más allá del turismo y el postureo?

Cáceres no necesita más festivales con cantantes mediocres, ni más eventos olvidables. Ya tiene bastantes. Necesita librerías abiertas. Necesita cuidar a sus creadores, a sus libreros, a sus profesores, a sus artistas. No basta con nombrarlos en campaña.

Nos quieren hacer creer que la cultura sobrevive sola. Que no necesita raíces. Que basta con tres eventos al año y un autobús con poemas en las marquesinas.

Pero no. Lo que se va con cada librería que cierra es una forma de ser ciudad.

Un espacio que resistía la prisa, el olvido, el cinismo. Un sitio donde aún era posible hablar de un libro sin que nadie mirara el reloj.

La culpa no es solo de Amazon, ni del ebook, ni de la falta de relevo generacional.

La culpa también es política. Por no proteger lo esencial. Por invertir en lo superficial. Por dejar morir lo que nos hacía distintos.

Cuando desaparece una librería, no se pierde solo un local.

Se borra una historia. Se rompe un vínculo.

Y se apaga una luz que no volverá.

Y que nadie se engañe: lo que está en crisis no son los libros. Lo que está en crisis es la cultura

5.7.25

Sonetos líquidos y cuchareos heroicos: crónica de un gazpacho que salva veranos extremeños


 Hay un instante, allá por el mes de julio, cuando el sol extremeño, ese astro inmisericorde y radiante que parece entrenar cada verano para fundir medallas olímpicas, empieza a derretir las aceras de Mérida y convierte el empedrado de Cáceres en una parrilla de granito donde podrían freírse huevos (de corral, claro está), en el que el cuerpo clama no ya por agua, sino por redención. Y ahí, en ese clamor ancestral entre el sudor y la resistencia, aparece él: el gazpacho extremeño, humilde en su cuna, glorioso en su efecto.

No debe confundirse este elixir con versiones tibias ni con esos gazpachitos envasados que se anuncian como si fueran colonias. No. El gazpacho extremeño no se vende, se prepara, y siempre con la liturgia propia de los grandes ritos ibéricos: cuchillo afilado, cuenco de barro, y una paciencia que solo tienen los que han visto más de cuarenta veranos seguidos sin aire acondicionado.

Los ingredientes son sencillos y honestos como la tierra que los cría: tomates bien maduros, de esos que huelen a huerta y no a supermercado, pimientos verdes que aún conservan el rumor del amanecer en la vega, ajos bravos como el carácter de un abuelo de Guareña, aceite de oliva virgen extra (preferiblemente de la Nava de Santiago), un poco de vinagre, sal y, según las casas, sobre todo en la de mi madre, pan del día anterior como base mística del conjunto.

Se tritura con devoción, se tamiza con mimo, y se sirve bien frío, casi con escarcha en la jarra, como si fuera un hechizo líquido contra el bochorno. En algunas casas lo coronan con picadillo de pepino y huevo duro, en otras con jamoncito ibérico desmenuzado, ¡oh gloria bendita de la dehesa!, y las más generosas te ofrecen, junto al gazpacho, un trozo de Torta del Casar para untar con mano libre y conciencia plena.

El gazpacho extremeño no solo refresca, también reconcilia. Une al jornalero de Castuera con el funcionario de Badajoz, al estudiante de Cáceres que ha vuelto del Erasmus echando de menos su nevera, y al turista que llega a Mérida buscando ruinas romanas y acaba encontrando el sentido de la vida en una cucharada bien servida.

Y es que, más allá de su humilde apariencia, el gazpacho es una fórmula magistral contra el sopor, una pócima sagrada de antioxidantes y memoria, un recurso natural frente al cambio climático y las digestiones pesadas. Es un escudo contra el calor, sí, pero también contra la tristeza. Porque nadie puede estar triste mientras sorbe gazpacho al fresco de un porche, oyendo las chicharras cantar y viendo al fondo las sierras que aún custodian la sabiduría de nuestros mayores.

Que lo diga el cronista, el médico, el poeta o el tendero de Zafra: en Extremadura, cuando aprieta el verano, no hay nada más sensato ni más sublime que un buen cuenco de gazpacho. Y si viene acompañado de unas lascas de jamón, una aceituna de Manzanilla Cacereña y un trocito de queso fundido por la voluntad divina de la Torta del Casar, entonces ya podemos hablar, sin exagerar, de felicidad.

Y que nos disculpe Aristóteles, pero en Extremadura el equilibrio del universo no está en el punto medio, sino en el punto de sal y vinagre del gazpacho.


4.7.25

Mecanismo de autocontrol


Mecanismo de autocontrol, como cantaba nuestro Jose “Chino”. Hay un momento, siempre llega,  en el que julio deja de ser un mes y se convierte en una trinchera.

Uno empieza con fuerza, creyéndose capaz de atravesarlo sin apenas rasguños, sin que te alcance la metralla, con esa ingenuidad propia del que ve el calendario como un camino llano. Pero pronto llega la fatiga. No física, no; más bien una extenuación del alma, un desgaste silencioso que empieza en la nuca y termina en las ganas.

Porque julio no se anda con rodeos: es sol en la cara a las ocho de la mañana, asfalto blando, y calendario que se descojona de uno. Es ese silencio en la curro, espeso y brillante como el sudor de una fiebre, mientras los compañeros de se evaporan uno a uno, rumbo a algunas playas o pueblos con sombra y fresco al anochecer.

Entonces uno empieza a hablar solo. A repetir, como un conjuro, aquello que cantaba nuestro Jose “Chino”:"mecanismo de autocontrol.....

Como si fuera un mantra para no perder el juicio. Como si sirviera de ancla cuando el aire huele a cable derretido y los días se alargan más que las promesas electorales.

Y en medio de esa batalla, el descanso aparece al fondo, allá donde se funde el cielo con la esperanza. Un espejismo en forma de agosto, ese mes soñado, idealizado, tan lleno de postales mentales que uno casi olvida que también sudará en él, aunque de otra manera. Pero da igual. Agosto es la meta, la recompensa, el delirio necesario.

Así que resistimos. Con dignidad. Con los pies en las baldosas calientes y la mente en una cala del cabo de gata o en la terraza del "Cosmo"

Como esos soldados que no saben muy bien por qué luchan, pero sí que no pueden permitirse rendirse.

