
"Un pesimista es un imbécil antipático y un optimista, un imbécil simpático,porque ninguno de los dos sabe lo que va a pasar".
Bertrand Russell (1872-1970) Filósofo y escritor
Sí, soy de los que se alegran —y mucho— del endurecimiento de la ley antitabaco. No porque quiera convertir a los fumadores en apestados sociales, ni porque los considere víctimas de su propia adicción, ni mucho menos por marginarlos. Esto no va de eso. Esto va de respeto.
Cada uno con su cuerpo puede hacer lo que le venga en gana. Faltaría más. Estamos en un país libre, y eso incluye el derecho a fumar. Pero la libertad, como todo en la vida, termina donde empieza la de los demás. Y ahí está el quid de la cuestión.
El problema no es que alguien fume, sino que lo haga invadiendo espacios comunes. Porque, seamos claros: el humo no se queda flotando sobre la cabeza del fumador como una nube privada. El humo se expande, se mete en los pulmones ajenos, en la ropa de los niños, en el aliento de quien no ha fumado nunca pero comparte mesa, bar o vagón con alguien que sí lo hace.
Y lo peor es que, durante años, la falta de respeto ha sido sistemática. ¿Cuántas veces hemos tenido que aguantar que alguien encendiera un cigarro en la sobremesa de un restaurante, en el interior de un bar cerrado, en la sala de espera de una estación, sin ni siquiera preguntar si molestaba? Lo normalizó la costumbre, pero no por ello era aceptable.
Por eso me parece de justicia que se prohíba fumar en cualquier establecimiento cerrado de uso público. Porque no se trata de castigar a nadie, sino de protegernos todos. No hay ninguna razón lógica por la que un no fumador tenga que salir de un local con la garganta irritada y la ropa apestando a tabaco.
A menudo escuchamos a los defensores del tabaco tirar de comparaciones: “el alcohol mata más”, “la comida basura también es perjudicial”, “hay contaminación en las ciudades”. Y sí, todo eso es cierto. Pero lo que no parece que entiendan es que ni el vino ni los Big Mac me afectan directamente cuando el de al lado se los mete entre pecho y espalda. Su elección no me envenena a mí. El humo, sí.
Nadie ha prohibido fumar. Simplemente se ha delimitado dónde. Lo pueden seguir haciendo en la calle, en sus casas, en espacios abiertos, en lugares donde no afecten la salud de terceros. Así de sencillo. Así de justo.
Y sí, ojalá la ley se aplique con firmeza, con sanciones reales. Porque el civismo no puede depender siempre de la buena voluntad individual. A veces, hace falta una norma que recuerde lo que debería ser obvio: que la libertad no significa que los demás tengan que respirar tus adicciones.
Hace unas semanas, cámara en mano, me acerqué a la zona conocida como “Los Canchales”, muy cerca de la localidad de La Garrovilla (Badajoz), con la intención de presenciar uno de esos espectáculos naturales que te reconcilian con el mundo: la llegada de las grullas. Miles de ellas, agrupadas en los llanos, ofrecían una estampa que difícilmente se olvida. Sin embargo, por lo esquivas que son y la considerable distancia a la que se encontraban, fue imposible captarlas con una calidad fotográfica decente. Otra vez será.
Pero la naturaleza es sabia, y a veces te regala otras maravillas sin haberlas pedido. En este caso, el atardecer se convirtió en el protagonista inesperado. El juego de luces, la textura de las nubes y la tímida caricia del sol en retirada crearon un escenario perfecto para dejarse llevar y apretar el disparador.
De todas las instantáneas que tomé aquella tarde, hay una en especial que me tiene enamorado: la primera. No tiene filtros, ni retoques, ni ediciones mágicas. Solo la luz tal cual fue, dibujando una sinfonía de colores que parecía sacada de un cuadro impresionista. A veces no hace falta más que mirar y dejarse sorprender.
