Este año, a priori, nada hacía presagiar la emoción, la tensión, casi el drama clásico que se ha instalado en esta edición de la gran ronda francesa. Y sin embargo, contra todo pronóstico, a dos días del final aún quedaban dos españoles con opciones reales de escribir su nombre junto a los elegidos: Pereiro y Sastre, dos hombres forjados en el esfuerzo, la montaña y la perseverancia. Nadie lo habría imaginado al inicio, pero ahí estaban, en la cúspide de la expectativa nacional, rozando la gloria con la yema de los dedos.
Pero siempre hay un pero. El ciclismo —como la vida— no se rige por méritos acumulados, sino por la capacidad de resistir en el momento preciso, por la templanza cuando otros se desgarran. Ayer fue una de esas etapas infernales, de las que forjan leyenda, de las que se recordarán con esa mezcla de admiración y amargura. Y, de nuevo, fue un americano el que, como una sombra implacable, amenazó con arrebatar a nuestros corredores ese paseo soñado por los Campos Elíseos.
Aún queda la contrarreloj de mañana. Y aunque el corazón no se resigna, la razón ya empieza a dictar sentencia: difícilmente veremos a un español en lo más alto del podio. Ojalá me equivoque. Ojalá el ciclismo nos regale una última sorpresa.
Pero más allá del resultado final, queda la ilusión recobrada, el noble gesto de quienes nos han devuelto, al menos por unos días, la pasión por este deporte que tantas alegrías y desengaños nos ha dado. Y sí, volvimos a renunciar a la siesta, a ese sopor sagrado de julio, para dejarnos llevar por la épica. Por la bicicleta. Por el Tour.
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