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6.7.25

Cáceres, donde las librerías bajan la persiana y la cultura la cabeza

 


Se cierra Agúndez, una librería con más de 40 años en Cáceres. Se baja la persiana sin fuegos artificiales, sin una placa, sin un acto. Como si fuera una papelería cualquiera. Como si en ese local no hubieran crecido generaciones enteras de escolares, padres, abuelos. Como si no se hubiera vendido cultura al peso, al detalle, al consejo.

Y no es la única. También están en el aire Cervantes, Eguiluz… y Figueroa lleva dos años cerrada. Lo llaman “jubilación” o “traspaso”, pero todos sabemos lo que es: la lenta desaparición de las librerías antiguas, las de verdad. Las que olían a papel, a tinta, a conversación. Las que conocían tus gustos antes que tú. Las que sabían recomendar, sin algoritmo, sin cookies, sin ofertas relámpago.

Ahora todo se pide por internet. Todo es inmediato, barato, sin alma. Compramos novelas como si fueran cepillos eléctricos. Y nos da igual. Porque hemos aceptado que leer ya no es un acto íntimo, ni un camino. Solo un producto más.

Las librerías de barrio, aquellas que resistían con dignidad, se están apagando una a una.

Y no porque no funcionen.

Sino porque ya nadie quiere hacerse cargo.

Porque ser librero exige pasión, tiempo y vocación. Y porque este sistema no premia nada de eso.

Mientras tanto, los responsables del  Ayuntamiento se hacen fotos en actos vacíos, presumen de estadísticas y cortan cintas en eventos culturales de escaparate, donde no hay más profundidad que el titular del día siguiente. ¿Dónde está el apoyo real? ¿Dónde está el plan para sostener el tejido cultural de la ciudad más allá del turismo y el postureo?

Cáceres no necesita más festivales con cantantes mediocres, ni más eventos olvidables. Ya tiene bastantes. Necesita librerías abiertas. Necesita cuidar a sus creadores, a sus libreros, a sus profesores, a sus artistas. No basta con nombrarlos en campaña.

Nos quieren hacer creer que la cultura sobrevive sola. Que no necesita raíces. Que basta con tres eventos al año y un autobús con poemas en las marquesinas.

Pero no. Lo que se va con cada librería que cierra es una forma de ser ciudad.

Un espacio que resistía la prisa, el olvido, el cinismo. Un sitio donde aún era posible hablar de un libro sin que nadie mirara el reloj.

La culpa no es solo de Amazon, ni del ebook, ni de la falta de relevo generacional.

La culpa también es política. Por no proteger lo esencial. Por invertir en lo superficial. Por dejar morir lo que nos hacía distintos.

Cuando desaparece una librería, no se pierde solo un local.

Se borra una historia. Se rompe un vínculo.

Y se apaga una luz que no volverá.

Y que nadie se engañe: lo que está en crisis no son los libros. Lo que está en crisis es la cultura

5.7.25

Sonetos líquidos y cuchareos heroicos: crónica de un gazpacho que salva veranos extremeños


 Hay un instante, allá por el mes de julio, cuando el sol extremeño, ese astro inmisericorde y radiante que parece entrenar cada verano para fundir medallas olímpicas, empieza a derretir las aceras de Mérida y convierte el empedrado de Cáceres en una parrilla de granito donde podrían freírse huevos (de corral, claro está), en el que el cuerpo clama no ya por agua, sino por redención. Y ahí, en ese clamor ancestral entre el sudor y la resistencia, aparece él: el gazpacho extremeño, humilde en su cuna, glorioso en su efecto.

No debe confundirse este elixir con versiones tibias ni con esos gazpachitos envasados que se anuncian como si fueran colonias. No. El gazpacho extremeño no se vende, se prepara, y siempre con la liturgia propia de los grandes ritos ibéricos: cuchillo afilado, cuenco de barro, y una paciencia que solo tienen los que han visto más de cuarenta veranos seguidos sin aire acondicionado.

Los ingredientes son sencillos y honestos como la tierra que los cría: tomates bien maduros, de esos que huelen a huerta y no a supermercado, pimientos verdes que aún conservan el rumor del amanecer en la vega, ajos bravos como el carácter de un abuelo de Guareña, aceite de oliva virgen extra (preferiblemente de la Nava de Santiago), un poco de vinagre, sal y, según las casas, sobre todo en la de mi madre, pan del día anterior como base mística del conjunto.

Se tritura con devoción, se tamiza con mimo, y se sirve bien frío, casi con escarcha en la jarra, como si fuera un hechizo líquido contra el bochorno. En algunas casas lo coronan con picadillo de pepino y huevo duro, en otras con jamoncito ibérico desmenuzado, ¡oh gloria bendita de la dehesa!, y las más generosas te ofrecen, junto al gazpacho, un trozo de Torta del Casar para untar con mano libre y conciencia plena.

El gazpacho extremeño no solo refresca, también reconcilia. Une al jornalero de Castuera con el funcionario de Badajoz, al estudiante de Cáceres que ha vuelto del Erasmus echando de menos su nevera, y al turista que llega a Mérida buscando ruinas romanas y acaba encontrando el sentido de la vida en una cucharada bien servida.

Y es que, más allá de su humilde apariencia, el gazpacho es una fórmula magistral contra el sopor, una pócima sagrada de antioxidantes y memoria, un recurso natural frente al cambio climático y las digestiones pesadas. Es un escudo contra el calor, sí, pero también contra la tristeza. Porque nadie puede estar triste mientras sorbe gazpacho al fresco de un porche, oyendo las chicharras cantar y viendo al fondo las sierras que aún custodian la sabiduría de nuestros mayores.

Que lo diga el cronista, el médico, el poeta o el tendero de Zafra: en Extremadura, cuando aprieta el verano, no hay nada más sensato ni más sublime que un buen cuenco de gazpacho. Y si viene acompañado de unas lascas de jamón, una aceituna de Manzanilla Cacereña y un trocito de queso fundido por la voluntad divina de la Torta del Casar, entonces ya podemos hablar, sin exagerar, de felicidad.

Y que nos disculpe Aristóteles, pero en Extremadura el equilibrio del universo no está en el punto medio, sino en el punto de sal y vinagre del gazpacho.


4.7.25

Mecanismo de autocontrol


Mecanismo de autocontrol, como cantaba nuestro Jose “Chino”. Hay un momento, siempre llega,  en el que julio deja de ser un mes y se convierte en una trinchera.

Uno empieza con fuerza, creyéndose capaz de atravesarlo sin apenas rasguños, sin que te alcance la metralla, con esa ingenuidad propia del que ve el calendario como un camino llano. Pero pronto llega la fatiga. No física, no; más bien una extenuación del alma, un desgaste silencioso que empieza en la nuca y termina en las ganas.

Porque julio no se anda con rodeos: es sol en la cara a las ocho de la mañana, asfalto blando, y calendario que se descojona de uno. Es ese silencio en la curro, espeso y brillante como el sudor de una fiebre, mientras los compañeros de se evaporan uno a uno, rumbo a algunas playas o pueblos con sombra y fresco al anochecer.

Entonces uno empieza a hablar solo. A repetir, como un conjuro, aquello que cantaba nuestro Jose “Chino”:"mecanismo de autocontrol.....

Como si fuera un mantra para no perder el juicio. Como si sirviera de ancla cuando el aire huele a cable derretido y los días se alargan más que las promesas electorales.

Y en medio de esa batalla, el descanso aparece al fondo, allá donde se funde el cielo con la esperanza. Un espejismo en forma de agosto, ese mes soñado, idealizado, tan lleno de postales mentales que uno casi olvida que también sudará en él, aunque de otra manera. Pero da igual. Agosto es la meta, la recompensa, el delirio necesario.

Así que resistimos. Con dignidad. Con los pies en las baldosas calientes y la mente en una cala del cabo de gata o en la terraza del "Cosmo"

Como esos soldados que no saben muy bien por qué luchan, pero sí que no pueden permitirse rendirse.

Y repetimos el verso de Jose “Chino”, ya con menos voz que Miguel Bosé, ya sin fuerzas, pero con la mirada fija en el horizonte: "mecanismo de autocontrol....en tus miradas"

Porque todo agosto empieza con un último julio.

"Mecanismo de autocontrolEn tus miradasTu no quieres pero entre los dosSolo hay palabrasBúscame un sitio, encuéntrame un ratoYo abro los brazos llego volando
Como un avión"

3.7.25

Balas en Mojácar, polvo en Tabernas


Tabernas, Almería. Octubre de 1881.

El forastero apareció por la rambla como quien baja a por pan y se encuentra con el fin del mundo. Venía a pie, con la gabardina gris rebozada en polvo, una sombra alargada por el sol y un andar lento que parecía una amenaza educada. No arrastraba los pies, pero tampoco los ponía deprisa. Caminaba como si lo estuvieran esperando desde hacía años.

En Tabernas, aquel año, hacía tanto calor que hasta las lagartijas se tumbaban boca arriba pidiendo sombra. El reloj de la iglesia llevaba tres semanas marcando las doce y cuarto. El cura decía que era una señal divina. Los vecinos sabían que era vagancia municipal.

