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28.11.09

Y ahora, la muela del juicio

Después de una larga temporada en la que creí haber sellado una tregua silenciosa, la vieja enemiga ha vuelto. La muela del juicio, esa insurgente atrincherada en lo más profundo de mi mandíbula, ha retomado las armas sin previo aviso. Y esta vez no ha venido sola. No. Ha regresado con una furia renovada, con estrategias de guerrilla quirúrgicamente diseñadas, y con el claro objetivo de hacerme claudicar.

El ataque ha sido certero, repentino, sin que mediara provocación ni imprudencia por mi parte. Me ha pillado desprevenido, a bocajarro, sin tiempo siquiera para consultar la cartilla médica. En cuestión de horas, ha ocupado el flanco derecho de mi boca, alzando barricadas de inflamación y desplegando punzadas de dolor que se suceden como metralla.

Pero no me he rendido.

He respondido con todo el arsenal que el botiquín doméstico podía ofrecerme: batallones de Augmentine, fragatas de Neobrufén, artillería pesada en forma de Espidifen 600. He enviado comandos analgésicos a primera línea. El frente está caliente. Se libran escaramuzas entre enjuagues de agua con sal y emboscadas de antibiótico. Las noches son largas, las trincheras profundas, y la moral, oscilante.

Sé que la victoria será pírrica si no recurro a refuerzos profesionales. La diplomacia ya no es una opción. Necesito aliados odontológicos, estrategas expertos que sepan cómo hacer una extracción quirúrgica limpia, rápida y certera. No puedo permitirme otra emboscada a traición. La única solución es la erradicación definitiva del foco hostil.

En este mismo momento, mientras escribo estas líneas con el lado izquierdo de la cara a salvo y el derecho convertido en zona cero, espero la llegada de una nueva remesa de ibuprofeno como quien espera munición en mitad del asedio. Pero lo tengo claro: no me cogerán con vida. Si he de caer, lo haré combatiendo, con la jeringuilla anestésica en alto y la dignidad intacta.

La batalla continúa. Que Dios reparta paracetamol.


24.11.09

Little Susie

"Little Susie" no es solo una canción. Es también una historia triste, terrible y profundamente trágica. Muchos oyentes de Michael Jackson han sentido la desolación que transmite este tema incluido en su álbum HIStory: Past, Present and Future, Book I, pero pocos conocen que su origen se inspira, al menos en parte, en un caso real que estremeció a Estados Unidos en los años 70.

Los hechos se remontan a 1973, en el estado de Montana. La pequeña Susie Jaeger, de tan solo siete años, desapareció una noche de junio mientras dormía en una tienda de campaña junto a su familia, que se encontraba disfrutando de unas vacaciones de verano. Fue como si se la hubiera tragado la tierra. Nadie vio nada. Nadie escuchó nada. La cremallera de la tienda estaba abierta desde dentro. La angustia de la familia fue inmediata, pero las búsquedas intensivas por parte de la policía y del FBI no arrojaron resultados durante meses.

Un año después, en un giro inquietante y macabro, Marietta Jaeger, la madre de Susie, recibió una llamada anónima. Era el secuestrador. Durante la conversación telefónica, la madre, con una templanza sobrehumana, logró mantenerlo en línea el tiempo suficiente para que los agentes del FBI rastrearan la llamada. Fue una pista crucial.

El autor del crimen resultó ser David Meirhofer, un joven de 23 años, aparentemente normal, que terminó confesando no solo el secuestro, violación y asesinato de Susie pocas horas después de llevársela, sino también otros tres homicidios cometidos en el mismo condado. Tras su confesión, Meirhofer se suicidó en su celda apenas cinco horas más tarde.

La historia de Susie Jaeger dejó una profunda huella en la sociedad estadounidense. Y aunque Michael Jackson nunca llegó a confirmar que su canción "Little Susie" estuviera directamente inspirada en este caso concreto, las coincidencias son notables: la historia de una niña inocente, olvidada, cuyo final fue el silencio; una crítica al desinterés del mundo; un lamento musical por la pérdida de la inocencia.

“Little Susie” comienza con un arrullo triste, casi fúnebre, acompañado de una caja de música y un coro infantil, y sigue con una estructura narrativa casi teatral, en la que se describe a una niña que muere sola, sin que nadie note su ausencia… hasta que ya es demasiado tarde.

La canción se convierte así en un homenaje, no solo a Susie, sino a todas las víctimas invisibles que caen en un mundo que a veces parece mirar hacia otro lado. Una elegía en forma de música.