Y repetimos el verso de Jose “Chino”, ya con menos voz que Miguel Bosé, ya sin fuerzas, pero con la mirada fija en el horizonte: "mecanismo de autocontrol....en tus miradas"

Porque todo agosto empieza con un último julio.

"Mecanismo de autocontrolEn tus miradasTu no quieres pero entre los dosSolo hay palabrasBúscame un sitio, encuéntrame un ratoYo abro los brazos llego volando
Como un avión"

3.7.25

Balas en Mojácar, polvo en Tabernas


Tabernas, Almería. Octubre de 1881.

El forastero apareció por la rambla como quien baja a por pan y se encuentra con el fin del mundo. Venía a pie, con la gabardina gris rebozada en polvo, una sombra alargada por el sol y un andar lento que parecía una amenaza educada. No arrastraba los pies, pero tampoco los ponía deprisa. Caminaba como si lo estuvieran esperando desde hacía años.

En Tabernas, aquel año, hacía tanto calor que hasta las lagartijas se tumbaban boca arriba pidiendo sombra. El reloj de la iglesia llevaba tres semanas marcando las doce y cuarto. El cura decía que era una señal divina. Los vecinos sabían que era vagancia municipal.

El forastero se paró frente al saloon "El Palmeral", se sacudió la chaqueta con un golpe seco, como si espantara recuerdos, y entró sin decir palabra. Dentro, la penumbra olía a sudor, serrín, aguardiente barato y conversación a medio terminar. Al fondo, en la mesa redonda de los que mandan sin uniforme, estaban los hermanos Earp, Wyatt, Virgil y Morgan, con los sombreros calados hasta la nariz, fichando cada movimiento. En la barra, con su pañuelo de lunares, su revólver plateado y una tos de ultratumba, Doc Holliday bebía a tragos lentos.

El camarero, que había servido a más de un difunto en vida, lo miró con desconfianza.

—¿Qué le pongo, forastero?
—Una caña. Y si tiene tapa, que no muerda.

Le sirvió un vaso tibio y un cuenco con tres pepinillos y una loncha de chorizo seca como el párroco. El forastero lo miró. Luego se lo comió. Sin comentarios. Doc lo observó con esa expresión que se le ponía cuando algo no cuadraba en su mundo maltrecho.

—¿Y tú quién demonios eres? —preguntó sin girarse.
—Depende. Para algunos soy un error. Para otros, una solución.
—Bien —dijo Doc, tosiendo una carcajada—. Ya tenemos filósofo.

Fue esa misma tarde cuando llegó la noticia, traída por un chaval descalzo desde el cortijo de la Cañada Honda: seis forajidos estaban bajando desde Mojácar, armados hasta los dientes y con ganas de hacer del pueblo una finca propia. Los llamaban "los Hombres del Cabezo", y eran famosos por su puntería, su falta de modales y un acento tan cerrado que a veces ni entre ellos se entendían.

—Han robado dos cabras, una mula y el honor de la hija del herrero —dijo el alguacil, que exageraba con una soltura que rozaba lo poético.

—¡Y se han bebido el agua del pozo de la escuela! —gritó una señora.

—Eso sí que no —dijo Morgan Earp—. Los niños necesitan su agua... pa’ que no les dé el solano.

La decisión fue rápida. Al día siguiente, a mediodía en la plaza, los Earp, Doc y el forastero se plantarían frente a ellos. No por venganza, ni por justicia. Por principios. Y por aburrimiento, que en Tabernas siempre ha sido letal.

A la hora de más calor, cuando hasta las cigarras suenan tristes, la plaza estaba vacía salvo por cuatro hombres y una mula dormida. El reloj, milagrosamente, volvió a sonar: doce campanadas oxidadas como la conciencia de un político.

Los forajidos bajaron en fila, con sus pañuelos rojos y una cara de no haber desayunado legal en semanas. Iban seguros, confiados. Hasta que vieron al forastero.

Él, mientras, sacó su revólver como quien se quita una piedra del zapato. Disparó una vez, y uno de los Hombres del Cabezo cayó redondo como un botijo mal puesto. A partir de ahí, la cosa se volvió rápida: Doc disparó dos veces, Morgan una, y Virgil se agachó a recoger la gorra de un niño que se había colado entre las balas por error.

Los dos últimos bandidos huyeron como alma que lleva el tren a Almería. Uno de ellos, Zacarías el Mojacarero, juró venganza. El forastero, al verle correr, se encogió de hombros y dijo:

—Si se va para Mojácar, habrá que hacerle una visita.

Tres días después, el forastero cabalgaba, esta vez sí, prestado un burro viejo con nombre de alcalde jubilado, hacia Mojácar, donde el sol se vuelve rojo al atardecer y las casas blancas te devuelven la mirada como si escondieran secretos.

Allí, entre calles empinadas, geranios ofendidos y gatos con más vidas que remordimientos, Zacarías se escondía en una venta ilegal, disfrazado de cantaor flamenco.

Pero el forastero lo encontró.

—¿Y tú qué quieres ahora? —preguntó Zacarías, guitarra en mano, voz temblorosa.
—Nada. Solo escuchar un buen fandango… y que no desafines.

El disparo se perdió entre el eco de las paredes. La guitarra cayó. Y el pueblo siguió con su vida.

Desde entonces, hay quienes juran haber visto al forastero sentado en el mirador de Mojácar, al caer la tarde, con su gabardina gris, una copa de vino y un cuenco con pepinillos. Observa el horizonte como quien espera algo que quizá no venga… o que ya llegó y se fue.

Los niños le preguntan si fue verdad lo del duelo. Él sonríe. A veces dice que sí, otras que fue un sueño. Y hay días, muy pocos, en los que responde:

—Eso fue cuando Tabernas ardía, y yo aún no tenía sed.


2.7.25

Los Pecadores: cuando el cine se vuelve misa negra y tú comulgas encantado


Hay películas que te cambian la tarde. Los pecadores te cambia el sistema nervioso.

Ryan Coogler, director de fantásticas pelis como Creed o Black Panther, ha decidido en 2025 dejar de hacer cine y empezar a lanzar hechizos en pantalla. Porque lo que ha parido aquí no es una película: es un exorcismo a ritmo de blues, una ópera gótica con sombrero de ala ancha y una Biblia ensangrentada bajo el brazo. Y nosotros, humildes espectadores, nos dejamos poseer con gusto.