Aquí os dejo algunas de esas imágenes. Si queréis verlas con mayor detalle, clicad sobre ellas. Espero que os transmitan, aunque sea un poquito, la misma calma y asombro que sentí yo aquel día entre grullas lejanas y cielos que hablaban por sí solos.
Después de una larga temporada en la que creí haber sellado una tregua silenciosa, la vieja enemiga ha vuelto. La muela del juicio, esa insurgente atrincherada en lo más profundo de mi mandíbula, ha retomado las armas sin previo aviso. Y esta vez no ha venido sola. No. Ha regresado con una furia renovada, con estrategias de guerrilla quirúrgicamente diseñadas, y con el claro objetivo de hacerme claudicar.
El ataque ha sido certero, repentino, sin que mediara provocación ni imprudencia por mi parte. Me ha pillado desprevenido, a bocajarro, sin tiempo siquiera para consultar la cartilla médica. En cuestión de horas, ha ocupado el flanco derecho de mi boca, alzando barricadas de inflamación y desplegando punzadas de dolor que se suceden como metralla.
Pero no me he rendido.
He respondido con todo el arsenal que el botiquín doméstico podía ofrecerme: batallones de Augmentine, fragatas de Neobrufén, artillería pesada en forma de Espidifen 600. He enviado comandos analgésicos a primera línea. El frente está caliente. Se libran escaramuzas entre enjuagues de agua con sal y emboscadas de antibiótico. Las noches son largas, las trincheras profundas, y la moral, oscilante.
Sé que la victoria será pírrica si no recurro a refuerzos profesionales. La diplomacia ya no es una opción. Necesito aliados odontológicos, estrategas expertos que sepan cómo hacer una extracción quirúrgica limpia, rápida y certera. No puedo permitirme otra emboscada a traición. La única solución es la erradicación definitiva del foco hostil.
En este mismo momento, mientras escribo estas líneas con el lado izquierdo de la cara a salvo y el derecho convertido en zona cero, espero la llegada de una nueva remesa de ibuprofeno como quien espera munición en mitad del asedio. Pero lo tengo claro: no me cogerán con vida. Si he de caer, lo haré combatiendo, con la jeringuilla anestésica en alto y la dignidad intacta.
La batalla continúa. Que Dios reparta paracetamol.
"Little Susie" no es solo una canción. Es también una historia triste, terrible y profundamente trágica. Muchos oyentes de Michael Jackson han sentido la desolación que transmite este tema incluido en su álbum HIStory: Past, Present and Future, Book I, pero pocos conocen que su origen se inspira, al menos en parte, en un caso real que estremeció a Estados Unidos en los años 70.
Los hechos se remontan a 1973, en el estado de Montana. La pequeña Susie Jaeger, de tan solo siete años, desapareció una noche de junio mientras dormía en una tienda de campaña junto a su familia, que se encontraba disfrutando de unas vacaciones de verano. Fue como si se la hubiera tragado la tierra. Nadie vio nada. Nadie escuchó nada. La cremallera de la tienda estaba abierta desde dentro. La angustia de la familia fue inmediata, pero las búsquedas intensivas por parte de la policía y del FBI no arrojaron resultados durante meses.
Un año después, en un giro inquietante y macabro, Marietta Jaeger, la madre de Susie, recibió una llamada anónima. Era el secuestrador. Durante la conversación telefónica, la madre, con una templanza sobrehumana, logró mantenerlo en línea el tiempo suficiente para que los agentes del FBI rastrearan la llamada. Fue una pista crucial.
El autor del crimen resultó ser David Meirhofer, un joven de 23 años, aparentemente normal, que terminó confesando no solo el secuestro, violación y asesinato de Susie pocas horas después de llevársela, sino también otros tres homicidios cometidos en el mismo condado. Tras su confesión, Meirhofer se suicidó en su celda apenas cinco horas más tarde.
La historia de Susie Jaeger dejó una profunda huella en la sociedad estadounidense. Y aunque Michael Jackson nunca llegó a confirmar que su canción "Little Susie" estuviera directamente inspirada en este caso concreto, las coincidencias son notables: la historia de una niña inocente, olvidada, cuyo final fue el silencio; una crítica al desinterés del mundo; un lamento musical por la pérdida de la inocencia.