El forastero se paró frente al saloon "El Palmeral", se sacudió la chaqueta con un golpe seco, como si espantara recuerdos, y entró sin decir palabra. Dentro, la penumbra olía a sudor, serrín, aguardiente barato y conversación a medio terminar. Al fondo, en la mesa redonda de los que mandan sin uniforme, estaban los hermanos Earp, Wyatt, Virgil y Morgan, con los sombreros calados hasta la nariz, fichando cada movimiento. En la barra, con su pañuelo de lunares, su revólver plateado y una tos de ultratumba, Doc Holliday bebía a tragos lentos.

El camarero, que había servido a más de un difunto en vida, lo miró con desconfianza.

—¿Qué le pongo, forastero?
—Una caña. Y si tiene tapa, que no muerda.

Le sirvió un vaso tibio y un cuenco con tres pepinillos y una loncha de chorizo seca como el párroco. El forastero lo miró. Luego se lo comió. Sin comentarios. Doc lo observó con esa expresión que se le ponía cuando algo no cuadraba en su mundo maltrecho.

—¿Y tú quién demonios eres? —preguntó sin girarse.
—Depende. Para algunos soy un error. Para otros, una solución.
—Bien —dijo Doc, tosiendo una carcajada—. Ya tenemos filósofo.

Fue esa misma tarde cuando llegó la noticia, traída por un chaval descalzo desde el cortijo de la Cañada Honda: seis forajidos estaban bajando desde Mojácar, armados hasta los dientes y con ganas de hacer del pueblo una finca propia. Los llamaban "los Hombres del Cabezo", y eran famosos por su puntería, su falta de modales y un acento tan cerrado que a veces ni entre ellos se entendían.

—Han robado dos cabras, una mula y el honor de la hija del herrero —dijo el alguacil, que exageraba con una soltura que rozaba lo poético.

—¡Y se han bebido el agua del pozo de la escuela! —gritó una señora.

—Eso sí que no —dijo Morgan Earp—. Los niños necesitan su agua... pa’ que no les dé el solano.

La decisión fue rápida. Al día siguiente, a mediodía en la plaza, los Earp, Doc y el forastero se plantarían frente a ellos. No por venganza, ni por justicia. Por principios. Y por aburrimiento, que en Tabernas siempre ha sido letal.

A la hora de más calor, cuando hasta las cigarras suenan tristes, la plaza estaba vacía salvo por cuatro hombres y una mula dormida. El reloj, milagrosamente, volvió a sonar: doce campanadas oxidadas como la conciencia de un político.

Los forajidos bajaron en fila, con sus pañuelos rojos y una cara de no haber desayunado legal en semanas. Iban seguros, confiados. Hasta que vieron al forastero.

Él, mientras, sacó su revólver como quien se quita una piedra del zapato. Disparó una vez, y uno de los Hombres del Cabezo cayó redondo como un botijo mal puesto. A partir de ahí, la cosa se volvió rápida: Doc disparó dos veces, Morgan una, y Virgil se agachó a recoger la gorra de un niño que se había colado entre las balas por error.

Los dos últimos bandidos huyeron como alma que lleva el tren a Almería. Uno de ellos, Zacarías el Mojacarero, juró venganza. El forastero, al verle correr, se encogió de hombros y dijo:

—Si se va para Mojácar, habrá que hacerle una visita.

Tres días después, el forastero cabalgaba, esta vez sí, prestado un burro viejo con nombre de alcalde jubilado, hacia Mojácar, donde el sol se vuelve rojo al atardecer y las casas blancas te devuelven la mirada como si escondieran secretos.

Allí, entre calles empinadas, geranios ofendidos y gatos con más vidas que remordimientos, Zacarías se escondía en una venta ilegal, disfrazado de cantaor flamenco.

Pero el forastero lo encontró.

—¿Y tú qué quieres ahora? —preguntó Zacarías, guitarra en mano, voz temblorosa.
—Nada. Solo escuchar un buen fandango… y que no desafines.

El disparo se perdió entre el eco de las paredes. La guitarra cayó. Y el pueblo siguió con su vida.

Desde entonces, hay quienes juran haber visto al forastero sentado en el mirador de Mojácar, al caer la tarde, con su gabardina gris, una copa de vino y un cuenco con pepinillos. Observa el horizonte como quien espera algo que quizá no venga… o que ya llegó y se fue.

Los niños le preguntan si fue verdad lo del duelo. Él sonríe. A veces dice que sí, otras que fue un sueño. Y hay días, muy pocos, en los que responde:

—Eso fue cuando Tabernas ardía, y yo aún no tenía sed.


2.7.25

Los Pecadores: cuando el cine se vuelve misa negra y tú comulgas encantado


Hay películas que te cambian la tarde. Los pecadores te cambia el sistema nervioso.

Ryan Coogler, director de fantásticas pelis como Creed o Black Panther, ha decidido en 2025 dejar de hacer cine y empezar a lanzar hechizos en pantalla. Porque lo que ha parido aquí no es una película: es un exorcismo a ritmo de blues, una ópera gótica con sombrero de ala ancha y una Biblia ensangrentada bajo el brazo. Y nosotros, humildes espectadores, nos dejamos poseer con gusto.

La película arranca como si Tennessee Williams hubiera escrito Entrevista con el vampiro tras una noche larga con Tom Waits. Una familia negra, una plantación en ruinas, un club de música donde el dolor se afina con guitarra slide y las palabras se mastican como tabaco.

Y de pronto: vampiros. Pero no cualquier vampiro, no. ¡Vampiros del Ku Klux Klan! ¿Cuánta valentía hay que tener para mezclar el racismo estructural con colmillos y hacerlo no solo creíble, sino jodidamente épico? Ryan, dame tu número. Te invito a un café y a un altar.

Los villanos de Los pecadores no solo chupan sangre, también historia. Literalmente. Son el símbolo perfecto de esa América profunda que vive de succionar la vida a los demás mientras sonríe en misa. A ratos dan miedo, a ratos ganas de darles una colleja con el Código Penal. Y siempre, siempre están estupendamente vestidos. Un diez en estética de ultratumba sureña.

Aquí Michael B. Jordan no actúa. Se desdobla, se desintegra, se multiplica. Hace de dos hermanos: Smoke, el que huele a pólvora y culpa, y Stack, el que huele a incienso y traición. Uno te rompe el alma, el otro te la roba con una sonrisa torcida. Si hay justicia en este mundo, a este hombre deberían darle dos Oscars: uno por cada ceja.

Ludwig Göransson ha dejado de componer y ha empezado a canalizar espíritus. Cada nota de la banda sonora parece escrita con sangre de gallo y tinta de madrugada. Hay pasajes en los que te olvidas de que estás viendo una película porque te has metido en el maldito vinilo. Y no quieres salir.

El Coogler de 2025 ya no dirige. Flota. Invoca planos que podrían estar en museos: puestas de sol con aire bíblico, interiores sudorosos donde hasta la cámara suda con los personajes, y peleas que parecen coreografiadas por Shakespeare y Quentin Tarantino en bata de seda.

La secuencia final, con ese duelo al amanecer entre el bien, el mal y un saxo llorando, debería estudiarse en catequesis.

Los pecadores tiene diálogos que se recitan como si fueran salmos paganos. Todo está dicho con gravedad, sudor y belleza. Hasta el personaje más secundario parece recién salido de una novela gótica. ¡Incluso el camarero que sirve bourbon parece saber más que tu profesor de historia!

No exagero: terminé de ver el film con ganas de predicar. De comprarme una guitarra, un crucifijo y un detector de chupasangres. De defender el cine como si fuera una religión que vuelve a tener sentido.

Los pecadores no es solo una de las mejores películas del año. Es una bofetada con guante de terciopelo a quienes piensan que el cine comercial no puede tener discurso, alma y colmillos.

Así que sí: esta película es una santa locura. Un salmo con sangre. Una ópera sureña que te muerde el cuello y te pide perdón después.

Y tú, encantado.

¿Quieres una liturgia o que te clave los colmillos de nuevo? Porque yo, sinceramente, ya quiero verla otra vez, esta vez en V.O. Con vino tinto. Y una Biblia. Por si acaso.

1.7.25

Sombras de infancia en la arena de Bolonia

En el vasto entramado de la existencia, entre miles de rostros y caminos cruzados, rara vez aparece alguien capaz de escuchar el susurro oculto de nuestro espíritu. No es una cuestión de palabras pronunciadas ni de gestos evidentes, sino de una sintonía silenciosa que traspasa la superficie y alcanza las profundidades más recónditas de nuestro ser. Encontrar a esa alma afín es un regalo tan escaso como precioso, un instante suspendido en el tiempo donde se disuelven las barreras y el entendimiento se torna absoluto.

Así, cuando Blanca me dijo que iríamos a El Puerto de Santa María, esperaba un puente del doce de octubre tranquilo, envuelto en la familiaridad de un destino cercano y algo conocido. Pero justo cuando nos acercábamos, con el murmullo del mar y el sol acariciando el horizonte, me susurró al oído que siguiéramos en dirección a Bolonia, en Cádiz, ese rincón vacacional de mi infancia, ese lugar al que se aferran tantos de mis recuerdos más puros y entrañables.

La sorpresa me alcanzó como la brisa fresca del mar, y pronto nos encontramos aparcando junto al Hostal Ríos, con la vista puesta en las dunas, esas montañas de arena dorada que se alzan imponentes, cambiantes, vivas bajo el viento.  Era el alojamiento donde mi familia y yo nos alojamos en los veranos de los años 80. Entonces, éramos muchos, siempre riendo, con sombrillas mal plegadas, padres jóvenes aún, hermanos corriendo por el pasillo con las chanclas arrastradas y la sal pegada a la piel.