La película arranca como si Tennessee Williams hubiera escrito Entrevista con el vampiro tras una noche larga con Tom Waits. Una familia negra, una plantación en ruinas, un club de música donde el dolor se afina con guitarra slide y las palabras se mastican como tabaco.

Y de pronto: vampiros. Pero no cualquier vampiro, no. ¡Vampiros del Ku Klux Klan! ¿Cuánta valentía hay que tener para mezclar el racismo estructural con colmillos y hacerlo no solo creíble, sino jodidamente épico? Ryan, dame tu número. Te invito a un café y a un altar.

Los villanos de Los pecadores no solo chupan sangre, también historia. Literalmente. Son el símbolo perfecto de esa América profunda que vive de succionar la vida a los demás mientras sonríe en misa. A ratos dan miedo, a ratos ganas de darles una colleja con el Código Penal. Y siempre, siempre están estupendamente vestidos. Un diez en estética de ultratumba sureña.

Aquí Michael B. Jordan no actúa. Se desdobla, se desintegra, se multiplica. Hace de dos hermanos: Smoke, el que huele a pólvora y culpa, y Stack, el que huele a incienso y traición. Uno te rompe el alma, el otro te la roba con una sonrisa torcida. Si hay justicia en este mundo, a este hombre deberían darle dos Oscars: uno por cada ceja.

Ludwig Göransson ha dejado de componer y ha empezado a canalizar espíritus. Cada nota de la banda sonora parece escrita con sangre de gallo y tinta de madrugada. Hay pasajes en los que te olvidas de que estás viendo una película porque te has metido en el maldito vinilo. Y no quieres salir.

El Coogler de 2025 ya no dirige. Flota. Invoca planos que podrían estar en museos: puestas de sol con aire bíblico, interiores sudorosos donde hasta la cámara suda con los personajes, y peleas que parecen coreografiadas por Shakespeare y Quentin Tarantino en bata de seda.

La secuencia final, con ese duelo al amanecer entre el bien, el mal y un saxo llorando, debería estudiarse en catequesis.

Los pecadores tiene diálogos que se recitan como si fueran salmos paganos. Todo está dicho con gravedad, sudor y belleza. Hasta el personaje más secundario parece recién salido de una novela gótica. ¡Incluso el camarero que sirve bourbon parece saber más que tu profesor de historia!

No exagero: terminé de ver el film con ganas de predicar. De comprarme una guitarra, un crucifijo y un detector de chupasangres. De defender el cine como si fuera una religión que vuelve a tener sentido.

Los pecadores no es solo una de las mejores películas del año. Es una bofetada con guante de terciopelo a quienes piensan que el cine comercial no puede tener discurso, alma y colmillos.

Así que sí: esta película es una santa locura. Un salmo con sangre. Una ópera sureña que te muerde el cuello y te pide perdón después.

Y tú, encantado.

¿Quieres una liturgia o que te clave los colmillos de nuevo? Porque yo, sinceramente, ya quiero verla otra vez, esta vez en V.O. Con vino tinto. Y una Biblia. Por si acaso.

1.7.25

Sombras de infancia en la arena de Bolonia

En el vasto entramado de la existencia, entre miles de rostros y caminos cruzados, rara vez aparece alguien capaz de escuchar el susurro oculto de nuestro espíritu. No es una cuestión de palabras pronunciadas ni de gestos evidentes, sino de una sintonía silenciosa que traspasa la superficie y alcanza las profundidades más recónditas de nuestro ser. Encontrar a esa alma afín es un regalo tan escaso como precioso, un instante suspendido en el tiempo donde se disuelven las barreras y el entendimiento se torna absoluto.

Así, cuando Blanca me dijo que iríamos a El Puerto de Santa María, esperaba un puente del doce de octubre tranquilo, envuelto en la familiaridad de un destino cercano y algo conocido. Pero justo cuando nos acercábamos, con el murmullo del mar y el sol acariciando el horizonte, me susurró al oído que siguiéramos en dirección a Bolonia, en Cádiz, ese rincón vacacional de mi infancia, ese lugar al que se aferran tantos de mis recuerdos más puros y entrañables.

La sorpresa me alcanzó como la brisa fresca del mar, y pronto nos encontramos aparcando junto al Hostal Ríos, con la vista puesta en las dunas, esas montañas de arena dorada que se alzan imponentes, cambiantes, vivas bajo el viento.  Era el alojamiento donde mi familia y yo nos alojamos en los veranos de los años 80. Entonces, éramos muchos, siempre riendo, con sombrillas mal plegadas, padres jóvenes aún, hermanos corriendo por el pasillo con las chanclas arrastradas y la sal pegada a la piel.

Ahora volvíamos. Pero la familia de entonces ya no estaba. Volver al Hostal Ríos era también una forma de regresar a ellos, de abrir una puerta cerrada durante demasiado tiempo. Nada más llegar y dejar las cosas en el bungalow, comenzamos una caminata lenta, casi reverente, ascendiendo con cuidado sobre la arena que se desliza bajo nuestros pies, sintiendo el calor que aún guarda la tierra tras el día, y el perfume salado que nos envuelve. Desde la cima, la vista se abre hacia un océano inmenso, donde el cielo se funde con el agua en un azul profundo y sin fin. Era como volver a un pasado que nunca se fue, una conexión entre ayer y hoy, un puente entre la infancia y el presente.

Durante ese paseo, recordé las tardes de verano de antaño, las risas que se perdían con el viento, y la libertad que sólo se siente cuando uno se sabe dueño del tiempo y del espacio. Blanca, a mi lado, parecía comprender sin palabras la emoción que me embargaba. La sencillez del momento nos bastaba. No hacía falta más para saber que algo raro y maravilloso estaba sucediendo: dos almas encontrando un lenguaje común más allá del ruido del mundo.

Más tarde, al atardecer, nos dirigimos hacia el "chorrito de la teja", un rincón casi secreto en aquellos años, donde la tierra y el agua dialogan en murmullos. Caminamos lentamente por senderos entre matorrales y rocas, mientras el sol se despedía pintando el cielo con tonos cálidos de naranja y rosa, iluminando las olas que rompían suavemente en la costa. Allí, sentados en silencio, contemplando ese paisaje efímero y eterno a la vez, comprendí que estos instantes son los que moldean la memoria y dan sentido a la vida. En la quietud compartida, en esa belleza simple y profunda, hallamos ese raro milagro del entendimiento mutuo, esa empatía que no exige explicaciones ni palabras.