“Little Susie” comienza con un arrullo triste, casi fúnebre, acompañado de una caja de música y un coro infantil, y sigue con una estructura narrativa casi teatral, en la que se describe a una niña que muere sola, sin que nadie note su ausencia… hasta que ya es demasiado tarde.
La canción se convierte así en un homenaje, no solo a Susie, sino a todas las víctimas invisibles que caen en un mundo que a veces parece mirar hacia otro lado. Una elegía en forma de música.
La madre de Susie Jaeger, desde aquel trágico día en que perdió a su hija, se ha convertido en una luchadora incansable. Pero no por venganza, sino por justicia. Desde entonces ha dedicado su vida a una causa que para muchos podría parecer contradictoria: la abolición de la pena de muerte. A través de conferencias, artículos y entrevistas, ha defendido con valentía que el asesinato legalizado por el Estado no es la solución, ni siquiera en los casos más atroces.
Utiliza su propia experiencia como madre de una víctima para sustentar su convicción. Ella, que podría haber sido la primera en exigir sangre por sangre, eligió un camino más difícil pero más humano. “Los seres queridos que nos han sido arrebatados merecen más que estos asesinos sean sancionados por el Estado”, ha dicho en más de una ocasión. “Crear más víctimas y sufrimiento en las familias no soluciona nada. Nos rebajamos al nivel de lo que tanto deploramos”. Una entereza admirable, un ejemplo de dignidad que muchos no alcanzan siquiera a comprender.
La historia de Susie Jaeger siempre conmovió profundamente a Michael Jackson. Cuando ocurrieron los hechos, él era apenas un niño, pero ya entonces mostraba una sensibilidad especial hacia el sufrimiento ajeno, sobre todo el de los más vulnerables. Décadas más tarde, en 1995, aquella herida silenciosa inspiraría una de sus composiciones más sombrías y emotivas: “Little Susie”.
No es, ni de lejos, uno de los temas más conocidos de Michael. No sonó en las radios, no tuvo videoclip oficial, no fue número uno en las listas. Pero quienes lo han escuchado con atención —especialmente conociendo la historia que late detrás de cada nota— saben que es una de sus piezas más desgarradoras. Desde el arrullo inicial con una caja de música, pasando por un coro etéreo y una melodía que se clava como una plegaria triste, “Little Susie” es un réquiem en forma de canción.
Fue incluida en HIStory: Past, Present and Future, Book I, un álbum en el que Jackson mezclaba grandes éxitos con composiciones nuevas cargadas de crítica social, introspección y dolor. “Little Susie” es, sin duda, una de las más personales. La letra habla de una niña olvidada por todos, cuya muerte sólo es descubierta cuando ya es tarde. Una crítica al abandono, a la desidia, a un mundo donde la inocencia no siempre es protegida.
Aunque no cuenta con un videoclip oficial, dejo a continuación un montaje realizado por un fan que ha sabido captar el espíritu de la canción de manera excepcional. Una muestra más de cómo el arte puede mantener viva la memoria, incluso la de aquellos cuyas voces fueron silenciadas demasiado pronto.
Indiferentemente de que sea la A, la B, la C o la W, da lo mismo: cuando la gripe te atrapa, te deja el cuerpo hecho unos zorros. Da igual que te hayas vacunado, que le pongas una vela a la patrona de los imposibles, que salgas a la calle abrigado hasta los ojos como un explorador polar, que te atiborres de vitamina C como si no hubiera un mañana, o que lleves la mascarilla puesta como si fueras el mismísimo rey del pop en sus años dorados. Si la gripe decide que tú eres su objetivo... estás perdido.