Ahora volvíamos. Pero la familia de entonces ya no estaba. Volver al Hostal Ríos era también una forma de regresar a ellos, de abrir una puerta cerrada durante demasiado tiempo. Nada más llegar y dejar las cosas en el bungalow, comenzamos una caminata lenta, casi reverente, ascendiendo con cuidado sobre la arena que se desliza bajo nuestros pies, sintiendo el calor que aún guarda la tierra tras el día, y el perfume salado que nos envuelve. Desde la cima, la vista se abre hacia un océano inmenso, donde el cielo se funde con el agua en un azul profundo y sin fin. Era como volver a un pasado que nunca se fue, una conexión entre ayer y hoy, un puente entre la infancia y el presente.

Durante ese paseo, recordé las tardes de verano de antaño, las risas que se perdían con el viento, y la libertad que sólo se siente cuando uno se sabe dueño del tiempo y del espacio. Blanca, a mi lado, parecía comprender sin palabras la emoción que me embargaba. La sencillez del momento nos bastaba. No hacía falta más para saber que algo raro y maravilloso estaba sucediendo: dos almas encontrando un lenguaje común más allá del ruido del mundo.

Más tarde, al atardecer, nos dirigimos hacia el "chorrito de la teja", un rincón casi secreto en aquellos años, donde la tierra y el agua dialogan en murmullos. Caminamos lentamente por senderos entre matorrales y rocas, mientras el sol se despedía pintando el cielo con tonos cálidos de naranja y rosa, iluminando las olas que rompían suavemente en la costa. Allí, sentados en silencio, contemplando ese paisaje efímero y eterno a la vez, comprendí que estos instantes son los que moldean la memoria y dan sentido a la vida. En la quietud compartida, en esa belleza simple y profunda, hallamos ese raro milagro del entendimiento mutuo, esa empatía que no exige explicaciones ni palabras.

Al caer la tarde, nos trasladamos a Tarifa, donde pasamos un par de noches envueltos en la brisa marina y el aroma a salitre. La ciudad, pequeña pero vibrante, con sus calles encaladas y su historia milenaria, nos ofreció un refugio para seguir explorando no sólo el paisaje, sino también esa conexión íntima que crecía entre nosotros. Paseamos por el puerto, observando los barcos mecerse con el ritmo pausado del mar, y nos perdimos por callejuelas donde el tiempo parecía detenerse.

Cada noche, bajo el manto estrellado de aquel cielo limpio, compartíamos conversaciones que rozaban el alma, momentos en que el ruido cotidiano quedaba lejos y sólo quedaba la esencia de lo que somos, despojada de máscaras y apariencias. Fue en Tarifa donde entendí, más que nunca, que encontrar a alguien con quien conectar en ese nivel es un don extraordinario, un refugio seguro en medio del caos del mundo.

La playa era un escenario de descubrimientos. La arena nos quemaba los pies y las olas nos recibían como viejas amigas. Pero había algo más: los toros. No como en los festejos, no encerrados en una plaza ni rodeados de griterío. Eran toros libres, que pastaban mansamente en las laderas y, en ocasiones, bajaban hasta la playa, cruzando la carretera sin miedo, dejando su silueta imponente recortada contra la espuma del mar. Aquello nos fascinaba y asustaba a partes iguales. Verlos allí, caminando junto a las dunas, era como si el mundo antiguo aún respirara entre nosotros.

Y luego estaban los pescadores. De madrugada, cuando aún no habíamos abierto los ojos, ellos ya faenaban con sus barcas encalladas en la orilla, desenredando las redes con manos curtidas. El murmullo de sus voces, la madera crujiendo bajo sus pies, se mezclaba con el ruido lejano de los cargueros, cuyas sirenas retumbaban desde la oscuridad del estrecho como voces de otro mundo.

Recordé que en aquéllos veranos de la infancia, a veces me despertaba en mitad de la noche, empapado en el sudor del agosto gaditano, y oía romper las olas. Era un sonido redondo, infinito, como el corazón del mar latiendo contra la orilla. Me asomaba a la ventana y veía, allá a lo lejos, las luces rojas y verdes de los barcos moviéndose como luciérnagas de hierro. Entonces me acurrucaba de nuevo, sabiendo que, aunque pasaran los años, ese ruido quedaría siempre en mí.

Las dunas de Bolonia se alzaban ante mí como un vasto desierto de oro vivo, donde cada grano de arena parecía susurrar historias antiguas al viento incansable que las moldea sin tregua. Caminando entre esas montañas efímeras, sentía cómo la arena tibia se deslizaba entre mis dedos, una caricia fugaz que el tiempo no podrá retener.

El horizonte se abre en un lienzo azul profundo, donde el océano Atlántico se funde con el cielo en un abrazo infinito. Las olas, eternas y poderosas, rompen con furia en la orilla blanca, como si quisieran reclamar cada palmo de arena que el viento le ha arrebatado. A lo lejos, el pueblo de Bolonia aparece dormido, con sus casas encaladas que parecen custodiar silenciosas las leyendas del mar y la tierra.

En lo alto de estas dunas, el mundo se hace pequeño y mis pensamientos se expanden con la inmensidad del paisaje. Aquí, el tiempo se diluye, y cada paso es un viaje a través de memorias guardadas en el aire salado, en el susurro del viento y en la eternidad del océano. Caminar por estas arenas es tocar lo intangible, sentir la vida que fluye en ciclos invisibles, y reencontrarme con aquella parte de mí que sólo el mar y el desierto conocen. En esa escapada, al volver a Bolonia, con otros pasos, con otros ojos, esas postales se despliegaron una a una. No necesitan explicación ni orden. Son mi herencia secreta. La memoria no necesita fechas, sólo emoción. Y Bolonia, siempre, la trae de vuelta.

El viento de levante en la playa de Bolonia era un susurro poderoso y antiguo, un aliento del mar que atravesaba las dunas con la fuerza de mil secretos desatados. Se colaba entre los cabellos de Blanca, haciendo que pareciera flotar, como si los hilos invisibles del aire la elevaran en un lento y delicado vuelo.

Era un viento que no golpeaba, sino que acariciaba con dedos etéreos, meciendo la arena y los pensamientos, dibujando en el aire figuras invisibles y melodías que sólo el alma puede escuchar. Levantaba los pliegues de su ropa como olas que bailan, y en sus ojos se reflejaba el azul profundo del cielo y el mar, un espejo donde el viento y ella se fundían en un mismo suspiro.

Aquel levante era un canto silencioso, un poema escrito en la brisa que envolvía la playa y a Blanca en un abrazo sutil, como si el mundo entero se hubiese detenido para contemplar su danza efímera con el viento, ligera, libre, suspendida en el instante eterno que sólo el levante sabe regalar.Sé por experiencia que, en la vida, sólo en contadísimas ocasiones hallamos a ese ser con quien podemos compartir no sólo nuestros pensamientos, sino también la esencia de nuestro ánimo, ese estado invisible y cambiante que muchas veces ni siquiera nosotros mismos entendemos. Es un milagro improbable, una suerte inesperada que escapa a la lógica de lo cotidiano. Muchos quizá parten de este mundo sin haberlo encontrado jamás.

Mientras caminábamos por aquellos senderos de arena y historia, rodeados de la belleza serena del lugar, sentí que ese encuentro, ese paseo inesperado hacia mi pasado, se convertía en un refugio secreto para el alma, un instante donde la verdad puede desplegarse sin máscaras ni artificios. Allí, en esa conexión silenciosa, el ruido del mundo se disolvía, y sólo quedaba la certeza de ser comprendido, acompañado y sentido.

Porque hallar a esa persona es encontrar un faro que ilumina incluso en las noches más oscuras, un vínculo que trasciende el tiempo y el espacio, como las huellas que dejamos en la arena, que la marea borra pero que el corazón conserva para siempre.


30.6.25

Antoni Benaiges: el maestro que prometió el mar y encontró la muerte


Decía Walter Benjamin que todo documento de civilización es también un documento de barbarie. Y a veces, una promesa sencilla, como la de llevar a unos niños a ver el mar por primera vez, basta para contener en sí misma las dos cosas: la esperanza más luminosa y la violencia más atroz.
La historia de Antoni Benaiges es eso. Una historia mínima, íntima, frágil, que termina por volverse universal. Un relato sobre un maestro que enseñó a soñar y a preguntar, y que por eso fue arrancado de la vida.


Corría el invierno de 1936 cuando Benaiges, un joven maestro catalán destinado a un recóndito pueblo de Burgos, hizo una promesa que cambiaría para siempre la memoria de una comunidad: llevaría a sus alumnos a ver el mar. Ellos, niños y niñas de familias campesinas, jamás habían salido de Bañuelos de Bureba, un rincón de la comarca donde el progreso llegaba con siglos de retraso. No había carreteras, ni agua corriente, ni luz eléctrica. Pero había una escuela. Y allí llegó Antoni, con una imprenta, un gramófono, y una forma de enseñar que desafiaba todo lo establecido.