Al caer la tarde, nos trasladamos a Tarifa, donde pasamos un par de noches envueltos en la brisa marina y el aroma a salitre. La ciudad, pequeña pero vibrante, con sus calles encaladas y su historia milenaria, nos ofreció un refugio para seguir explorando no sólo el paisaje, sino también esa conexión íntima que crecía entre nosotros. Paseamos por el puerto, observando los barcos mecerse con el ritmo pausado del mar, y nos perdimos por callejuelas donde el tiempo parecía detenerse.

Cada noche, bajo el manto estrellado de aquel cielo limpio, compartíamos conversaciones que rozaban el alma, momentos en que el ruido cotidiano quedaba lejos y sólo quedaba la esencia de lo que somos, despojada de máscaras y apariencias. Fue en Tarifa donde entendí, más que nunca, que encontrar a alguien con quien conectar en ese nivel es un don extraordinario, un refugio seguro en medio del caos del mundo.

La playa era un escenario de descubrimientos. La arena nos quemaba los pies y las olas nos recibían como viejas amigas. Pero había algo más: los toros. No como en los festejos, no encerrados en una plaza ni rodeados de griterío. Eran toros libres, que pastaban mansamente en las laderas y, en ocasiones, bajaban hasta la playa, cruzando la carretera sin miedo, dejando su silueta imponente recortada contra la espuma del mar. Aquello nos fascinaba y asustaba a partes iguales. Verlos allí, caminando junto a las dunas, era como si el mundo antiguo aún respirara entre nosotros.

Y luego estaban los pescadores. De madrugada, cuando aún no habíamos abierto los ojos, ellos ya faenaban con sus barcas encalladas en la orilla, desenredando las redes con manos curtidas. El murmullo de sus voces, la madera crujiendo bajo sus pies, se mezclaba con el ruido lejano de los cargueros, cuyas sirenas retumbaban desde la oscuridad del estrecho como voces de otro mundo.

Recordé que en aquéllos veranos de la infancia, a veces me despertaba en mitad de la noche, empapado en el sudor del agosto gaditano, y oía romper las olas. Era un sonido redondo, infinito, como el corazón del mar latiendo contra la orilla. Me asomaba a la ventana y veía, allá a lo lejos, las luces rojas y verdes de los barcos moviéndose como luciérnagas de hierro. Entonces me acurrucaba de nuevo, sabiendo que, aunque pasaran los años, ese ruido quedaría siempre en mí.

Las dunas de Bolonia se alzaban ante mí como un vasto desierto de oro vivo, donde cada grano de arena parecía susurrar historias antiguas al viento incansable que las moldea sin tregua. Caminando entre esas montañas efímeras, sentía cómo la arena tibia se deslizaba entre mis dedos, una caricia fugaz que el tiempo no podrá retener.

El horizonte se abre en un lienzo azul profundo, donde el océano Atlántico se funde con el cielo en un abrazo infinito. Las olas, eternas y poderosas, rompen con furia en la orilla blanca, como si quisieran reclamar cada palmo de arena que el viento le ha arrebatado. A lo lejos, el pueblo de Bolonia aparece dormido, con sus casas encaladas que parecen custodiar silenciosas las leyendas del mar y la tierra.

En lo alto de estas dunas, el mundo se hace pequeño y mis pensamientos se expanden con la inmensidad del paisaje. Aquí, el tiempo se diluye, y cada paso es un viaje a través de memorias guardadas en el aire salado, en el susurro del viento y en la eternidad del océano. Caminar por estas arenas es tocar lo intangible, sentir la vida que fluye en ciclos invisibles, y reencontrarme con aquella parte de mí que sólo el mar y el desierto conocen. En esa escapada, al volver a Bolonia, con otros pasos, con otros ojos, esas postales se despliegaron una a una. No necesitan explicación ni orden. Son mi herencia secreta. La memoria no necesita fechas, sólo emoción. Y Bolonia, siempre, la trae de vuelta.

El viento de levante en la playa de Bolonia era un susurro poderoso y antiguo, un aliento del mar que atravesaba las dunas con la fuerza de mil secretos desatados. Se colaba entre los cabellos de Blanca, haciendo que pareciera flotar, como si los hilos invisibles del aire la elevaran en un lento y delicado vuelo.

Era un viento que no golpeaba, sino que acariciaba con dedos etéreos, meciendo la arena y los pensamientos, dibujando en el aire figuras invisibles y melodías que sólo el alma puede escuchar. Levantaba los pliegues de su ropa como olas que bailan, y en sus ojos se reflejaba el azul profundo del cielo y el mar, un espejo donde el viento y ella se fundían en un mismo suspiro.

Aquel levante era un canto silencioso, un poema escrito en la brisa que envolvía la playa y a Blanca en un abrazo sutil, como si el mundo entero se hubiese detenido para contemplar su danza efímera con el viento, ligera, libre, suspendida en el instante eterno que sólo el levante sabe regalar.Sé por experiencia que, en la vida, sólo en contadísimas ocasiones hallamos a ese ser con quien podemos compartir no sólo nuestros pensamientos, sino también la esencia de nuestro ánimo, ese estado invisible y cambiante que muchas veces ni siquiera nosotros mismos entendemos. Es un milagro improbable, una suerte inesperada que escapa a la lógica de lo cotidiano. Muchos quizá parten de este mundo sin haberlo encontrado jamás.

Mientras caminábamos por aquellos senderos de arena y historia, rodeados de la belleza serena del lugar, sentí que ese encuentro, ese paseo inesperado hacia mi pasado, se convertía en un refugio secreto para el alma, un instante donde la verdad puede desplegarse sin máscaras ni artificios. Allí, en esa conexión silenciosa, el ruido del mundo se disolvía, y sólo quedaba la certeza de ser comprendido, acompañado y sentido.

Porque hallar a esa persona es encontrar un faro que ilumina incluso en las noches más oscuras, un vínculo que trasciende el tiempo y el espacio, como las huellas que dejamos en la arena, que la marea borra pero que el corazón conserva para siempre.