Y así he pasado yo el fin de semana: postrado en la cama como un personaje secundario de novela rusa, entre delirios febriles donde los olivos hablaban idiomas raros y el edredón se convertía por momentos en una montaña nevada del Cáucaso. Para colmo, me he perdido un par de eventos a los que me habría gustado asistir. Pero nada, lo primero es la salud —eso dicen, aunque lo digan más los que gozan de ella—.
Espero, sinceramente, que esta haya sido la primera y última gripe de la temporada. Uno ya no está en edad de andar jugueteando con virus traicioneros y achaques de medio pelo. El cuerpo protesta y cada vez más alto.
Y como no quiero dejaros con la clásica imagen del enfermo en cama con termómetro y cara de acelga, aquí os dejo una estampa bien distinta: un atardecer que capturé hace un par de semanas en la comarca del Tiétar, muy cerca de la Vera (Cáceres). Porque a pesar de las gripes y los virus, la belleza sigue ahí fuera... esperando a que salgamos a buscarla. Con pañuelo, sí, pero con ganas.
Muchas veces recurrimos a eso que llamamos memoria colectiva, ese baúl común donde guardamos pasajes de la historia que, en mayor o menor medida, todos recordamos desde un lado u otro de los acontecimientos. En ese baúl hay espacio para gestas, tragedias, canciones de verano, anuncios míticos... y también para las películas de José Luis López Vázquez.
Sus personajes forman parte de esa memoria compartida: de las sobremesas en familia, de las paredes empapeladas, de las televisiones en blanco y negro, del sonido de una cuchara removiendo el café mientras en la pantalla se desenvolvía uno de esos tipos grises, neuróticos, entrañables o desesperados que sólo él sabía interpretar.
Fue capaz de hacer reír y hacer pensar. De pasar de la comedia al drama con la naturalidad de quien domina todos los tonos. A veces con una simple mirada, otras con un tartamudeo, con un gesto apenas perceptible. Su talento era tan grande que se nos hizo cotidiano.
José Luis López Vázquez falleció en Madrid a los 87 años, el pasado día 2. La noticia no sorprendió, pero dolió. Como duele perder a alguien que uno siente parte de su casa, de su infancia o de sus tardes más despreocupadas.
La memoria colectiva, esa que de tanto en tanto desempolvamos con una sonrisa o una punzada en el pecho, le echará de menos. Y nosotros también.
Un día cualquiera después de comer.
Hora: 16:30, más o menos.
Suena el teléfono.
Gli-gli-gli, gli-gli-gli.
(Los teléfonos ya ni siquiera hacen riing-riing, como antes).
—¿Sí, dígame?
—Hola, buenas tardes, ¿podría hablar con el señor don Alberto López?
—Bueno, muchas gracias por lo de señor y don, pero no me interesa ninguna oferta de telefonía, ni de internet, ni del club Chatrefour, ni la tarjeta de compra de El Corte Thailandés. Además, me acaba usted de fastidiar mi siestecita en el sofá mientras veo, entre tinieblas, Sé lo que hicisteis...
—Perdone, pero no le llamaba por nada de eso.
—¿Ah no? ¿Y con quién tengo el gusto de hablar?
—Pues verá... soy Dios.
—¿Perdón? ¿Cómo dice?
—Que soy Dios.
—¿Dios... Juan de Dios?
—No, no. Dios, Dios. A secas.
—¿Está de cachondeo? Mire que hoy no tengo el día para cantar bajo la lluvia como Gene Kelly.
—No bromeo. Soy Dios. El único y verdadero.
—¿Dios, Dios? ¿El de “me cago en…”?
—Ese mismo, por desgracia.
—¡Coño! Pues me pilla usted medio adormilado.
—Ya, ya te veo. Perdón por interrumpirte la siesta.
—¿Cómo que me ve?
—Soy Dios. Lo veo todo.
—¡Ostras, y yo en gallumbos!
—Tranquilo. Créeme, he visto cosas peores.
—Hombre, yo en gallumbos gano mucho, pero no sé si es el atuendo más adecuado para hablar con... ¿cómo le trato? ¿Su Santidad? ¿Su Altura? ¿Majestad?