La madre de Susie Jaeger, desde aquel trágico día en que perdió a su hija, se ha convertido en una luchadora incansable. Pero no por venganza, sino por justicia. Desde entonces ha dedicado su vida a una causa que para muchos podría parecer contradictoria: la abolición de la pena de muerte. A través de conferencias, artículos y entrevistas, ha defendido con valentía que el asesinato legalizado por el Estado no es la solución, ni siquiera en los casos más atroces.

Utiliza su propia experiencia como madre de una víctima para sustentar su convicción. Ella, que podría haber sido la primera en exigir sangre por sangre, eligió un camino más difícil pero más humano. “Los seres queridos que nos han sido arrebatados merecen más que estos asesinos sean sancionados por el Estado”, ha dicho en más de una ocasión. “Crear más víctimas y sufrimiento en las familias no soluciona nada. Nos rebajamos al nivel de lo que tanto deploramos”. Una entereza admirable, un ejemplo de dignidad que muchos no alcanzan siquiera a comprender.

La historia de Susie Jaeger siempre conmovió profundamente a Michael Jackson. Cuando ocurrieron los hechos, él era apenas un niño, pero ya entonces mostraba una sensibilidad especial hacia el sufrimiento ajeno, sobre todo el de los más vulnerables. Décadas más tarde, en 1995, aquella herida silenciosa inspiraría una de sus composiciones más sombrías y emotivas: “Little Susie”.

No es, ni de lejos, uno de los temas más conocidos de Michael. No sonó en las radios, no tuvo videoclip oficial, no fue número uno en las listas. Pero quienes lo han escuchado con atención —especialmente conociendo la historia que late detrás de cada nota— saben que es una de sus piezas más desgarradoras. Desde el arrullo inicial con una caja de música, pasando por un coro etéreo y una melodía que se clava como una plegaria triste, “Little Susie” es un réquiem en forma de canción.

Fue incluida en HIStory: Past, Present and Future, Book I, un álbum en el que Jackson mezclaba grandes éxitos con composiciones nuevas cargadas de crítica social, introspección y dolor. “Little Susie” es, sin duda, una de las más personales. La letra habla de una niña olvidada por todos, cuya muerte sólo es descubierta cuando ya es tarde. Una crítica al abandono, a la desidia, a un mundo donde la inocencia no siempre es protegida.

Aunque no cuenta con un videoclip oficial, dejo a continuación un montaje realizado por un fan que ha sabido captar el espíritu de la canción de manera excepcional. Una muestra más de cómo el arte puede mantener viva la memoria, incluso la de aquellos cuyas voces fueron silenciadas demasiado pronto.


16.11.09

Con la gripe hemos topado

Indiferentemente de que sea la A, la B, la C o la W, da lo mismo: cuando la gripe te atrapa, te deja el cuerpo hecho unos zorros. Da igual que te hayas vacunado, que le pongas una vela a la patrona de los imposibles, que salgas a la calle abrigado hasta los ojos como un explorador polar, que te atiborres de vitamina C como si no hubiera un mañana, o que lleves la mascarilla puesta como si fueras el mismísimo rey del pop en sus años dorados. Si la gripe decide que tú eres su objetivo... estás perdido.

Y así he pasado yo el fin de semana: postrado en la cama como un personaje secundario de novela rusa, entre delirios febriles donde los olivos hablaban idiomas raros y el edredón se convertía por momentos en una montaña nevada del Cáucaso. Para colmo, me he perdido un par de eventos a los que me habría gustado asistir. Pero nada, lo primero es la salud —eso dicen, aunque lo digan más los que gozan de ella—.

Espero, sinceramente, que esta haya sido la primera y última gripe de la temporada. Uno ya no está en edad de andar jugueteando con virus traicioneros y achaques de medio pelo. El cuerpo protesta y cada vez más alto.

Y como no quiero dejaros con la clásica imagen del enfermo en cama con termómetro y cara de acelga, aquí os dejo una estampa bien distinta: un atardecer que capturé hace un par de semanas en la comarca del Tiétar, muy cerca de la Vera (Cáceres). Porque a pesar de las gripes y los virus, la belleza sigue ahí fuera... esperando a que salgamos a buscarla. Con pañuelo, sí, pero con ganas.

4.11.09

La memoria colectiva

Muchas veces recurrimos a eso que llamamos memoria colectiva, ese baúl común donde guardamos pasajes de la historia que, en mayor o menor medida, todos recordamos desde un lado u otro de los acontecimientos. En ese baúl hay espacio para gestas, tragedias, canciones de verano, anuncios míticos... y también para las películas de José Luis López Vázquez.

Sus personajes forman parte de esa memoria compartida: de las sobremesas en familia, de las paredes empapeladas, de las televisiones en blanco y negro, del sonido de una cuchara removiendo el café mientras en la pantalla se desenvolvía uno de esos tipos grises, neuróticos, entrañables o desesperados que sólo él sabía interpretar.