30.6.25

Antoni Benaiges: el maestro que prometió el mar y encontró la muerte


Decía Walter Benjamin que todo documento de civilización es también un documento de barbarie. Y a veces, una promesa sencilla, como la de llevar a unos niños a ver el mar por primera vez, basta para contener en sí misma las dos cosas: la esperanza más luminosa y la violencia más atroz.
La historia de Antoni Benaiges es eso. Una historia mínima, íntima, frágil, que termina por volverse universal. Un relato sobre un maestro que enseñó a soñar y a preguntar, y que por eso fue arrancado de la vida.


Corría el invierno de 1936 cuando Benaiges, un joven maestro catalán destinado a un recóndito pueblo de Burgos, hizo una promesa que cambiaría para siempre la memoria de una comunidad: llevaría a sus alumnos a ver el mar. Ellos, niños y niñas de familias campesinas, jamás habían salido de Bañuelos de Bureba, un rincón de la comarca donde el progreso llegaba con siglos de retraso. No había carreteras, ni agua corriente, ni luz eléctrica. Pero había una escuela. Y allí llegó Antoni, con una imprenta, un gramófono, y una forma de enseñar que desafiaba todo lo establecido.

Antoni Benaiges había nacido en 1903 en Mont-roig del Camp, Tarragona. Sabía lo que era el trabajo del campo y conocía las heridas abiertas por la desigualdad. Pero eligió la palabra como herramienta, y se formó en la Escuela Normal de Barcelona, donde fue impregnándose del aire nuevo que traía la pedagogía moderna.

Cuando en 1934 llegó destinado a Bañuelos, venía de haber conocido las técnicas del pedagogo francés Célestin Freinet, defensor de una enseñanza basada en la libre expresión, la cooperación y el pensamiento crítico. En vez de repetir de memoria, los niños escribirían sus propios textos; en vez de callar, debatirían en asamblea; en vez de copiar, imprimirían sus vivencias. En su escuela no se recitaban dogmas, se formulaban preguntas. Y eso, en un país que apenas estaba aprendiendo a caminar hacia la democracia, fue un acto revolucionario.

Con su alumnado, poco más de una docena de chicos y chicas,  creó un pequeño periódico escolar. En él contaban su día a día, sus inquietudes, sus dudas: desde cómo murió el burro del vecino hasta quién era la persona más rica del pueblo. Intercambiaban sus cuadernos con otras escuelas. Se sentían escuchados. Aprendían a pensar.

Y entonces llegó la promesa: "Este verano os llevaré a ver el mar".

Ese deseo se convirtió en un ejercicio colectivo. Cada alumno escribió lo que creía que era el mar. La mayoría no lo había visto nunca. Lo imaginaban inmenso, cálido, peligroso. El mar, la visión de unos niños que no lo han visto nunca fue el título del cuaderno que imprimieron entre todos. Aquel texto, rudimentario y puro, es hoy uno de los testimonios pedagógicos más conmovedores de la historia reciente de España.

Lucía, una de las alumnas, escribió con temor: “El maestro dice que iremos a bañarnos. Yo digo que no voy a ir porque tengo miedo de ahogarme”.
Severino imaginaba algo sin medida: “En el mar habrá más agua que toda la tierra que yo he visto”.
Natividad pensaba en las orillas: “En las orillas debe ser piedra, porque si no se lo tenía que llevar”.

Lo que estaban haciendo no era solo escribir. Estaban soñando el mundo, poniéndole palabras a lo desconocido, construyendo ciudadanía desde la escuela rural más humilde. Pero en el horizonte ya se escuchaban los tambores del odio.

El problema no fue la imprenta. Ni siquiera la promesa del mar. El problema fue que los niños empezaron a hacer preguntas. Preguntas que incomodaban. ¿Por qué unos tienen más que otros? ¿Por qué algunos pasan hambre? ¿Quién decide que un pueblo viva sin luz?

Y esas preguntas, en un lugar dominado por el caciquismo y la tradición católica más cerrada, eran dinamita. La figura del maestro pronto generó rechazo entre algunos vecinos poderosos. Lo primero que hizo al llegar fue pintar la escuela y retirar el crucifijo de la pared. Para muchos, ese gesto fue un escándalo. Para él, era un símbolo: la escuela debía ser laica, abierta, libre.

Cuando en julio de 1936 se produjo el golpe de Estado franquista, Benaiges fue detenido. Lo torturaron, lo ejecutaron y lo arrojaron a una fosa común en La Pedraja, junto a decenas de otros asesinados. Tenía solo 33 años. Su alumnado nunca vio el mar.

Décadas después, en 2010, el documentalista Sergi Bernal llegó por azar a esa historia. Estaba documentando la exhumación de la fosa de La Pedraja cuando un vecino de Bañuelos se le acercó y le dijo: “Ahí está enterrado el maestro de mi pueblo. Se llamaba Antoni Benaiges. Prometió llevar a los niños al mar”.
La frase lo desarmó. Y desde entonces, Bernal no ha dejado de investigar, de reconstruir su vida, de contarla. Junto con Francesc Escribano, Francisco Ferrándiz y Queralt Solé, publicaron el libro Antoni Benaiges. El maestro que prometió el mar.

También viajó a México, donde muchos maestros republicanos exiliados continuaron su labor. Allí, en la Escuela Experimental Freinet de Veracruz, aún hoy se recuerda a Benaiges como símbolo de pedagogía emancipadora. El documental El Retratista, dirigido junto a Alberto Bougleux, es el testimonio visual de esa recuperación de memoria. Una memoria que no solo homenajea a un maestro, sino que enfrenta los discursos de odio que aún hoy amenazan la libertad de pensamiento.

Benaiges no murió solo por ser maestro. Murió por lo que representaba: un Estado republicano, laico, moderno. Murió porque enseñaba a pensar, a expresarse, a imaginar un futuro distinto. Su nombre fue borrado de los registros con desprecio: “antipatriótico, antisocial, indeseable”. Pero su legado ha sobrevivido al silencio y a la tierra.

Hoy, los cuadernos que imprimieron sus alumnos están amarillentos, conservados en cajas de cartón por su familia. Pero laten con una fuerza que atraviesa el tiempo. Son cuadernos de infancia, sí, pero también de resistencia.

Antoni Benaiges no es solo una figura del pasado. Es un espejo que nos devuelve la imagen de lo que fuimos capaces de soñar, y de lo que algunos temieron tanto que decidieron destruirlo.