Antoni Benaiges había nacido en 1903 en Mont-roig del Camp, Tarragona. Sabía lo que era el trabajo del campo y conocía las heridas abiertas por la desigualdad. Pero eligió la palabra como herramienta, y se formó en la Escuela Normal de Barcelona, donde fue impregnándose del aire nuevo que traía la pedagogía moderna.

Cuando en 1934 llegó destinado a Bañuelos, venía de haber conocido las técnicas del pedagogo francés Célestin Freinet, defensor de una enseñanza basada en la libre expresión, la cooperación y el pensamiento crítico. En vez de repetir de memoria, los niños escribirían sus propios textos; en vez de callar, debatirían en asamblea; en vez de copiar, imprimirían sus vivencias. En su escuela no se recitaban dogmas, se formulaban preguntas. Y eso, en un país que apenas estaba aprendiendo a caminar hacia la democracia, fue un acto revolucionario.

Con su alumnado, poco más de una docena de chicos y chicas,  creó un pequeño periódico escolar. En él contaban su día a día, sus inquietudes, sus dudas: desde cómo murió el burro del vecino hasta quién era la persona más rica del pueblo. Intercambiaban sus cuadernos con otras escuelas. Se sentían escuchados. Aprendían a pensar.

Y entonces llegó la promesa: "Este verano os llevaré a ver el mar".

Ese deseo se convirtió en un ejercicio colectivo. Cada alumno escribió lo que creía que era el mar. La mayoría no lo había visto nunca. Lo imaginaban inmenso, cálido, peligroso. El mar, la visión de unos niños que no lo han visto nunca fue el título del cuaderno que imprimieron entre todos. Aquel texto, rudimentario y puro, es hoy uno de los testimonios pedagógicos más conmovedores de la historia reciente de España.

Lucía, una de las alumnas, escribió con temor: “El maestro dice que iremos a bañarnos. Yo digo que no voy a ir porque tengo miedo de ahogarme”.
Severino imaginaba algo sin medida: “En el mar habrá más agua que toda la tierra que yo he visto”.
Natividad pensaba en las orillas: “En las orillas debe ser piedra, porque si no se lo tenía que llevar”.

Lo que estaban haciendo no era solo escribir. Estaban soñando el mundo, poniéndole palabras a lo desconocido, construyendo ciudadanía desde la escuela rural más humilde. Pero en el horizonte ya se escuchaban los tambores del odio.

El problema no fue la imprenta. Ni siquiera la promesa del mar. El problema fue que los niños empezaron a hacer preguntas. Preguntas que incomodaban. ¿Por qué unos tienen más que otros? ¿Por qué algunos pasan hambre? ¿Quién decide que un pueblo viva sin luz?

Y esas preguntas, en un lugar dominado por el caciquismo y la tradición católica más cerrada, eran dinamita. La figura del maestro pronto generó rechazo entre algunos vecinos poderosos. Lo primero que hizo al llegar fue pintar la escuela y retirar el crucifijo de la pared. Para muchos, ese gesto fue un escándalo. Para él, era un símbolo: la escuela debía ser laica, abierta, libre.

Cuando en julio de 1936 se produjo el golpe de Estado franquista, Benaiges fue detenido. Lo torturaron, lo ejecutaron y lo arrojaron a una fosa común en La Pedraja, junto a decenas de otros asesinados. Tenía solo 33 años. Su alumnado nunca vio el mar.

Décadas después, en 2010, el documentalista Sergi Bernal llegó por azar a esa historia. Estaba documentando la exhumación de la fosa de La Pedraja cuando un vecino de Bañuelos se le acercó y le dijo: “Ahí está enterrado el maestro de mi pueblo. Se llamaba Antoni Benaiges. Prometió llevar a los niños al mar”.
La frase lo desarmó. Y desde entonces, Bernal no ha dejado de investigar, de reconstruir su vida, de contarla. Junto con Francesc Escribano, Francisco Ferrándiz y Queralt Solé, publicaron el libro Antoni Benaiges. El maestro que prometió el mar.

También viajó a México, donde muchos maestros republicanos exiliados continuaron su labor. Allí, en la Escuela Experimental Freinet de Veracruz, aún hoy se recuerda a Benaiges como símbolo de pedagogía emancipadora. El documental El Retratista, dirigido junto a Alberto Bougleux, es el testimonio visual de esa recuperación de memoria. Una memoria que no solo homenajea a un maestro, sino que enfrenta los discursos de odio que aún hoy amenazan la libertad de pensamiento.

Benaiges no murió solo por ser maestro. Murió por lo que representaba: un Estado republicano, laico, moderno. Murió porque enseñaba a pensar, a expresarse, a imaginar un futuro distinto. Su nombre fue borrado de los registros con desprecio: “antipatriótico, antisocial, indeseable”. Pero su legado ha sobrevivido al silencio y a la tierra.

Hoy, los cuadernos que imprimieron sus alumnos están amarillentos, conservados en cajas de cartón por su familia. Pero laten con una fuerza que atraviesa el tiempo. Son cuadernos de infancia, sí, pero también de resistencia.

Antoni Benaiges no es solo una figura del pasado. Es un espejo que nos devuelve la imagen de lo que fuimos capaces de soñar, y de lo que algunos temieron tanto que decidieron destruirlo.

Su historia duele. Porque sabemos que no fue el único. Porque fueron muchos los maestros y maestras fusilados por enseñar. Pero también emociona. Porque cada vez que alguien pronuncia su nombre, la promesa vuelve a la vida.

Y aunque sus alumnos nunca llegaron a ver el mar, el mar sigue ahí, inmenso como la memoria, profundo como la dignidad. Aquel maestro, al final, nos lo enseñó a todos.


29.6.25

Mientras tanto, un café


 ¿Sabéis qué he aprendido últimamente? Que la paciencia no es solo una virtud. Es una forma de inteligencia. Así, con todas sus letras. Y no de la brillante, tipo premio Nobel, no. De la otra, la que se cocina a fuego lento, con cara de “yo ya he visto esto antes y sé que no hay que hacer nada”.

Porque no todo en esta vida tiene que resolverse al momento, como si estuviéramos en un programa de cocina con cuenta atrás. No todo necesita una respuesta clara, brillante y en tres puntos, como si la vida fuera un examen de filosofía.

Hay veces, más de las que me gustaría admitir, en las que lo más sensato que uno puede hacer es nada. Respirar. Observar. Y esperar. Como cuando se te cae algo debajo del sofá: tú sabes que está ahí, pero si metes la mano sin pensar, te llevas un susto, una pelusa y tres monedas que no sabías que tenías.

La vida no siempre es una batalla que hay que ganar. De hecho, si me apuras, muchas veces ni siquiera es una batalla: es más bien un río raro, de esos que no sabes muy bien si cruzar, nadar o simplemente sentarte en la orilla a ver si pasa algo interesante. Y tú ahí, con una canoa rota, remando con una cuchara de postre. Dignidad cero, pero bueno, avanzas.

Así que yo ahora, cuando algo no tiene solución inmediata, no me agobio. Me hago un café. Miro por la ventana. A veces incluso le hablo a la maceta. La única que tengo. Y si la planta no responde, que suele ser lo habitual, interpreto su silencio como sabiduría vegetal.

Porque a veces las respuestas llegan solas. Y otras veces, bueno, no llegan. Pero mientras esperas, estás tranquilo. Y con suerte, has aprendido a no meterte en el río con zapatos nuevos.

La paciencia, amigos. Esa señora que siempre llega tarde, pero que cuando llega, te salva el día.

28.6.25

Manual de supervivencia en Extremadura en julio

 En Extremadura no tenemos estaciones. Tenemos ensayos de Apocalipsis. Y cuando llega el verano, no entra tímidamente, no: se instala como tu colega el solteraca en tu casa, se descalza, se pone cómodo y te roba la cerveza. Esta semana, el termómetro ha dicho “a tomar por saco” y ha decidido marcar 42 grados. A la sombra. Y la sombra ha pedido asilo político en Escandinavia.

Salir a la calle en Mérida a las tres de la tarde es como meterse voluntariamente en el microondas, pero sin el botón de “stop”. En Badajoz los pájaros no vuelan, negocian un Uber. En Cáceres, las cigüeñas hacen la maleta y se bajan a Huelva buscando el fresquito. Y en cualquier pueblo, las lagartijas se abanican con una hoja de higuera y te miran como diciendo: "¿Tú también eres imbécil o es que te gusta sufrir?"

La gente va por la calle como si le debiera dinero al sol. Sudamos por partes del cuerpo que no sabíamos que existían. Ya no te pones desodorante: te pones barniz marino. El aire acondicionado no refresca, lo único que hace es hacer más cara la factura de Iberdrola mientras tú ves cómo se derrite tu dignidad junto con la bombona de butano.

Y no hablemos de las piscinas: el agua se calienta tanto que en vez de nadar parece que estás infusionando tu cuerpo. Sales de allí como una bolsita de té humano, con la piel como un garbanzo pasado. Y eso si tienes la suerte de tener piscina. Si no, te toca meter los pies en el cubo de fregar y rezar para que Mercadona no haya subido el precio del hielo otra vez.

Pero lo mejor es la gente que te dice: “pues a mí me gusta el calor, yo prefiero esto al frío”. Esa gente no tiene alma. O vive en un búnker. O son lagartos. No se puede confiar en alguien que prefiere 42 grados a ponerse una rebequita.