Fue capaz de hacer reír y hacer pensar. De pasar de la comedia al drama con la naturalidad de quien domina todos los tonos. A veces con una simple mirada, otras con un tartamudeo, con un gesto apenas perceptible. Su talento era tan grande que se nos hizo cotidiano.

José Luis López Vázquez falleció en Madrid a los 87 años, el pasado día 2. La noticia no sorprendió, pero dolió. Como duele perder a alguien que uno siente parte de su casa, de su infancia o de sus tardes más despreocupadas.

La memoria colectiva, esa que de tanto en tanto desempolvamos con una sonrisa o una punzada en el pecho, le echará de menos. Y nosotros también.


20.10.09

El O.V.N.I de Juan josé


Hace unos días, viendo un episodio del programa Callejeros en la cadena Cuatro, me volví a topar con uno de esos temas que, a pesar del tiempo, siguen despertando en mí una mezcla de curiosidad, escepticismo y una punzada de fascinación infantil: los OVNIs. El formato, tan popular hoy en día, consiste en ir con una cámara en ristre preguntando a la gente de la calle sobre cuestiones diversas, generalmente temas que afectan a los barrios obreros, las ciudades dormitorio, o lugares donde la vida cotidiana parece estar más pegada al suelo que al cielo. Aunque, en este caso, el cielo —o lo que podría haber más allá de él— era precisamente el protagonista.

La temática del programa era esa: los objetos voladores no identificados. Esos “cacharrejos”, como los llamaba mi abuelo, que supuestamente vienen de otros mundos o galaxias, con formas extrañas, luces intermitentes, colores imposibles y movimientos que desafían las leyes de la física. A pesar de todas las variantes modernas, el clásico platillo volante sigue siendo el icono dominante en los testimonios que, curiosamente, se siguen acumulando en todos los rincones del mundo.

Los testimonios recogidos en el programa eran de lo más pintoresco: desde personas visiblemente desequilibradas —hoy amablemente rebautizadas como frikis— hasta otros que contaban, con una seriedad conmovedora, lo que habían visto una noche cualquiera, buscando sin éxito una explicación lógica que nunca llegó. Y no voy a negarlo: el tema de los OVNIs siempre me ha apasionado. Mis primeras lecturas “serias” fueron libros de J. J. Benítez, que todavía ocupan un rincón entrañable en mi modesta biblioteca. Aquellos tomos, llenos de crónicas de encuentros, aterrizajes, luces imposibles y seres humanoides de mirada triste, alimentaron durante años mi afán por mirar al cielo durante las noches de verano. Pero la verdad es que jamás vi nada que no tuviera una explicación racional. Y así, poco a poco, mi fe en esos aparatos extraños fue perdiendo fuerza, aunque todavía —cuando conduzco de noche por una carretera secundaria— me descubro deseando que algo irrumpa en el horizonte y me saque de la rutina de lo tangible.

Sin embargo, hay dos historias que escuché con mis propios oídos, contadas por los protagonistas, que siguen dándome qué pensar. Dos testimonios reales, sin artificios ni ansias de protagonismo, que ni siquiera los propios implicados han logrado explicar años después. Uno de ellos, lamentablemente, ya no está entre nosotros. Pero el otro sí, y es precisamente el que quiero contar hoy.

Corría el año 1992, yo tenía 19 años y trabajaba por primera vez de manera remunerada como dependiente en una zapatería. Entre mis compañeros de entonces estaba Juan José, un hombre que rondaría los cuarenta y que destacaba por su carácter reservado, casi tímido, aunque con un poso de sabiduría serena. No recuerdo bien cómo surgió el tema —tal vez fue una conversación trivial sobre el espacio o alguna noticia absurda en la radio—, pero alguien comentó:
—¿No te ha contado Juanjo su experiencia con los OVNIs?
Yo, naturalmente, negué con la cabeza y me giré hacia él con curiosidad. Él, visiblemente molesto, le reprochó al compañero haber sacado el tema.
—Eso no se cuenta así como así —dijo con seriedad—. Ya bastante cachondeo tuve...
Le insistí, dejando claro que no buscaba reírme ni burlarme. Que de verdad me interesaba. Finalmente, tras un largo silencio y una mirada que parecía medir si era digno de escuchar lo que iba a narrar, aceptó compartir lo ocurrido.

Todo sucedió una noche cualquiera, a finales de los años ochenta, en la carretera secundaria que une Mirandilla con Mérida. Volvían él y su mujer del pueblo de ésta, tras una cena familiar. La luna estaba alta, redonda como un ojo vigilante, y la noche despejada permitía distinguir con nitidez los campos que flanqueaban la estrecha carretera comarcal. Conducía su mujer, pues él nunca había sacado el carné.

