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6.6.06

Alfonso Ussía,vaya con Dios en su caso.

Asombrado, perplejo, alucinado y medio boquiabierto me quedé al ver, en esa gloriosa emisora de televisión local, la entrevista —o más bien el acto de adoración en diferido— que le hicieron a Alfonso Ussía.

Confieso que hasta ese día apenas le había prestado atención. Algún vistazo de reojo a sus columnas dominicales, alguna intervención televisiva que seguramente zapeé con la misma rapidez con la que uno cambia de acera al ver a un testigo de Jehová, y sus insistentes intentos de meter el hocico en la directiva del Real Madrid, pero poco más. No le había dado importancia. Hasta ahora.

Este año se presentó en la Feria del Libro de Mérida poco menos que como el literato estrella de la edición. Afortunadamente, no estuve presente en su intervención. Lo que sí pude "degustar", gracias a la pequeña pantalla, fue una entrevista que, por momentos, rozó y hasta traspasó las lindes de lo rancio, lo fascistoide, lo desfasado y lo peligrosamente revisionista.

Porque una cosa es tener opiniones personales, y otra muy distinta es reescribir la historia desde el lado oscuro de la contienda, sin rigor, sin objetividad y claramente influenciado por un árbol genealógico con tufillo a cruzada.

Es sano mirar hacia la historia. Es más: es necesario. Sobre todo para que no se repitan atrocidades como las que asolaron este país hace más de setenta años. Pero cuando personajes como Ussía se convierten en altavoz de una memoria selectiva y un relato manipulado, corremos el serio riesgo de alimentar nuevos extremismos, de esos que duermen agazapados en ciertas esquinas con pretensiones de púlpito.

Parece mentira que un periodista con la trayectoria y la plataforma que él tiene, siga sin enterarse de que en esta guerra no ganó nadie. O, mejor dicho, perdimos todos. Y digo “perdimos” en presente continuo, porque las heridas siguen abiertas, sangrando en los márgenes de cunetas sin nombre, en familias partidas, en relatos amputados durante décadas.

Este señor, que lleva por bandera la monarquía y se envuelve en discursos de “reconciliación nacional”, haría bien en esforzarse un poco más por comprender la historia en toda su complejidad, no sólo la que le dictaron en casa. Porque lo que muchos intentaron colarnos durante cuarenta años ya no cuela. Y porque el discurso de la equidistancia, si viene sazonado con nostalgia por los desfiles y las glorias imperiales, apesta a pasado sin digerir.


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