Su historia duele. Porque sabemos que no fue el único. Porque fueron muchos los maestros y maestras fusilados por enseñar. Pero también emociona. Porque cada vez que alguien pronuncia su nombre, la promesa vuelve a la vida.

Y aunque sus alumnos nunca llegaron a ver el mar, el mar sigue ahí, inmenso como la memoria, profundo como la dignidad. Aquel maestro, al final, nos lo enseñó a todos.


29.6.25

Mientras tanto, un café


 ¿Sabéis qué he aprendido últimamente? Que la paciencia no es solo una virtud. Es una forma de inteligencia. Así, con todas sus letras. Y no de la brillante, tipo premio Nobel, no. De la otra, la que se cocina a fuego lento, con cara de “yo ya he visto esto antes y sé que no hay que hacer nada”.

Porque no todo en esta vida tiene que resolverse al momento, como si estuviéramos en un programa de cocina con cuenta atrás. No todo necesita una respuesta clara, brillante y en tres puntos, como si la vida fuera un examen de filosofía.

Hay veces, más de las que me gustaría admitir, en las que lo más sensato que uno puede hacer es nada. Respirar. Observar. Y esperar. Como cuando se te cae algo debajo del sofá: tú sabes que está ahí, pero si metes la mano sin pensar, te llevas un susto, una pelusa y tres monedas que no sabías que tenías.

La vida no siempre es una batalla que hay que ganar. De hecho, si me apuras, muchas veces ni siquiera es una batalla: es más bien un río raro, de esos que no sabes muy bien si cruzar, nadar o simplemente sentarte en la orilla a ver si pasa algo interesante. Y tú ahí, con una canoa rota, remando con una cuchara de postre. Dignidad cero, pero bueno, avanzas.

Así que yo ahora, cuando algo no tiene solución inmediata, no me agobio. Me hago un café. Miro por la ventana. A veces incluso le hablo a la maceta. La única que tengo. Y si la planta no responde, que suele ser lo habitual, interpreto su silencio como sabiduría vegetal.

Porque a veces las respuestas llegan solas. Y otras veces, bueno, no llegan. Pero mientras esperas, estás tranquilo. Y con suerte, has aprendido a no meterte en el río con zapatos nuevos.

La paciencia, amigos. Esa señora que siempre llega tarde, pero que cuando llega, te salva el día.

28.6.25

Manual de supervivencia en Extremadura en julio

 En Extremadura no tenemos estaciones. Tenemos ensayos de Apocalipsis. Y cuando llega el verano, no entra tímidamente, no: se instala como tu colega el solteraca en tu casa, se descalza, se pone cómodo y te roba la cerveza. Esta semana, el termómetro ha dicho “a tomar por saco” y ha decidido marcar 42 grados. A la sombra. Y la sombra ha pedido asilo político en Escandinavia.

Salir a la calle en Mérida a las tres de la tarde es como meterse voluntariamente en el microondas, pero sin el botón de “stop”. En Badajoz los pájaros no vuelan, negocian un Uber. En Cáceres, las cigüeñas hacen la maleta y se bajan a Huelva buscando el fresquito. Y en cualquier pueblo, las lagartijas se abanican con una hoja de higuera y te miran como diciendo: "¿Tú también eres imbécil o es que te gusta sufrir?"

La gente va por la calle como si le debiera dinero al sol. Sudamos por partes del cuerpo que no sabíamos que existían. Ya no te pones desodorante: te pones barniz marino. El aire acondicionado no refresca, lo único que hace es hacer más cara la factura de Iberdrola mientras tú ves cómo se derrite tu dignidad junto con la bombona de butano.

Y no hablemos de las piscinas: el agua se calienta tanto que en vez de nadar parece que estás infusionando tu cuerpo. Sales de allí como una bolsita de té humano, con la piel como un garbanzo pasado. Y eso si tienes la suerte de tener piscina. Si no, te toca meter los pies en el cubo de fregar y rezar para que Mercadona no haya subido el precio del hielo otra vez.

Pero lo mejor es la gente que te dice: “pues a mí me gusta el calor, yo prefiero esto al frío”. Esa gente no tiene alma. O vive en un búnker. O son lagartos. No se puede confiar en alguien que prefiere 42 grados a ponerse una rebequita.

Mientras tanto, los telediarios insisten: “beba mucha agua, evite salir a la calle, y no haga ejercicio en las horas centrales del día”. Gracias, Einstein. ¿Y si me da por hacer una maratón a las tres de la tarde por la carretera de Miajadas, qué? ¿Me dais una medalla o directamente una lápida?


En fin, que en Extremadura no sudamos: destilamos carácter. Y mientras el aire vibra de puro caliente y la gente cocina huevos en el capó del coche, nosotros seguimos adelante, con nuestra sandía fresca, nuestra sombrilla encajada en una grieta del suelo, y el alma a medio cocer. Porque sí, hace calor. Pero somos extremeños. Y aquí no se rinde ni el abanico.


27.6.25

El arte de no darse cuenta


 Decía Schopenhauer que los grandes acontecimientos de la vida no entran con estrépito, sino en silencio, como un gato que se cuela por la ventana entreabierta. Y tal vez tenía razón. Porque cuando somos jóvenes, y por tanto, ingenuos, imaginamos que los días decisivos vendrán con fanfarria, con el dramatismo de una escena final, con luces altas y viento en el rostro. Pero no. Los días que de verdad importan apenas hacen ruido.

Se deslizan. No llaman a la puerta, no dicen su nombre. Se sientan en un rincón de la sala y esperan.

Creemos que sabremos reconocerlos, que habrá un temblor en el aire, un acorde mayor. Pero no hay nada de eso. La vida se dobla en una esquina cualquiera, en una conversación casual bajo la lluvia, en un gesto que parecía mínimo y que años después comprendemos como decisivo.

Uno no sabe, por ejemplo, que ha conocido al amor de su vida hasta que ya está enamorado. Uno no sabe que ha dicho su último adiós hasta que el silencio se prolonga demasiado. No hay clarines que anuncien el final de una etapa. No hay narrador omnisciente que nos avise: “atención, esto cambiará todo”.

Y así, las cosas verdaderamente importantes entran por la puerta de atrás. Se cuelan mientras estamos distraídos, y cuando miramos hacia atrás, ya han echado raíces. Se quedan. Nos cambian.