Mientras tanto, los telediarios insisten: “beba mucha agua, evite salir a la calle, y no haga ejercicio en las horas centrales del día”. Gracias, Einstein. ¿Y si me da por hacer una maratón a las tres de la tarde por la carretera de Miajadas, qué? ¿Me dais una medalla o directamente una lápida?


En fin, que en Extremadura no sudamos: destilamos carácter. Y mientras el aire vibra de puro caliente y la gente cocina huevos en el capó del coche, nosotros seguimos adelante, con nuestra sandía fresca, nuestra sombrilla encajada en una grieta del suelo, y el alma a medio cocer. Porque sí, hace calor. Pero somos extremeños. Y aquí no se rinde ni el abanico.


27.6.25

El arte de no darse cuenta


 Decía Schopenhauer que los grandes acontecimientos de la vida no entran con estrépito, sino en silencio, como un gato que se cuela por la ventana entreabierta. Y tal vez tenía razón. Porque cuando somos jóvenes, y por tanto, ingenuos, imaginamos que los días decisivos vendrán con fanfarria, con el dramatismo de una escena final, con luces altas y viento en el rostro. Pero no. Los días que de verdad importan apenas hacen ruido.

Se deslizan. No llaman a la puerta, no dicen su nombre. Se sientan en un rincón de la sala y esperan.

Creemos que sabremos reconocerlos, que habrá un temblor en el aire, un acorde mayor. Pero no hay nada de eso. La vida se dobla en una esquina cualquiera, en una conversación casual bajo la lluvia, en un gesto que parecía mínimo y que años después comprendemos como decisivo.

Uno no sabe, por ejemplo, que ha conocido al amor de su vida hasta que ya está enamorado. Uno no sabe que ha dicho su último adiós hasta que el silencio se prolonga demasiado. No hay clarines que anuncien el final de una etapa. No hay narrador omnisciente que nos avise: “atención, esto cambiará todo”.

Y así, las cosas verdaderamente importantes entran por la puerta de atrás. Se cuelan mientras estamos distraídos, y cuando miramos hacia atrás, ya han echado raíces. Se quedan. Nos cambian.

En la madurez, o en ese otro tipo de madurez que es la nostalgia, uno revisa sus días y descubre que lo fundamental ocurrió en sordina. Que no hubo grandes discursos. Que el destino prefiere el susurro al grito.

Tal vez por eso la memoria tiene ese tono apagado, como de habitación cerrada. Porque recuerda no lo que fue ruidoso, sino lo que dejó huella. Y las huellas, como los días que importan, no hacen ruido cuando se marcan. Sólo cuando se miran.

26.6.25

Los genios de lo cotidiano

Yo considero un genio, en esta vida, a cualquiera que sepa hacer algo que yo no sé hacer. Así, tal cual. Y no me refiero a escribir novelas rusas de mil páginas ni a resolver ecuaciones diferenciales mientras elabora una paella de mariscos con la otra mano. No. Hablo de cosas normales, sencillas, de andar por casa. Lo cotidiano, eso que supuestamente todos deberíamos saber hacer… y que yo, humildemente, no tengo ni idea.

Por ejemplo: las pescaderas del Mercadona. Esas mujeres, enfundadas en sus guantes de látex, con el mandil plastificado, rodeadas de hielo, espinas y ojos de besugo, salmón y merluza, me parecen unas auténticas genias. Las admiro. Porque las ves ahí, impasibles, con una serenidad casi budista, y son capaces de destripar una dorada como quien pela una mandarina. Le abren el vientre, le sacan las tripas, las espinas, la columna vertebral entera, mientras charlan contigo sobre si va a llover o si la prefieres para horno o para la plancha. Lo hacen con una soltura que da envidia y un control del cuchillo digno de cirujanas cardíacas. Para mí, eso es maestría. Una genialidad con olor a mar.

Y mientras tanto, yo en casa, enfrentado a una dorada como si fuera un acertijo zen. Me pongo nervioso, sudo, dejo escamas hasta en el techo y termino sintiéndome como Daniel Sancho: torpe, salpicado, y con una expresión entre culpable y derrotado. Un
auténtico desastre.

Pero no se trata solo de las pescaderas. También me parecen genios los que cuelgan un cuadro recto a la primera, sin usar nivel, sin pedir ayuda, sin medir con el móvil ni hacer cinco agujeros previos en la pared. O esa señora que enhebra la aguja a la primera, sin levantar la ceja, sin soplar el hilo, sin poner cara de neurocirujana. Eso es talento. O ese colega que calcula el arroz “a ojo” y no le sobra ni un grano. Yo, si cocino arroz, termino comiéndolo tres días, como si estuviera en misión humanitaria conmigo mismo.

Y ojo, que nos han vendido una idea muy estrecha del genio: el que inventa cosas revolucionarias, el que habla cinco idiomas, el que da charlas TED con micrófono de diadema y sonrisa ensayada. Pero no. Eso está bien, sí, pero la verdadera genialidad está en otra parte. Está en las manos que saben. En los gestos afinados por la repetición y el oficio. En esa forma silenciosa de dominar una tarea sin convertirla en espectáculo.

La genialidad, la de verdad, vive en las pescaderas del Mercadona, que podrían dar clases en Harvard sobre precisión quirúrgica y atención al cliente, pero prefieren seguir en su esquina helada, destripando doradas con elegancia y preguntándote, sin pretensiones, si la quieres abierta a la mitad.

Y tú, con suerte, te la llevas lista para el horno, y con un poco de vergüenza porque sabes que ni en tres vidas vas a alcanzar ese nivel.


25.6.25

Cuando el café sabe a memoria

A Papá le gustaba el café solo, sin aditivos ni añadidos, simplemente agua infusionada con el grano tostado. Lo quería intenso, muy caliente, casi ardiendo. Recuerdo cómo se sentaba cada mañana, con la taza entre las manos, aspirando ese aroma fuerte que parecía envolverlo por completo. Cerraba los ojos un instante, y entonces se le veía disfrutar, como si cada pequeño sorbo le devolviera un fragmento de paz, de fuerza para empezar el día.

Yo, en cambio, nunca pude acostumbrarme a ese ritual. Por más que lo he intentado, ese café tan puro, tan tajante, nunca ha logrado conquistarme. Prefiero el café con leche, suave, cremoso, como un abrazo tibio que acompaña mis horas de vigilia. A veces, me tomo hasta cuatro tazas a lo largo de la mañana, como un pequeño acto de celebración de la rutina. Y en ocasiones, cuando la noche promete ser larga, después de una cena fuera, me animo con un cortado: una chispa de energía que enciende mis pasos y me invita a seguir.

Pero hoy, en esta tarde cualquiera, mientras dejo que el aroma de mi café con leche me envuelva, no puedo evitar pensar en Papá. En sus cafés solos, en sus silencios profundos y en esa forma suya tan sencilla de encontrar paz en las pequeñas cosas. No puedo evitar acordarme de él, ni un solo día de mi vida, aunque vaya pasando el tiempo y la casa ya no tenga ese olor a café tostado que él tanto amaba.

Es curioso cómo algo tan simple como una taza puede contener un universo entero de recuerdos. Hoy, cada sorbo me sabe a él, a su voz pausada, a sus manos fuertes, a esos momentos compartidos en que, sin necesidad de palabras, nos entendíamos.

Y así, en la soledad de esta tarde, mientras el café se enfría lentamente, lo extraño con esa mezcla dulce y amarga que solo deja el tiempo.


24.6.25

Los truenos del pasado

 Después de varios días de un calor denso, casi pegajoso, que se colaba por las rendijas de las ventanas y se quedaba suspendido en las estancias como una cortina invisible, llegó la tormenta. Fue en una de esas tardes de veranos donde el sol parecía no ponerse nunca del todo, donde el silencio de la siesta a mediodía era una promesa rota de calma, porque todo en realidad estaba a punto de estallar.

El aire olía a tierra reseca, a tomillo achicharrado por el sol y a una ansiedad que solo conocen quienes han vivido muchos veranos en el mismo lugar. Las cigarras callaron de golpe, como si también ellas hubieran sentido ese escalofrío que recorre el cuerpo cuando el cielo se encrespa y se vuelve de un gris violáceo. Y entonces, ocurrió. El primer trueno no fue un aviso: fue una sacudida. Como si el cielo, harto de soportar tanto calor, se partiera por la mitad.

Yo estaba en casa de mi abuela y ella, como siempre, en su rincón junto a la ventana, tejiendo algo que nunca acababa. Su hilo y su paciencia eran eternos, pero su miedo, también. Bastó con aquel primer trueno, seco y profundo como el rugido de un dios antiguo, para que ella dejara caer la labor sobre sus rodillas, se santiguara con gesto automático y se levantara sin decir palabra.

—Ya viene... —susurró.

Sabíamos lo que eso significaba. Como si cada tormenta fuera una vieja enemiga que regresaba puntual a su cita, mi abuela se dirigía lentamente a su habitación, se metía en su cama, se tapaba hasta el cuello aunque hiciera un calor que partiera las piedras, y se quedaba allí, muy quieta, esperando que el mundo dejara de rugir.

