Ocurrió más o menos por estas fechas, a principios de febrero. Una mañana cualquiera de un invierno tan crudo como este, en la que Juanjo y yo nos dirigíamos al colegio con el pequeño aliciente de que era viernes. Ese día tenía algo especial: la mayoría nos quedábamos a comer allí. Los Salesianos, como cada año, participaban en la campaña contra el hambre. Consistía en quedarnos al mediodía para comer un simple bocadillo, que comprábamos en el colegio como gesto de solidaridad con quienes pasaban hambre en el llamado tercer mundo. El dinero recaudado se enviaba a las misiones. Para nosotros, niños de apenas diez años, era una especie de evento, una excusa para pasar más tiempo juntos, aunque el motivo real fuese mucho más serio.
Como en tantas otras mañanas, Juanjo me iba contando la película que había visto la noche anterior en su reproductor Beta. Era uno de los pocos que tenía uno en casa, así que disfrutaba del privilegio de ver películas que para nosotros eran casi exóticas: Pajares y Esteso, Jaimito, alguna de Bruce Lee... Las comentaba con entusiasmo, imitando voces, gestos y hasta los golpes. No es que hubiera mucho donde elegir: apenas existían videoclubs, y los que había contaban con un catálogo muy limitado.
Entre patadas voladoras y señoritas ligeras de ropa, hizo un paréntesis en su relato:
—¿Sabes? Anoche, cuando salía de las clases particulares con Don Rafael, unas niñas que también van salieron un momento al kiosco... y cuando regresaron, volvían con la cabeza llena de copitos de nieve.
—¿De verdad? —pregunté, con escepticismo.
—Sí, sí. Lo que pasa es que cuando salí yo ya no nevaba. Se había derretido todo. Pero cayeron, te lo juro.
—Pues no sé... No he oído nada, y mi padre, que ayer trabajó de tarde, no comentó nada cuando volvió por la noche.
—Mi madre escuchó esta mañana en la radio que iba a nevar por aquí —insistió.
—Ojalá nevara... Yo nunca he visto la nieve.
Llegamos al colegio. Nadie mencionó nada sobre lo que me había contado Juanjo. Ninguno de nuestros compañeros parecía haber visto o sabido nada de esa misteriosa nevada nocturna.
La mañana transcurrió con la normalidad habitual de unos niños de 5º de EGB. De vez en cuando, mientras hacíamos cuentas o coloreábamos en clase de plástica, yo miraba por la ventana. El cielo, encapotado y gris, parecía prometer algo, aunque también podía torcerse todo y ponerse a llover. Eso sí que habría arruinado el día.
Llegó la hora de la salida. En lugar de volver a casa como hacíamos de lunes a jueves, nos pusimos en fila para comprar el bocadillo. Aquel rato, entre bocado y carrera, se convirtió en un recreo larguísimo que duró hasta las tres de la tarde, hora de volver a las aulas.
Estábamos ya formados en el patio cuando alguien empezó a gritar:
—¡Está nevando, está nevando!
Al principio no vi nada. El cielo seguía gris, pero no distinguía ni un solo copo. Sin embargo, tras unos segundos, empecé a notar cómo unas pequeñas motitas blancas descendían, flotando como plumas, zigzagueando en el aire movidas por una brisa leve. Fue una locura. Todos alzábamos las manos, intentando atrapar uno de aquellos minúsculos copos, riendo como si nos hubiese tocado la lotería.
Pero duró poco. Los copos dejaron de caer. Volvimos a entrar al aula con una mezcla de ilusión y desilusión, como quien ha visto fugazmente algo mágico que ya no volverá.
Pasaron apenas cinco minutos cuando otra voz interrumpió la rutina:
—¡Otra vez está nevando!
—¿Otra vez? —pensé—. Pero si antes apenas cayeron unos copillos ridículos. Aquí nunca nieva de verdad.
Me acerqué a la ventana sin mucha esperanza, y lo que vi me dejó sin aliento: ahora sí, nevaba de verdad. Copos grandes, pesados, cruzaban el aire y caían con decisión. En segundos, el suelo empezó a cubrirse de blanco. Todos nos apelotonamos junto a los cristales, boquiabiertos, incapaces de creerlo.
—Don Miguel, Don Miguel, déjenos salir al patio —suplicó uno de los compañeros.
Lo que comenzó como una petición tímida se transformó en un clamor:
—¡Al patio, al patio!
Nuestro profesor, que también parecía hipnotizado por aquel espectáculo, accedió con una sonrisa.
—Venga, todos al patio.
Como si se tratara de una evacuación urgente pero feliz, salimos disparados, dejando libros y estuches sobre los pupitres. Pronto el resto de las clases hicieron lo mismo. El colegio entero se transformó en un improvisado parque de juegos. Nunca un recreo fue tan memorable.
No hubo más clases aquella tarde. Corrimos, nos lanzamos bolas de nieve, hicimos ángeles en el suelo, jugamos hasta que nos dolían los dedos de frío. Recuerdo que incluso alguien evocó en voz alta uno de los cuentos que habíamos leído en clase: Los lobos bajan al llano. Allí, la nieve también era protagonista.
El regreso a casa fue una aventura en sí misma. El trayecto que normalmente hacíamos en veinte minutos, esa vez lo hicimos en más de una hora. Cada rincón era una oportunidad para una nueva batalla, para construir otro muñeco de nieve, para empaparnos hasta las rodillas.
Al llegar, abrí la puerta empapado. Mi hermano, que había llegado a mediodía desde Cáceres y se había pasado la tarde dormido en el sofá, me miró perplejo.
—¿Pero tú de dónde vienes así?
—Asómate a la calle —le dije.
Aún medio dormido, con el pelo revuelto, se puso una chaqueta encima del pijama y salió. Tardó unos segundos en reaccionar, pero luego se quedó embobado, caminando por la acera como si intentara comprobar que aquello era real.
Esa noche volvió a nevar. El cielo adquirió un tono rojizo que nunca he vuelto a ver, como si se incendiara en silencio sobre nuestras cabezas.
A la mañana siguiente, el barrio entero salió a jugar al parque que por entonces aún estaba en construcción. Recuerdo a la madre de Juanjo grabando la escena con un tomavistas. Esas imágenes, que nunca volví a ver, me gustaría recuperarlas algún día. Durante varios días más, la nieve resistió en las esquinas donde el sol no alcanzaba a derretirla. Pero no cayó ni un copo más.
Decían los mayores que hacía treinta años que no nevaba en Mérida. Me dio cierta pena pensar que si tenían razón, quizá no volvería a vivir algo así. Pensé que tal vez al año siguiente volvería a nevar. O como mucho, un par de años después.
Han pasado ya veintiséis inviernos desde entonces.
Y sin embargo, sigo recordando aquella nevada con los mismos ojos de aquel niño de diez años. Como si hubiera ocurrido ayer.