En la madurez, o en ese otro tipo de madurez que es la nostalgia, uno revisa sus días y descubre que lo fundamental ocurrió en sordina. Que no hubo grandes discursos. Que el destino prefiere el susurro al grito.

Tal vez por eso la memoria tiene ese tono apagado, como de habitación cerrada. Porque recuerda no lo que fue ruidoso, sino lo que dejó huella. Y las huellas, como los días que importan, no hacen ruido cuando se marcan. Sólo cuando se miran.

26.6.25

Los genios de lo cotidiano

Yo considero un genio, en esta vida, a cualquiera que sepa hacer algo que yo no sé hacer. Así, tal cual. Y no me refiero a escribir novelas rusas de mil páginas ni a resolver ecuaciones diferenciales mientras elabora una paella de mariscos con la otra mano. No. Hablo de cosas normales, sencillas, de andar por casa. Lo cotidiano, eso que supuestamente todos deberíamos saber hacer… y que yo, humildemente, no tengo ni idea.

Por ejemplo: las pescaderas del Mercadona. Esas mujeres, enfundadas en sus guantes de látex, con el mandil plastificado, rodeadas de hielo, espinas y ojos de besugo, salmón y merluza, me parecen unas auténticas genias. Las admiro. Porque las ves ahí, impasibles, con una serenidad casi budista, y son capaces de destripar una dorada como quien pela una mandarina. Le abren el vientre, le sacan las tripas, las espinas, la columna vertebral entera, mientras charlan contigo sobre si va a llover o si la prefieres para horno o para la plancha. Lo hacen con una soltura que da envidia y un control del cuchillo digno de cirujanas cardíacas. Para mí, eso es maestría. Una genialidad con olor a mar.

Y mientras tanto, yo en casa, enfrentado a una dorada como si fuera un acertijo zen. Me pongo nervioso, sudo, dejo escamas hasta en el techo y termino sintiéndome como Daniel Sancho: torpe, salpicado, y con una expresión entre culpable y derrotado. Un
auténtico desastre.

Pero no se trata solo de las pescaderas. También me parecen genios los que cuelgan un cuadro recto a la primera, sin usar nivel, sin pedir ayuda, sin medir con el móvil ni hacer cinco agujeros previos en la pared. O esa señora que enhebra la aguja a la primera, sin levantar la ceja, sin soplar el hilo, sin poner cara de neurocirujana. Eso es talento. O ese colega que calcula el arroz “a ojo” y no le sobra ni un grano. Yo, si cocino arroz, termino comiéndolo tres días, como si estuviera en misión humanitaria conmigo mismo.

Y ojo, que nos han vendido una idea muy estrecha del genio: el que inventa cosas revolucionarias, el que habla cinco idiomas, el que da charlas TED con micrófono de diadema y sonrisa ensayada. Pero no. Eso está bien, sí, pero la verdadera genialidad está en otra parte. Está en las manos que saben. En los gestos afinados por la repetición y el oficio. En esa forma silenciosa de dominar una tarea sin convertirla en espectáculo.

La genialidad, la de verdad, vive en las pescaderas del Mercadona, que podrían dar clases en Harvard sobre precisión quirúrgica y atención al cliente, pero prefieren seguir en su esquina helada, destripando doradas con elegancia y preguntándote, sin pretensiones, si la quieres abierta a la mitad.

Y tú, con suerte, te la llevas lista para el horno, y con un poco de vergüenza porque sabes que ni en tres vidas vas a alcanzar ese nivel.


25.6.25

Cuando el café sabe a memoria

A Papá le gustaba el café solo, sin aditivos ni añadidos, simplemente agua infusionada con el grano tostado. Lo quería intenso, muy caliente, casi ardiendo. Recuerdo cómo se sentaba cada mañana, con la taza entre las manos, aspirando ese aroma fuerte que parecía envolverlo por completo. Cerraba los ojos un instante, y entonces se le veía disfrutar, como si cada pequeño sorbo le devolviera un fragmento de paz, de fuerza para empezar el día.

Yo, en cambio, nunca pude acostumbrarme a ese ritual. Por más que lo he intentado, ese café tan puro, tan tajante, nunca ha logrado conquistarme. Prefiero el café con leche, suave, cremoso, como un abrazo tibio que acompaña mis horas de vigilia. A veces, me tomo hasta cuatro tazas a lo largo de la mañana, como un pequeño acto de celebración de la rutina. Y en ocasiones, cuando la noche promete ser larga, después de una cena fuera, me animo con un cortado: una chispa de energía que enciende mis pasos y me invita a seguir.

Pero hoy, en esta tarde cualquiera, mientras dejo que el aroma de mi café con leche me envuelva, no puedo evitar pensar en Papá. En sus cafés solos, en sus silencios profundos y en esa forma suya tan sencilla de encontrar paz en las pequeñas cosas. No puedo evitar acordarme de él, ni un solo día de mi vida, aunque vaya pasando el tiempo y la casa ya no tenga ese olor a café tostado que él tanto amaba.

Es curioso cómo algo tan simple como una taza puede contener un universo entero de recuerdos. Hoy, cada sorbo me sabe a él, a su voz pausada, a sus manos fuertes, a esos momentos compartidos en que, sin necesidad de palabras, nos entendíamos.

Y así, en la soledad de esta tarde, mientras el café se enfría lentamente, lo extraño con esa mezcla dulce y amarga que solo deja el tiempo.


24.6.25

Los truenos del pasado

 Después de varios días de un calor denso, casi pegajoso, que se colaba por las rendijas de las ventanas y se quedaba suspendido en las estancias como una cortina invisible, llegó la tormenta. Fue en una de esas tardes de veranos donde el sol parecía no ponerse nunca del todo, donde el silencio de la siesta a mediodía era una promesa rota de calma, porque todo en realidad estaba a punto de estallar.

El aire olía a tierra reseca, a tomillo achicharrado por el sol y a una ansiedad que solo conocen quienes han vivido muchos veranos en el mismo lugar. Las cigarras callaron de golpe, como si también ellas hubieran sentido ese escalofrío que recorre el cuerpo cuando el cielo se encrespa y se vuelve de un gris violáceo. Y entonces, ocurrió. El primer trueno no fue un aviso: fue una sacudida. Como si el cielo, harto de soportar tanto calor, se partiera por la mitad.