De pequeños pensábamos que era una especie de juego, su manera de desaparecer. Pero con los años, fuimos entendiendo que para ella las tormentas eran algo más que un fenómeno atmosférico. Eran recuerdos. Eran sonidos de juventud que no podía quitarse de la cabeza. El estampido lejano de una bomba en la guerra, el crujido de la tierra abriéndose bajo los pies, las voces apagadas tras los postigos cerrados. Las tormentas la devolvían a esos días, y la única forma de protegerse era esconderse como una niña pequeña, bajo el edredón, cerrando los ojos y esperando a que todo pasara.

Esa tarde, la tormenta fue de las que hacen historia. Rayos que parecían partir en dos los olivos del cerro, truenos que hacían vibrar los cristales de la alacena, y una lluvia densa, caliente al principio, como lágrimas de alguien que no sabe si llora de rabia o de alivio. El agua golpeaba los tejados con furia, arrastrando el polvo de semanas, lavando las fachadas encaladas como si quisiera devolverles su brillo de otros veranos.

Yo me asomé a la puerta de su cuarto para ver a mi abuela. Estaba allí, como siempre, con la mirada fija en el techo, murmurando algo que no entendí. Me senté en el borde de la cama y le tomé la mano. No dijo nada. Sólo apretó los párpados cuando un relámpago iluminó toda la habitación. Su mano estaba fría, pero su pulso, firme.

Cuando todo pasó, cuando el cielo se agotó de tanto llorar, la abuela se incorporó con esfuerzo, se arregló el pelo con dignidad, y volvió a su rincón, donde la labor la esperaba como una promesa de continuidad. Afuera olía a tierra mojada. Las cigarras no habían vuelto aún. Y yo, que ya no era tan niño, supe que hay tormentas que no están hechas solo de truenos y agua, sino de recuerdos que estallan por dentro.

Y entendí, por fin, que meterse en la cama no era rendirse. Era resistir. Como ella lo hizo siempre.

Se sentó otra vez junto a la ventana, con ese gesto suyo de quien recupera el sitio como si nada hubiera pasado. Afuera, el agua seguía cayendo mansa ahora, sin el bramido del principio, como si la tormenta hubiera llorado todo lo que tenía dentro y se sintiera un poco menos terrible. Las nubes comenzaban a abrirse y, por un momento, entre los tejados aún goteando, se filtró una línea tenue de sol. Una rendija de oro en un cielo que aún conservaba el color del miedo.

Mi abuela retomó la labor con las manos algo temblorosas, pero con la vista serena. Como si tejer fuera su manera de decirle al mundo que seguía aquí, que no se la había llevado el trueno ni el rayo ni los recuerdos que traía la lluvia.

—¿Te ha dado mucho miedo esta vez, abuela? —le pregunté en voz baja, casi sin querer romper la paz recién recuperada.

Ella no respondió enseguida. Movió la aguja, enhebró un punto, y entonces dijo:

—Uno nunca se acostumbra del todo a los ruidos del pasado. Pero esta vez he recordado menos. O quizás he aprendido a dejar que pasen sin que se queden tanto rato.

Miró hacia el horizonte, donde los campos ahora parecían más verdes, más vivos. La tierra exhalaba ese olor indescriptible que se mezcla con la nostalgia: el del barro, el del hinojo húmedo, el de las calles empedradas y las sillas al fresco que la tormenta había interrumpido.


—De niña —continuó ella, sin que yo le preguntara nada—, cuando tronaba, mi madre nos hacía meter a todos debajo de la mesa. “Ahí no cae el rayo”, decía. Yo cerraba los ojos y me tapaba los oídos. Pero desde entonces supe que el miedo, si lo guardas mucho, se queda a vivir contigo. Y que hay que buscarle un rincón. El mío es la cama.

Yo la observaba, fascinado. Nunca hablaba así. Nunca contaba cosas de su infancia con tanto detalle. Parecía que la tormenta le había aflojado algo por dentro, como si cada trueno hubiera removido una piedra vieja de su memoria.

—¿Y qué hacías mientras esperabas? —le pregunté.

Ella sonrió, sin dejar de mover las agujas.

—Rezaba. O me inventaba historias. Algunas me daban más miedo que la tormenta, pero otras me hacían reír. A veces me imaginaba que los truenos eran pasos de gigantes, o que los rayos eran cartas que Dios lanzaba desde el cielo para decirnos que se acordaba de nosotros.

La miré entonces con una ternura que no supe poner en palabras. Porque en su voz, en sus gestos, en su forma de quedarse quieta mientras afuera el mundo se deshacía, estaba contenida toda la historia de los veranos de mi infancia. De los veranos con tormenta, con visillos movidos por el viento y velas encendidas por si se iba la luz. Con las calles del barrio convertidas en ríos y las vecinas gritando “¡madre mía lo que ha caído!”. Con mi abuela bajo las sabanas, haciendo de su miedo una especie de santuario.

Ese día, después de la tormenta, nos asomamos a la ventana. El cielo aún estaba encapotado, pero ya se veían algunos jirones azules. Todo olía a limpio, a nuevo, a tierra que respira. Ella se sentó en su sillita de mimbre, esa de la que siempre decía que “aguanta más que yo”, y suspiró largo.

—Ya ha pasado —dijo.

Y entonces lo entendí con toda claridad. Que no era solo la tormenta la que pasaba. Era el tiempo. Eran los veranos. Era la vida misma, que se abría paso entre los relámpagos, y que nos dejaba, si sabíamos mirar con cariño, la memoria de una abuela que tejía su propio refugio mientras el cielo rugía. Una abuela que le tenía miedo a las tormentas, sí, pero que había sobrevivido a todas.



23.6.25

Donde duermen los peces rojos.

 Todos los jueves, pasadas las dos de la madrugada, descendía la empedrada calle como quien baja por el lomo de una vieja cicatriz que se niega a cerrarse del todo. Lo hacía en bicicleta, envuelto en el silencio espeso de la ciudad dormida, con la cabeza aún zumbando por los discos recién escuchados en la emisora. Aquella calle, la de siempre, la de los veintitantos, conservaba aún el eco de otras madrugadas, más sucias, más ruidosas, más vivas. Entonces era un territorio de promesas precipitadas, discusiones acaloradas, caricias a medio hacer y despedidas con sabor a tabaco barato. Problemas que en su momento fueron tormenta y que ahora, con el filtro de la edad, no eran más que niebla tibia.

Después cruzaba el parque del estanque de los peces rojos. Un parque discreto, casi olvidado por el ayuntamiento, pero sagrado para él. Allí, de niño, había arrojado migas de pan de la mano de su padre. No recordaba si los peces mordieron aquellas migas, si su padre le dijo algo concreto, si hacía frío. Solo recordaba la sensación de pertenecer. Por eso seguía cruzando ese parque cada jueves, como quien roza un rosario invisible para no olvidarse de rezar.

Al llegar a su edificio, se detenía siempre frente al tercero del bloque de enfrente. Una ventana, siempre la misma, seguía encendida. Era una luz cálida, doméstica, que no decía nada y lo decía todo. Él no sabía quién vivía allí, ni quería saberlo. Prefería imaginar que esa ventana era un espejo improbable: alguien, del otro lado, también combatía el insomnio con música o memoria, con vino o vigilia. Cada jueves, tras grabar su programa musical, una mezcla de rock clásico, jazz y canciones que nadie pedía ya en las emisoras, subía su bicicleta al hombro, se quedaba un minuto en la acera, y miraba esa luz como quien busca una señal para no perderse.

La noche siguiente, al emitirse el programa, lo escuchaba en su transistor con los ojos fijos en esa ventana. A las tres en punto, justo al terminar el último tema, una de Nina Simone, esa noche, la luz se apagó. Como siempre. Como un ritual pactado entre desconocidos.

Pero ese jueves algo cambió.

Esa noche, al terminar la emisión, no solo se apagó la luz. También se cerró la ventana. Y al instante siguiente, una silueta apareció tras el cristal, y durante unos segundos le miró directamente. No fue un vistazo accidental, ni una sombra de paso. Fue una mirada limpia, fija, consciente. Él lo supo con la misma certeza con que se sabe que se está despierto.

Por primera vez en todos esos años, sintió vértigo.

La figura hizo un leve gesto con la mano, una despedida, tal vez una señal, 


y luego desapareció tras la cortina.

Al día siguiente, él no bajó a la emisora. No encendió el transistor. No recorrió la calle de madrugada. Ni siquiera cruzó el parque. Se sentó a escribir una carta, breve, sin firma, y la dejó en el buzón del tercero B. No dijo su nombre. Solo escribió: "Gracias por escucharme todos estos años. Esta fue mi última canción."

Y esa noche, por primera vez en mucho tiempo, se fue a la cama temprano.

Durmió profundamente.

Y soñó con peces rojos comiéndose las migas de pan.


20.6.25

Tiempos analógicos


 Agosto de 1992. Siete en punto de la mañana.

En aquellos tiempos gloriosamente analógicos, cuando aún no sabíamos lo que era una pantalla táctil y Zuckerberg apenas gateaba entre sonajeros, el mundo giraba con una parsimonia que hoy resultaría ofensiva para cualquier millennial con ansiedad. No existían los teléfonos inteligentes, ni el scroll infinito, ni ese zoológico digital llamado TikTok, donde adolescentes, y hasta cincuentones en crisis, bailan con el fervor de un chamán poseído después de una paliza de reguetón.