Apenas llevaban un par de kilómetros recorridos cuando, al tomar una curva suave, divisaron a lo lejos un bulto oscuro en mitad del asfalto. Al principio pensaron que era un camión parado sin luces. Pero a medida que se acercaban, Juan José sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca. Aquello no era un camión. Ni un tractor. Ni ninguna maquinaria agrícola. Era una esfera, enorme, que ocupaba todo el ancho de la carretera. Un artefacto de unos cinco metros de altura, sin ventanas, sin marcas, sin aberturas visibles. Su superficie era de un color naranja intenso, como el de una bombona de butano, pero con un brillo leve, casi hipnótico. Y lo más inquietante: flotaba a un metro del suelo, completamente inmóvil.

Ateridos, detuvieron el coche a unos 25 metros del objeto. En ese instante, sin emitir sonido alguno, la esfera se deslizó lateralmente hacia un lado de la carretera, con una suavidad antinatural y una rapidez que no parecía de este mundo. Se quedó allí, a unos 30 metros del arcén, como si esperara... o como si observara.

El miedo se apoderó de ellos. No había cobertura (los móviles aún eran cosa de películas), ni tráfico, ni casas cercanas. Nada. Solo ellos, la noche, y aquello. Cuando lograron calmarse mínimamente, decidieron avanzar, con la esperanza de alcanzar la carretera nacional, donde quizá habría más tránsito y algo de seguridad.

Pero cuando el coche pasó junto al artefacto, este comenzó a moverse a su lado, manteniendo una distancia fija y replicando exactamente su velocidad. Si ellos aceleraban, él también. Si frenaban, lo hacía. Incluso una parada que hicieron, en medio del pánico, fue imitada por el objeto. El trayecto duró cinco o seis minutos eternos. Juan José lo describió como una de las experiencias más aterradoras y extrañas de su vida.

Finalmente, cuando vislumbraron las luces del cruce con la antigua carretera nacional, el objeto —como si supiera que su tiempo había terminado— se elevó lentamente, hizo un giro en el aire y salió disparado hacia el cielo en línea recta, a una velocidad que desafiaba toda lógica. En cuestión de segundos, desapareció.

Siguieron el resto del camino en completo silencio. Cuando llegaron a Mérida, se miraron y supieron que lo que habían vivido no era fruto de la imaginación ni de una alucinación compartida. Lo habían visto. Lo habían sentido.

¿Explicación? Nadie la tiene. ¿Un prototipo militar? ¿Un fenómeno atmosférico? ¿Una aparición colectiva? O quizá, solo quizá, algo más allá de lo que alcanzamos a entender.

Han pasado más de veinte años desde que Juan José me relató esa historia. A día de hoy, no creo que haya cambiado una sola coma de su versión. Y eso, al menos para mí, tiene más valor que cualquier informe oficial.

No sé si los OVNIs existen o no. Pero sí sé que hay misterios que resisten el paso del tiempo, y testimonios que, aun sin pruebas tangibles, dejan una huella indeleble. Y también sé que no todas las respuestas están en los libros. Algunas, simplemente, siguen flotando ahí fuera, como aquella esfera naranja, silenciosa, observando, esperando quizá volver.

15.10.09

El progreso humano


El progreso humano, a lo largo de los siglos, ha costado infinidad de víctimas y nada dice que en el presente podamos dar por clausurada esa época. Todavía vivimos en un sistema absurdo donde la relativa felicidad y libertad de unos se cimienta en el infortunio y la opresión de otros. Por desgracia, mucha gente considera esta situación como algo natural destinado a durar eternamente; incluso como algo justo. Para eso existen ideologías que proclaman la superioridad de unas razas sobre otras, de unos seres sobre los demás y hasta como último recurso, de una vida ultraterrena, donde todos seremos iguales y felices.

Santiago Carrillo (Memorias) 2006. Editorial Planeta. Edición revisada y aumentada.

8.10.09

Mi conversación privada con Dios en horas de siesta.

Un día cualquiera después de comer.
Hora: 16:30, más o menos.

Suena el teléfono.
Gli-gli-gli, gli-gli-gli.
(Los teléfonos ya ni siquiera hacen riing-riing, como antes).

—¿Sí, dígame?

—Hola, buenas tardes, ¿podría hablar con el señor don Alberto López?

—Bueno, muchas gracias por lo de señor y don, pero no me interesa ninguna oferta de telefonía, ni de internet, ni del club Chatrefour, ni la tarjeta de compra de El Corte Thailandés. Además, me acaba usted de fastidiar mi siestecita en el sofá mientras veo, entre tinieblas, Sé lo que hicisteis...

—Perdone, pero no le llamaba por nada de eso.