Yo estaba en casa de mi abuela y ella, como siempre, en su rincón junto a la ventana, tejiendo algo que nunca acababa. Su hilo y su paciencia eran eternos, pero su miedo, también. Bastó con aquel primer trueno, seco y profundo como el rugido de un dios antiguo, para que ella dejara caer la labor sobre sus rodillas, se santiguara con gesto automático y se levantara sin decir palabra.

—Ya viene... —susurró.

Sabíamos lo que eso significaba. Como si cada tormenta fuera una vieja enemiga que regresaba puntual a su cita, mi abuela se dirigía lentamente a su habitación, se metía en su cama, se tapaba hasta el cuello aunque hiciera un calor que partiera las piedras, y se quedaba allí, muy quieta, esperando que el mundo dejara de rugir.

De pequeños pensábamos que era una especie de juego, su manera de desaparecer. Pero con los años, fuimos entendiendo que para ella las tormentas eran algo más que un fenómeno atmosférico. Eran recuerdos. Eran sonidos de juventud que no podía quitarse de la cabeza. El estampido lejano de una bomba en la guerra, el crujido de la tierra abriéndose bajo los pies, las voces apagadas tras los postigos cerrados. Las tormentas la devolvían a esos días, y la única forma de protegerse era esconderse como una niña pequeña, bajo el edredón, cerrando los ojos y esperando a que todo pasara.

Esa tarde, la tormenta fue de las que hacen historia. Rayos que parecían partir en dos los olivos del cerro, truenos que hacían vibrar los cristales de la alacena, y una lluvia densa, caliente al principio, como lágrimas de alguien que no sabe si llora de rabia o de alivio. El agua golpeaba los tejados con furia, arrastrando el polvo de semanas, lavando las fachadas encaladas como si quisiera devolverles su brillo de otros veranos.

Yo me asomé a la puerta de su cuarto para ver a mi abuela. Estaba allí, como siempre, con la mirada fija en el techo, murmurando algo que no entendí. Me senté en el borde de la cama y le tomé la mano. No dijo nada. Sólo apretó los párpados cuando un relámpago iluminó toda la habitación. Su mano estaba fría, pero su pulso, firme.

Cuando todo pasó, cuando el cielo se agotó de tanto llorar, la abuela se incorporó con esfuerzo, se arregló el pelo con dignidad, y volvió a su rincón, donde la labor la esperaba como una promesa de continuidad. Afuera olía a tierra mojada. Las cigarras no habían vuelto aún. Y yo, que ya no era tan niño, supe que hay tormentas que no están hechas solo de truenos y agua, sino de recuerdos que estallan por dentro.

Y entendí, por fin, que meterse en la cama no era rendirse. Era resistir. Como ella lo hizo siempre.

Se sentó otra vez junto a la ventana, con ese gesto suyo de quien recupera el sitio como si nada hubiera pasado. Afuera, el agua seguía cayendo mansa ahora, sin el bramido del principio, como si la tormenta hubiera llorado todo lo que tenía dentro y se sintiera un poco menos terrible. Las nubes comenzaban a abrirse y, por un momento, entre los tejados aún goteando, se filtró una línea tenue de sol. Una rendija de oro en un cielo que aún conservaba el color del miedo.

Mi abuela retomó la labor con las manos algo temblorosas, pero con la vista serena. Como si tejer fuera su manera de decirle al mundo que seguía aquí, que no se la había llevado el trueno ni el rayo ni los recuerdos que traía la lluvia.

—¿Te ha dado mucho miedo esta vez, abuela? —le pregunté en voz baja, casi sin querer romper la paz recién recuperada.

Ella no respondió enseguida. Movió la aguja, enhebró un punto, y entonces dijo:

—Uno nunca se acostumbra del todo a los ruidos del pasado. Pero esta vez he recordado menos. O quizás he aprendido a dejar que pasen sin que se queden tanto rato.

Miró hacia el horizonte, donde los campos ahora parecían más verdes, más vivos. La tierra exhalaba ese olor indescriptible que se mezcla con la nostalgia: el del barro, el del hinojo húmedo, el de las calles empedradas y las sillas al fresco que la tormenta había interrumpido.


—De niña —continuó ella, sin que yo le preguntara nada—, cuando tronaba, mi madre nos hacía meter a todos debajo de la mesa. “Ahí no cae el rayo”, decía. Yo cerraba los ojos y me tapaba los oídos. Pero desde entonces supe que el miedo, si lo guardas mucho, se queda a vivir contigo. Y que hay que buscarle un rincón. El mío es la cama.

Yo la observaba, fascinado. Nunca hablaba así. Nunca contaba cosas de su infancia con tanto detalle. Parecía que la tormenta le había aflojado algo por dentro, como si cada trueno hubiera removido una piedra vieja de su memoria.

—¿Y qué hacías mientras esperabas? —le pregunté.

Ella sonrió, sin dejar de mover las agujas.

—Rezaba. O me inventaba historias. Algunas me daban más miedo que la tormenta, pero otras me hacían reír. A veces me imaginaba que los truenos eran pasos de gigantes, o que los rayos eran cartas que Dios lanzaba desde el cielo para decirnos que se acordaba de nosotros.

La miré entonces con una ternura que no supe poner en palabras. Porque en su voz, en sus gestos, en su forma de quedarse quieta mientras afuera el mundo se deshacía, estaba contenida toda la historia de los veranos de mi infancia. De los veranos con tormenta, con visillos movidos por el viento y velas encendidas por si se iba la luz. Con las calles del barrio convertidas en ríos y las vecinas gritando “¡madre mía lo que ha caído!”. Con mi abuela bajo las sabanas, haciendo de su miedo una especie de santuario.

Ese día, después de la tormenta, nos asomamos a la ventana. El cielo aún estaba encapotado, pero ya se veían algunos jirones azules. Todo olía a limpio, a nuevo, a tierra que respira. Ella se sentó en su sillita de mimbre, esa de la que siempre decía que “aguanta más que yo”, y suspiró largo.

—Ya ha pasado —dijo.

Y entonces lo entendí con toda claridad. Que no era solo la tormenta la que pasaba. Era el tiempo. Eran los veranos. Era la vida misma, que se abría paso entre los relámpagos, y que nos dejaba, si sabíamos mirar con cariño, la memoria de una abuela que tejía su propio refugio mientras el cielo rugía. Una abuela que le tenía miedo a las tormentas, sí, pero que había sobrevivido a todas.