La vida se vivía más despacio. O al menos eso creemos ahora, como quien recuerda las croquetas de la abuela: siempre más ricas desde la distancia y el colesterol. En aquel universo prehistórico, cuando uno regresaba a casa tras una noche intensita, palabra que solo cobra pleno sentido cuando hay una farola girando a tu alrededor,  lo más parecido a un selfie era entrar en una cabina de fotos. De las que tenían cortinilla, olor a perfume barato y un taburete cojo. Cuatro poses en cinco minutos: alegría, tontería, mirada profunda y una en la que siempre salías con los ojos cerrados.

Blanco y negro, color o sepia si te habías leído a Benedetti y te sentías existencialista. Aquella tira de fotos era más que un recuerdo: era una prueba de vida, un carné de juventud salvaje. Tengo 19 años, llevo ocho combinados de garrafón con coca cola, y la convicción absurda de que la noche no tiene fin. La posterior resaca era el peaje, sí, pero no importaba. Unas horas después había que estar en la piscina del polígono, con gafas de sol, bíceps fingidos y esa camiseta de verano que sobrevivía a fiestas, noches en el parque de Santa Catalina y cientos de lavados.

Hoy es junio de 2025. También son las siete de la mañana. Pero la épica brilla por su ausencia. No hay ni piscina, ni cortinilla, ni camiseta de verano (ahora hay camisetas térmicas que prometen corregir la postura). Lo único que suena es el despertador del móvil, que ha decidido recordarme que soy un adulto funcional, aunque mi lumbago opine lo contrario. Me he levantado con dolor de espalda y un hombro izquierdo que parece pertenecer a otro cuerpo.  Dos clásicos contemporáneos. Hay varios WhatsApp sin contestar, varios de ellos de grupos en los que no sabes ni por qué  estás y uno de un tal “Pedro Fontanero”, que juro no recuerdo haber conocido jamás.

¿Nostalgia? Puede ser. O quizá sea simplemente la certeza de que ya no se puede improvisar la vida con el descaro de los 19. Ya no basta con una noche de calor, una brutal sesión de fiesta en las pistas y jardines del Yu-Yu, y una colonia de spot de televisión que prometía “toques marinos” y en realidad olía a after de gasolinera.

El tiempo, como los ríos, no corre hacia atrás. Y si lo hiciera, probablemente volvería solo para recordarnos lo inocentes , y lo idiotas, que éramos. Aunque qué felices, madre mía. Qué felices en nuestra ignorancia de hamburguesas de la casa, medios de vino con limón en La Encina y canciones que te pones hoy mientras limpias la casa.

Pero no caigamos en el melodrama: el pasado es una república imposible, el presente es un croasán reseco, y el futuro… bueno, el futuro es café recién hecho.

O frío, si te entretienes viendo las noticias y se te olvida bebértelo.

Lo mejor, sin duda, siempre está por llegar.

Y si no llega, al menos tendremos excusa para escribir sobre ello…con nostalgia, con sentido del humor…

y, si hace falta, con una camiseta de rayas rescatada del fondo del cajón.


19.6.25

El guardian del silencio

A sus sesenta y cinco años, Julián Corral se detenía cada mañana frente a las puertas de la Biblioteca Municipal de San Gregorio con el mismo gesto con que otros se persignan antes de entrar a una iglesia. Durante casi medio siglo, aquel umbral le había servido de refugio y frontera, de pertenencia y destino. Ahora, a punto de jubilarse, sentía que cada paso por el vestíbulo era ya un adiós velado, un susurro de despedida entre anaqueles.

La biblioteca olía distinto. Ya no a papel envejecido ni a cuero reseco de encuadernaciones nobles, sino a cables plásticos, a climatización impersonal y a tinta de impresoras. Las voces habían sido sustituidas por teclas, y el murmullo de las páginas por el zumbido constante de pantallas.

Recordaba con claridad fotográfica el primer día que entró como ayudante, con diecisiete años recién cumplidos, cuando don Mateo —el bibliotecario de entonces— le extendió una ficha de cartulina y le dijo: "Aquí empieza tu archivo. Tu vida, quizá." Qué razón tenía. En aquellos años, los libros eran el único acceso a otros mundos. Venían niños con los bolsillos sucios de tierra y las manos temblorosas de emoción a buscar novelas de Verne, Salgari, Stevenson. Los universitarios preguntaban por Galdós, por Pío Baroja, por la generación del 27, que aún se leía con fervor. Incluso los mayores, campesinos o dependientes, se llevaban a casa tomos de poesía o libros de historia. No importaba el oficio ni la edad: leer era una forma de salvarse.

Hoy, en cambio, muchos entran preguntando por la contraseña del wifi o por un cargador para el móvil. Los que se acercan a los libros lo hacen con prisa, como si les pesaran. Hay quien toma un ejemplar para hacerse una foto, no para leerlo. Julián no los culpa; el mundo ha cambiado, y con él los hábitos, los ritmos, los anhelos.

—Los libros —solía decirse en silencio, recorriendo con la mirada los estantes— antes abrían ventanas. Ahora parecen ser el polvo en los cristales.                                                  

 Aún había excepciones. Una mujer que volvía cada semana por novelas Nórdicas; un anciano que releía a Unamuno como si buscara en sus páginas una respuesta que la vida le seguía negando. Pero eran islas en un océano de ausencia. Lo que más dolía a Julián no era la transformación de la biblioteca, sino el vacío humano que se expandía entre sus muros. Ya no había silencio respetuoso, sino indiferencia ruidosa.

En su rincón del archivo, Julián guardaba aún el primer libro que colocó en las estanterías: "La colmena", de Cela. Lo acariciaba a veces, como quien roza una fotografía vieja. Allí estaba todo: la juventud, el asombro, la convicción de que cada palabra podía cambiar una vida. Esa fe, lentamente, se le había ido deshaciendo entre los dedos.

Faltaban dos semanas para su jubilación. Cada día era un pequeño duelo. Iba revisando las fichas, los lomos, los rincones como quien despide a viejos amigos. No sabía qué haría después. Tal vez escribir sus memorias. Tal vez mudarse al pueblo donde su padre había sembrado los primeros olivos. O simplemente sentarse en un banco a ver pasar las estaciones.

Pero una cosa tenía clara: el día que entregara su llave, no la dejaría en la oficina como una herramienta inservible. La depositaría sobre el mostrador, con una nota escrita a mano: "No olvidéis que hubo un tiempo en que los libros eran sagrados. Y quienes los buscaban, peregrinos."

Porque, en el fondo, Julián Corral no fue nunca un bibliotecario. Fue un guardián del silencio. De ese silencio antiguo que aún late, tímido, entre las páginas dormidas de un libro abierto.

18.6.25

La dignidad prorrateada


 A las siete y cuarto, como todos los días que no eran domingo, y algunos domingos también, porque el capitalismo no descansa ni para confesar sus pecados, Javier alzaba la persiana metálica del bar El Timón. El gesto tenía algo litúrgico, una ceremonia rutinaria de chirrido y polvo, como si el propio bar se resistiera a empezar otro día. Lo comprendía: él tampoco tenía ganas.

Javier tiene 28 años, un título universitario en Historia del Arte con su correspondiente marcapáginas de frustración, y una colección de currículums enviados que, de imprimirse en papel, podrían forrar el Museo del Prado con una instalación de tristeza contemporánea. Aprobó con notable alto, redactó un TFG que todavía consideraba brillante , "La melancolía barroca como elemento subversivo en la pintura religiosa del siglo XVII", una frase tan elegante que podría servir de epitafio y, como miles de otros jóvenes ilustrados, se estrelló contra la muralla burocrática y laboral del país.

Ahora trabajaba en hostelería. Doce horas diarias de pie, rodeado de vasos manchados de carmín barato y cafés con leche para clientes que confundían la barra con un púlpito. Por 1.100 euros al mes. Con pagas prorrateadas, claro. Siempre decía "prorrateadas" con la voz un poco más grave, como si le hiciera gracia que sonara a privilegio, cuando en realidad era solo otra forma de decir "no te va a llegar ni para compartir piso con moho".

Vivía con su padre, un hombre silencioso que llevaba más años en la fábrica de hielo que el propio sistema métrico. Desde que enviudó, no se quejaba de nada, como si con la muerte de su mujer hubiese perdido también el derecho a lamentarse. Llegaba a casa oliendo a frío químico, con las manos tan duras que parecían de mármol tallado. A veces hablaban. Otras, se sentaban a ver las noticias sin decirse una palabra. Como dos estatuas enfrentadas en un museo provincial.

Su novia, Clara, había sido más valiente o, simplemente, más desesperada. Enfermera. Graduada también con buena nota. Se fue a Londres a cambiar pañales a ancianos que pronunciaban su nombre como si fuera una marca de yogures. Mantenían una relación a distancia que, contra todo pronóstico, seguía en pie. Videollamadas nocturnas con silencios incómodos y algún "te echo de menos" que sonaba menos a pasión y más a rutina. El amor, como los sueldos, también se devaluaba con el tiempo.