—¿Ah no? ¿Y con quién tengo el gusto de hablar?

—Pues verá... soy Dios.

—¿Perdón? ¿Cómo dice?

—Que soy Dios.

—¿Dios... Juan de Dios?

—No, no. Dios, Dios. A secas.

—¿Está de cachondeo? Mire que hoy no tengo el día para cantar bajo la lluvia como Gene Kelly.

—No bromeo. Soy Dios. El único y verdadero.

—¿Dios, Dios? ¿El de “me cago en…”?

—Ese mismo, por desgracia.

—¡Coño! Pues me pilla usted medio adormilado.

—Ya, ya te veo. Perdón por interrumpirte la siesta.

—¿Cómo que me ve?

—Soy Dios. Lo veo todo.

—¡Ostras, y yo en gallumbos!

—Tranquilo. Créeme, he visto cosas peores.

—Hombre, yo en gallumbos gano mucho, pero no sé si es el atuendo más adecuado para hablar con... ¿cómo le trato? ¿Su Santidad? ¿Su Altura? ¿Majestad?

—Llámame como quieras, hijo mío. Michael Landon me llamaba el Jefe en Autopista hacia el cielo.

—Pues nada, le hablo de usted, que me sale más natural. Pero dígame... ¿cómo es que llama por teléfono y no se aparece en forma de lengua de fuego o zarza ardiente o algo más bíblico?

—Marketing celestial. Si me aparezco en plan antiguo, la gente cree que es una cámara oculta o un especial de Iker Jiménez. Esto es serio, así que optamos por lo moderno: llamada telefónica post-sobremesa. Pillas a mucha gente en casa.

—¿Y no han probado con e-mails o SMS?

—Sí, pero la gente cree que es spam celestial. Ni lo abren. San Pablo propuso hacer una web con milagros en directo y subir vídeos a YouTube, pero no nos toman en serio. Mucho influencer y poca fe.

—Normal. El personal está muy quemado. La fe se desmorona. Falsedad, hipocresía, puñaladas traperas, decepciones... dan ganas de exiliarse a otro planeta.

—Por eso te llamo. Para hablar de fe. De tu fe, más bien de tu falta de fe.

—Hombre, no lo tome como algo personal. Es que el mundo no ayuda. Mire cómo están las cosas. Como dice Ismael Serrano, las hostias siempre caen sobre los que hablan de más. Y ahora con la dichosa “crisis”, todo afecta a los de abajo, mientras el de arriba se compra otro yate.

—Ya lo sé. Llevo observándote… unos 36 años.

—¡Joder, un rato dice!

—Para mí, eso no es nada. Soy intemporal.

—Cierto, cierto. Olvidaba ese detalle.

—Y he visto tu evolución... o más bien, tu involución religiosa. Has perdido la fe. Ya no crees ni en la suerte.

—Es que este mundo está mal repartido. Y cuando uno ve que los mismos se lo llevan calentito y los de siempre siguen en la cuneta... pues la fe se evapora. Hay demasiado predicador de escaparate, demasiada moralina en oferta y muy poco gesto real.

—Pasa de ellos. Son los de siempre: tiran la piedra y esconden la mano.

—Sí, pero cuando me tocan lo personal, salto.

—Eso lo sé. Pero no justifica que, en momentos de ofuscación, menciones a miembros del Santoral como si fueran compañeros de oficina.

—¿También me ve en el curro?

—Estoy en todas partes, ya te lo dije.

—Pues ya podría echarme una mano alguna mañana. Que voy hasta las cejas.

—No puedo hacer eso. Si te ayudo a ti, tendría que ayudar a todos. Sería un caos. Además, sin fe, poco puedo hacer.

—¡Ah, claro! Sin fe no actúa. Pero... ¿y si se manifestase un poco más? Algo tangible. Por ejemplo, si me tocase la Primitiva este jueves, le juro por su barba que me reconvierto. Incluso hago una donación a la Iglesia.

—No funciona así. No se compra la fe con euros.

—Bueno, si no es por no donar. Pero uno ya no se fía ni de las ONG. Que si UNICEJA, que si Matasanos sin Fronteras, que si Cruz Colarada... de cuatro partes, trincan tres y mandan una. Y gracias.

—Alguna hay, pero no todas. En fin... veo que no estás receptivo. Tendré que enviarte una señal divina.

—Pues si puede ser que el Athletic gane la Liga, eso sí que sería un milagro en condiciones.

—Tú piensa en lo de la fe. Ya hablaremos.

—Fíjese si tengo poca fe que hasta dudo que sea usted. Podría ser un Dios falso. De esos que se descargan por eMule.

—No digas chorradas.

—Perdone, es la costumbre. Bueno, vaya con usted mismo. Y piénsese lo de la Primitiva, que eso sí que me devolvería la fe.