—Llámame como quieras, hijo mío. Michael Landon me llamaba el Jefe en Autopista hacia el cielo.
—Pues nada, le hablo de usted, que me sale más natural. Pero dígame... ¿cómo es que llama por teléfono y no se aparece en forma de lengua de fuego o zarza ardiente o algo más bíblico?
—Marketing celestial. Si me aparezco en plan antiguo, la gente cree que es una cámara oculta o un especial de Iker Jiménez. Esto es serio, así que optamos por lo moderno: llamada telefónica post-sobremesa. Pillas a mucha gente en casa.
—¿Y no han probado con e-mails o SMS?
—Sí, pero la gente cree que es spam celestial. Ni lo abren. San Pablo propuso hacer una web con milagros en directo y subir vídeos a YouTube, pero no nos toman en serio. Mucho influencer y poca fe.
—Normal. El personal está muy quemado. La fe se desmorona. Falsedad, hipocresía, puñaladas traperas, decepciones... dan ganas de exiliarse a otro planeta.
—Por eso te llamo. Para hablar de fe. De tu fe, más bien de tu falta de fe.
—Hombre, no lo tome como algo personal. Es que el mundo no ayuda. Mire cómo están las cosas. Como dice Ismael Serrano, las hostias siempre caen sobre los que hablan de más. Y ahora con la dichosa “crisis”, todo afecta a los de abajo, mientras el de arriba se compra otro yate.
—Ya lo sé. Llevo observándote… unos 36 años.
—¡Joder, un rato dice!
—Para mí, eso no es nada. Soy intemporal.
—Cierto, cierto. Olvidaba ese detalle.
—Y he visto tu evolución... o más bien, tu involución religiosa. Has perdido la fe. Ya no crees ni en la suerte.
—Es que este mundo está mal repartido. Y cuando uno ve que los mismos se lo llevan calentito y los de siempre siguen en la cuneta... pues la fe se evapora. Hay demasiado predicador de escaparate, demasiada moralina en oferta y muy poco gesto real.
—Pasa de ellos. Son los de siempre: tiran la piedra y esconden la mano.
—Sí, pero cuando me tocan lo personal, salto.
—Eso lo sé. Pero no justifica que, en momentos de ofuscación, menciones a miembros del Santoral como si fueran compañeros de oficina.
—¿También me ve en el curro?
—Estoy en todas partes, ya te lo dije.
—Pues ya podría echarme una mano alguna mañana. Que voy hasta las cejas.
—No puedo hacer eso. Si te ayudo a ti, tendría que ayudar a todos. Sería un caos. Además, sin fe, poco puedo hacer.
—¡Ah, claro! Sin fe no actúa. Pero... ¿y si se manifestase un poco más? Algo tangible. Por ejemplo, si me tocase la Primitiva este jueves, le juro por su barba que me reconvierto. Incluso hago una donación a la Iglesia.
—No funciona así. No se compra la fe con euros.
—Bueno, si no es por no donar. Pero uno ya no se fía ni de las ONG. Que si UNICEJA, que si Matasanos sin Fronteras, que si Cruz Colarada... de cuatro partes, trincan tres y mandan una. Y gracias.
—Alguna hay, pero no todas. En fin... veo que no estás receptivo. Tendré que enviarte una señal divina.
—Pues si puede ser que el Athletic gane la Liga, eso sí que sería un milagro en condiciones.
—Tú piensa en lo de la fe. Ya hablaremos.
—Fíjese si tengo poca fe que hasta dudo que sea usted. Podría ser un Dios falso. De esos que se descargan por eMule.
—No digas chorradas.
—Perdone, es la costumbre. Bueno, vaya con usted mismo. Y piénsese lo de la Primitiva, que eso sí que me devolvería la fe.
—Jesús, Jesús…
—Dale recuerdos de mi parte. A él y al Rey del Pop.
📷 Fotografía: Atardecer en La Antilla (Huelva). Septiembre de 2008.