Javier tenía una banda sonora interior. Vetusta Morla, Viva Suecia, Supersubmarina. Estos últimos eran casi un símbolo personal, como un retrato de juventud detenido en el tiempo. Aún conservaba una entrada de su concierto en 2016, justo antes del accidente. Aquella carretera tortuosa, la furgoneta, el coma. Fue como si su generación entera hubiese chocado con ellos: una banda llena de talento, entusiasmo y ganas de comerse el mundo… y, sin embargo, obligada a frenar de golpe. Supersubmarina nunca volvió del todo. Algunos de sus amigos tampoco. No al menos como los recordaba: ahora estaban sepultados bajo nóminas temporales, clases particulares, contratos de prácticas, alquileres absurdos.

Cuando barría el suelo pegajoso del bar, pensaba en sus compañeros de clase. Uno hacía pódcast sobre arte desde la habitación de su madre. Otra organizaba bodas en un hotel rural. Uno daba clases de español a turistas noruegos. Todos parecían tener vidas paralelas, como planetas lejanos con órbitas propias, y todos compartían la misma nostalgia: esa convicción sorda de que la vida que les habían prometido en la universidad se había extraviado por el camino.

Javier también soñaba con una casa propia. No una mansión, ni siquiera algo con terraza. Solo un piso modesto, con buena luz y espacio para poner una estantería con vinilos. Pero Idealista era una comedia negra. Pisos de 28 metros cuadrados con “toque vintage” (es decir, humedad). Estudios “reformados” donde no cabía ni una cama entera. “Ideal para jóvenes profesionales sin mascota ni esperanza”, pensaba él. Cuando le hablaban de “emanciparse”, sentía que le hablaban de una rebelión en otro siglo, en otro continente, en otro universo.

Y sin embargo, no era infeliz del todo. Había algo en el ritual del café con leche, en saludar a la señora que venía cada mañana con su nieto, en escuchar a los borrachos nocturnos hablar de fútbol como si estuvieran redefiniendo la Ilustración. Había belleza, incluso, en esa tristeza compartida. Una poética de la resignación. Como cuando escuchaba a Viva Suecia cantando con toda la épica del mundo frases que solo entendían los que no tenían nada más que entender.

Quizá la vida no fuera eso que le contaron, ni eso que soñó. Quizá el arte estaba también en sobrevivir con cierta dignidad a lo indigno. En seguir levantando persianas, aunque chirriaran. En mirar las ofertas de pisos como quien contempla un museo de cosas que no puede comprar.

Y quizá, solo quizá, en aprender a amar, incluso a distancia, con la misma fuerza con la que uno se aferra a un estribillo.


17.6.25

Lanjarón


 Al llegar el ecuador de Agosto, en los últimos años, después de un largo viaje desde Extremadura, llegamos a Lanjarón felices por el destino que nos espera. Desde 2019, nuestras vacaciones comienzan siempre en el mismo lugar: Lanjarón. No importa cuál sea el destino final, Mojácar y el Cabo de Gata, porque ya forma parte del ritual detenernos varios días en este pueblo blanco de la Alpujarra granadina. No es tanto una parada como un preámbulo necesario, una especie de respiro donde empezamos a vaciarnos del  duro y completo año laboral.

Llegar a Lanjarón es como atravesar un umbral invisible. A medida que el coche asciende por la carretera que se retuerce entre las laderas, se empieza a notar cómo cambia el aire: más limpio, más fresco, más cargado de silencio. El pueblo aparece de pronto, con sus casas encaladas trepando por la montaña, sus balcones floridos y ese ritmo lento que no es impostura, sino forma de vida.

Las gentes de Lanjarón, conocidas como lanjaronenses, son reconocidas por su carácter amable y hospitalario. Su trato cercano y cordial con los visitantes refleja una genuina gentileza que se transmite de generación en generación. Los lanjaronenses suelen ser cálidos y atentos, siempre dispuestos a compartir las tradiciones, la cultura y la belleza de su tierra. Esta combinación de amabilidad y respeto por sus raíces hace que cualquier persona que pase por Lanjarón se sienta como en casa.

Las calles de Lanjarón son estrechas, irregulares, con giros inesperados, como si el trazado morisco todavía guiara los pasos. Uno se orienta por el sonido del agua, por el vuelo de las golondrinas, por la sombra de los árboles. Y se deja llevar.

Una de las señas de identidad del pueblo son sus fuentes, que aparecen en plazas, calles y rincones. Cada una está decorada con azulejos que muestran versos de Federico García Lorca, que pasó temporadas aquí con su familia, y de poetas locales que mantienen viva la tradición literaria. Estas fuentes no solo refrescan el cuerpo, sino también el espíritu, invitando a la contemplación y al recuerdo.

Hay dos rincones que visitamos siempre. El primero es el Barrio Hondillo, un laberinto de callejuelas que parecen suspendidas en el tiempo. Aquí las hornacinas con vírgenes decoran las fachadas, a veces con flores recientes. Los gatos pululan por los rincones, dormitan sobre las macetas, cruzan los escalones con ese aire indolente que tienen los gatos dueños de su mundo. El Hondillo es un barrio que se respira en voz baja, como si no quisiera ser despertado del todo.


El otro lugar es la Placetilla Colorá, con su fuente central. Es uno de esos sitios donde el tiempo parece detenerse, donde las tardes se enfrían despacio y se puede oír la conversación de los vecinos, la brisa, o simplemente el agua cayendo.

No falta tampoco una visita obligada a la tienda de Diana, un espacio donde el arte y la tradición se mezclan en cada objeto. Allí encontramos todo tipo de piezas artesanales, desde cerámicas hasta textiles, cada una cargada de historia y diseño, reflejo del alma alpujarreña. Entrar en su tienda es como abrir una caja de secretos, una celebración del oficio y la belleza hecha a mano.

Por la noche, el pueblo se anima con puestos ambulantes de artesanía, calzado, abanicos y otros objetos que parecen haberse detenido en el tiempo. Es un paseo que invita a detenerse, a mirar, a llevarse un recuerdo genuino. Además, la fruta y la verdura fresca son una constante en Lanjarón, tanto en sus excelentes fruterías como en pequeños puestos apostados a la entrada de algunas casas, donde se ofrecen productos locales de la mejor calidad, que llegan directos de los huertos cercanos.

No faltan tampoco nuestros ritos profanos: siempre hacemos acopio de cerveza artesanal de trigo en la Bodega González, dorada, fresca, ligeramente afrutada. Otras noches cenamos en El Arca de Noé, un restaurante donde los productos ibéricos de la sierra se sirven con generosidad: jamón cortado fino, lomo en orza, chorizo curado, queso fuerte. A veces pedimos el plato alpujarreño completo, ese mosaico de sabores con patatas a lo pobre, huevo frito, morcilla, pimientos y el imprescindible jamón.

Y hay un gesto final, que se ha vuelto casi ceremonial: cada noche, sin falta, tomamos una leche rizada en la heladería de Luisa. Ese postre helado, tradicional de Lanjarón, de textura granulada y sabor delicadamente especiado a canela y limón, marca el final de la jornada. Es refrescante, humilde y delicioso. Un sabor que ya asociamos directamente con el descanso, con el comienzo del verano, con el estar aquí.


Lanjarón es agua. No solo la que brota en sus fuentes, sino la que mana de su historia. Sus manantiales, como el de la Capuchina, tienen fama de medicinales desde hace siglos. El balneario, con sus galerías y baños termales, sigue activo y es una institución viva del pueblo. A él acudía cada año Vicenta Lorca Romero, madre de Federico García Lorca, y no lo hacía sola: toda la familia la acompañaba. Durante esas estancias, el joven Federico escribía, observaba, escuchaba. Parte de su obra poética brotó entre estas montañas. Se hospedaban en el Hotel España, un edificio con patio interior, geranios y azulejos, donde también nosotros nos hemos alojado un par de veces. A veces pienso que en esa misma mesa del comedor, o en ese mismo banco del patio, Federico soñó alguno de sus versos.

Pero no solo el Hotel España ha sido escenario de nuestra estancia. Varias veces hemos elegido el Hotel Alcadima, un bello bergel tradicional que se abre a un precioso jardín. Allí, en las noches de agosto, hemos observado las Perseidas, las mágicas estrellas fugaces de San Lorenzo, mientras el sonido del agua corriendo por sus fuentes acompaña el murmullo de las hojas. La piscina reconfortante, rodeada de plantas y flores, se convierte en un refugio donde el tiempo se diluye y los sentidos se aquietan.

Otro de nuestros lugares predilectos es el Parque del Salao. Amplio, fresco, lleno de árboles y sombras generosas, con caminos de tierra y bancos donde sentarse a leer, a charlar o simplemente a observar la vida pasar. Desde allí se puede subir al castillo de Lanjarón, una antigua fortaleza nazarí del siglo XIII, en ruinas pero majestuosa, situada en una peña que domina el barranco. Subir hasta lo alto es una forma de entender la geografía y la historia de este lugar. Desde la cima se ve el valle, las casas blancas, los huertos, y se escucha el rumor del agua que nunca cesa.

Así, año tras año, nuestras vacaciones no comienzan con la primera zambullida en el mar, ni con el olor a protector solar ni con la maleta abierta. Comienzan en Lanjarón. En sus calles irregulares, en sus gatos del Hondillo, en sus aguas limpias, en los sabores de la sierra. Empezamos allí a dejar atrás lo que no necesitamos, a escuchar con calma, a respirar distinto. Y cuando bajamos hacia el mar, a Mojácar o al Cabo de Gata, llevamos con nosotros esa paz que solo Lanjarón nos sabe dar.