—Jesús, Jesús…

—Dale recuerdos de mi parte. A él y al Rey del Pop.


📷 Fotografía: Atardecer en La Antilla (Huelva). Septiembre de 2008.


2.10.09

Un verano más o un verano menos.


Según se mire, porque los veranos, especialmente en determinadas épocas de nuestras vidas, dejan huella. No siempre son espectaculares, ni perfectos, ni de postal. Pero sí dejan algo. Un eco. Una vibración. Una marca invisible que solo el tiempo es capaz de revelar con claridad.

A veces lo hacen en forma de recuerdo luminoso, de carcajada compartida, de mirada en silencio o de una canción que sonaba en la radio del coche mientras atravesábamos una carretera secundaria sin rumbo fijo. Otras, simplemente vuelven cuando "aprieta el frío, cuando nada es mío, cuando el mundo es sórdido y ajeno", como escribió Sabina desde alguna de sus madrugadas rotas. Y entonces regresan. No solo los recuerdos del último verano, no solo los de este que acabó hace poco , el del 2009, sino también otros veranos, ya lejanos, ya levemente difuminados por el tiempo, que se superponen unos sobre otros como diapositivas antiguas en una vieja caja de zapatos.

No sabría decir si aquellos veranos fueron mejores o peores. Quizás eran más inocentes, o simplemente nosotros lo éramos. Pero lo cierto es que tenemos impresas en la memoria imágenes desgastadas como fotografías reveladas con prisas: un poco ajadas, algo arrugadas por los años, emborronadas por la vida y por la forma en que a veces, sin darnos cuenta, vamos deformando el pasado para hacerlo más habitable.

Seguramente habrá más veranos. Quizá más cálidos, más largos, más intensos. Pero nunca, nunca jamás, habrá uno igual a otro. Porque cada verano es único. Y cada uno se lleva algo de nosotros, como un ladrón que entra de puntillas y se lleva el sol por la ventana.

Así que, a modo de resumen sentimental, dejo aquí algunas postales desordenadas, retazos en forma de escena, capturados entre finales de junio y los últimos suspiros de septiembre de este verano de 2009, justo ahora que "el otoño llegó con su alfombra marrón tendida en las aceras", cubriendo los restos de lo vivido con esa melancolía tan suya, tan nuestra.

— Un viaje improvisado en coche con los cristales bajados, el salitre en la piel y el estribillo de una canción que ya no recuerdo, pero que en ese momento parecía contener todo lo que éramos.
— Las siestas en sombra compartida, el zumbido de los ventiladores y las conversaciones a media voz que parecen eternas, como si el calor también dilatara el tiempo.
— Una cena en la terraza de siempre, con vino barato, risas torpes, mosquitos traicioneros y promesas que no sabíamos que no íbamos a cumplir.
— El olor a aftersun, a cloro, a arena, a camiseta recién planchada para salir.
— Un mensaje que llegó tarde.
— Un reencuentro inesperado que no cambió nada, aunque por un momento fingimos que sí.
— Un cielo lleno de estrellas en un pueblo sin cobertura.
— Un domingo con resaca y tortilla fría, con los pies en alto y el alma a media asta.
— Un último baño. Siempre hay un último baño. A veces uno no lo sabe hasta después.

Y así, entre fuegos artificiales lejanos, canciones que se nos quedaron pegadas al cuerpo y un puñado de imágenes que ya empiezan a virar hacia el sepia, se nos fue este verano. El del 2009. Ni mejor ni peor. Simplemente único. Como todos.

25.9.09

Patrick Swayze

Es cierto. Es posible que no fuera el mejor actor del mundo, ni que sus películas hayan entrado en los anales de la historia del cine como obras maestras incuestionables. Pero también es cierto —y no menos importante— que quien más, quien menos, ha visto alguna vez Dirty Dancing, Ghost o Rebeldes. Y aún más: que al verlas, muchos sentimos algo. Quizá ternura, nostalgia, romanticismo o simplemente el placer de una historia bien contada.

Patrick Swayze no fue Laurence Olivier ni Robert De Niro, ni falta que le hizo. Supo construir su lugar en la memoria colectiva no desde la perfección, sino desde la autenticidad. Porque hay intérpretes que, sin haber alcanzado el Olimpo de los premios o la crítica, se cuelan con naturalidad en nuestras emociones, y se quedan ahí. No sólo por lo que hicieron, sino por cómo lo hicieron. Y Swayze lo hizo con una mezcla de carisma, talento y entrega que lo convirtió en un icono.

Su carrera, más variada de lo que a menudo se recuerda, incluyó momentos brillantes en cine (A Wong Foo: ¡Gracias por todo, Julie Newmar!), en televisión (la inolvidable Norte y Sur, donde interpretó al confederado Orry Main) y en musicales como Grease, en sus inicios, donde dejó clara su habilidad para el baile mucho antes de que Baby se negara a quedarse en una esquina.

Desde que le fue diagnosticado un cáncer de páncreas, siguió trabajando. Lo hizo con una dignidad poco habitual en el despiadado universo del show business. En esta última etapa, mientras la prensa amarilla se cebaba con él —como acostumbra a hacer con quienes sufren—, Patrick salió al paso de los rumores más crueles. Incluso cuando una falsa noticia de su muerte corrió como la pólvora por los medios, tuvo el coraje de posar junto a su esposa en una fotografía tomada en su rancho. Una imagen serena, llena de verdad, donde mostraba que seguía vivo y que seguiría luchando hasta el final.

Creo que ya lo he dicho alguna vez en este espacio, pero no me resisto a repetirlo: el breve vídeo que cada año emite la Academia durante la ceremonia de los Oscar, aquel que rinde homenaje a quienes se han ido, se vuelve con el tiempo cada vez más familiar. Cada vez más cercano. Porque cada vez son más los que, de algún modo, formaron parte de nuestras vidas. Patrick Swayze falleció el pasado 14 de septiembre en Los Ángeles. En la misma ciudad en la que, apenas unos meses antes, el 25 de junio, nos dejó otra leyenda: la estrella de la canción más grande de todos los tiempos.

Hasta siempre, Orry Main.
Hasta siempre, Patrick.


 
Videoclip del tema "She´s like the wind" que el mismo interpretó y compuso incluido en la banda sonora de "Dirty Dancing" (1987), que tuvo un enorme éxito llegando al número 1 en varios paises.

24.9.09

Going back

Efectivamente, de regreso a casa… aunque ya en la recta final de la última semana de vacaciones. Esa semana fugaz, casi esquiva, que se desliza entre los dedos como arena, veloz como una estrella fugaz. Y es justo ahora cuando, como tantos otros, uno se entrega sin querer a un pequeño flashback, una retrospectiva emocional de los días de descanso vividos, como si estuviéramos ya a punto de firmar el certificado de defunción de un verano que empieza a desvanecerse. Un verano que, sin embargo, en ocasiones aún se resiste a marcharse, tanto en lo climático como en lo mental.

Yo, como mucha gente más, tengo la sensación de que el año no comienza realmente en enero, sino al término de ese paréntesis llamado vacaciones. Un nuevo ciclo que arranca para unos en julio, para muchos en agosto, y para los más rezagados, en septiembre. Una especie de enero sin uvas ni brindis, pero con idéntico deseo de empezar algo con el pie derecho.

Proponerse que el año será bueno es casi un acto de fe. A veces no depende únicamente de nuestra voluntad, sino también de las circunstancias que se alineen —o no— a nuestro favor. Por eso, en lugar de escribir listas de propósitos inasumibles, opto por andar con paso breve, pero firme. Sin prisa, pero sin pausa. Dejar que la vida venga, que me encuentre en la ribera, mirando el horizonte con más claros que nubarrones. Y si vienen nubes, que no sean negras y cerradas, sino grises pasajeras, capaces de descargar una lluvia suave, una de esas que refrescan y no arrasan. Y si la tormenta es inevitable, que al menos sirva para limpiar lo estancado y hacer reverdecer lo que aún late.

Aquí me quedo. En Cambiarán los vientos, ese pequeño refugio desde el que desordenar pensamientos, inquietudes, enfados, comeduras de coco, nostalgias y recuerdos. También músicas, lecturas, imágenes y alguno de esos eventos consuetudinarios que ocurren en las calles, en las tuyas y en las mías, en las de aquí y en las de allá. En las de todos.

Ah, y por supuesto… cine. Siempre cine.

Fotografía: Atardecer en El Portil (Huelva). Julio de 2009.


31.8.09

Continuará...

En un arrebato de originalidad, pensé en colgar el típico cartelito de “Cerrado por vacaciones”, pero está más visto que el Telediario de las 15:00. Así que, en un nuevo y audaz alarde de ingenio —y también influido, no lo niego, por mi incorregible afición a las secuelas cinematográficas eternas e imperecederas (esa saga de la vida llamada agosto)— repito por tercer año consecutivo, y sencillamente porque me da la gana, el socorrido pero esperanzador “Continuará…” (siempre y cuando las circunstancias se muestren benévolas, claro está).

No es que pretenda resultar reiterativo ni caer en la autocompasión bloguera, pero cada vez ronda con mayor frecuencia en mi cabeza la tentación de bajar definitivamente la persiana de este blog, echarle un candado con cierre de los de antaño —de los que chirrían— y arrojar la llave a un riachuelo perdido y remoto donde sólo yo sepa buscarla, si es que alguna vez decido volver.

Ahora bien, que nadie se alarme: si Cambiarán los vientos llegara a su final, eso no significaría mi despedida definitiva de la blogosfera. Qué va. Quizá abriría otro blog, tal vez uno consagrado exclusivamente al cine —como buen mitómano que soy—, o sobre la liga de fútbol en Birmania, o de corte y confección postapocalíptico, o incluso sobre la apasionante cría del berberecho en aguas dulces de Andalucía. O puede que no abra nada, y me limite a merodear sigilosamente por vuestros blogs como un Big Brother sin cámaras pero con vocación orwelliana, vigilante, silente, omnipresente.

Pero no adelantemos acontecimientos. Ha llegado el momento del descanso, del paréntesis necesario, de la evasión sin mapas. De esos días donde los relojes se desactivan y los calendarios pierden su tiranía. Tiempo de lecturas infinitas y noches que huelen a jazmín y a tinta vieja. De volver a Luis Rosales, de por fin encarar ese libro que se resiste como un toro bravo en la plaza de nuestra pereza. De recordar, como decía el poeta, que hoy es siempre todavía. De comprender —a golpe de ola, de brisa, de silencio— que nada nos pertenece. Que ni esto, ni tú, ni yo somos de nadie. Que el tiempo tiene sus propias leyes: feroces, mudas, implacables. Que hoy estamos y somos, y que mañana… ¿quién se acordará de nosotros?

A todos los que ya habéis regresado: os deseo un feliz comienzo de temporada. A quienes, como yo, estamos a punto de partir: que sepáis exprimir hasta el último segundo con la entrega de quien sabe que no hay prórroga. Y a los que, por distintas razones, no habéis podido descansar este año, todo lo mejor que pueda traeros septiembre y los que vendrán después.

Hasta entonces, amigos.
Nos vemos a la vuelta.

27.8.09

Ágora de Alejandro Amenábar.Trailer final en español.

Creo que fue en el mes de marzo cuando publiqué el primer tráiler de la nueva película de Alejandro Amenábar, Ágora. Ahora, a poco más de un mes para su estreno previsto en octubre, tenemos entre manos un teaser-tráiler un poco más completo que el primero, que nos permite asomarnos con mayor detalle a esta ambiciosa producción.

La cinta, como ya adelanté en su momento, está ambientada en el Egipto del siglo IV, y narra la historia de la brillante astrónoma Hipatia, interpretada por Rachel Weisz. Hipatia lucha por salvar la sabiduría del mundo antiguo en un tiempo convulso, mientras que su joven esclavo, Davo —personaje interpretado por Max Minghella—, se debate entre el amor secreto que le profesa y la posibilidad de alcanzar la libertad uniéndose al imparable ascenso de los cristianos.

Como suele ocurrir con películas de este calibre, en cuanto a producción y potencial promocional, los avances que se van publicando nos dejan con las miel en los labios, esperando ansiosos el estreno. Y más cuando hablamos de Amenábar, un director que rara vez deja indiferente a su público.

Esperemos que Ágora cumpla con las expectativas y nos ofrezca una historia apasionante, en un marco histórico fascinante y con interpretaciones que la conviertan en un referente del cine histórico contemporáneo.

25.8.09

Luis Rosales y Jerez de los Caballeros


Hace unos días, mencionaba la figura de Luis Rosales, ese excelente poeta granadino que, además, fue amigo personal de Federico García Lorca. La amistad que les unía era profunda y sincera; tal es así que fue en la casa de la familia Rosales donde Federico se ocultó durante aquellos días aciagos, tratando de eludir un destino que, lamentablemente, nadie pudo evitar: su detención y posterior asesinato.

Hace poco, en Semana Santa, mientras paseaba por Jerez de los Caballeros, me encontré con una inscripción en azulejos decorando la fachada de una casa. Era un breve poema de Luis Rosales, que no puedo evitar pensar que debe ser motivo de orgullo para todos los habitantes de esta bella localidad de la provincia de Badajoz.

Ignoro la vinculación exacta que tuvo Luis Rosales con Jerez de los Caballeros, pero ese pequeño homenaje poético evoca la universalidad de su obra, que trasciende lugares y épocas, y se arraiga con fuerza en los corazones de quienes lo leen. Me pareció un instante detenido en el tiempo, un susurro del pasado que aún resuena en las calles de esta ciudad.

Esos momentos en que la poesía se encuentra con el recuerdo, y el recuerdo con la historia, nos invitan a reflexionar sobre la fragilidad de la vida y la importancia de preservar la memoria de quienes nos legaron tanto con sus palabras y sus silencios.