
Hoy, una vez más, gracias a esa máquina del tiempo llamada YouTube, que entre otras cosas nos permite regresar a épocas pasadas , no sé si mejores, pero sin duda distintas, estuve viendo algunos vídeos de gestas ciclistas inolvidables, de esas que nos hacían contener la respiración frente al televisor en las largas tardes de verano. El ciclismo, como la vida, suele ser injusto. Y a menudo deja en la cuneta del olvido a héroes que dieron todo por la gloria, sin que esta, caprichosa y cruel, les correspondiera como merecían.
Y es que la fiebre del ciclismo en España no comenzó con Miguel Indurain, como algunos creen. Mucho antes de que el gigante navarro acaparara portadas, ya hubo corredores que encendieron la pasión por el pedal y escribieron páginas gloriosas en las grandes vueltas. Corría el año 1983 y un puñado de ciclistas españoles hizo historia en el Tour de Francia y en el Giro de Italia. Entre ellos, un nombre que aún resuena con fuerza entre los verdaderos aficionados: Alberto Fernández.
Tal vez para muchos su nombre suene lejano o apenas familiar, pero para quienes amamos este deporte, Alberto “El Galleta” Fernández fue uno de los corredores más completos y prometedores de su generación. Un guerrero del asfalto. Un hombre Tour antes de que el término se hiciera popular. Un ciclista total: valiente en la montaña, implacable en la contrarreloj, constante en la media distancia y tenaz en la adversidad.
Aunque nació en 1955 en Cuena (Cantabria), su infancia y juventud transcurrieron en Aguilar de Campoo, en la provincia de Palencia. Allí, en el corazón de la comarca galletera por excelencia, se ganó su apodo. Gullón, Ruvil, Fontaneda, Tefe y Fontibre fabricaban dulzura, pero él repartía épica en cada pedalada. Se decía que nueve de cada diez galletas españolas salían de Aguilar, pero también que de sus calles salió uno de los talentos más brillantes del ciclismo español.
En solo siete años como profesional, Alberto firmó un palmarés envidiable: décimo en el Tour de Francia, podio en la Vuelta a España en dos ocasiones (segundo en 1984 y tercero en 1983), tercero en el Giro de Italia, y múltiples victorias de etapa en las tres grandes. Treinta triunfos en otras carreras adornan su leyenda.
Pero si hay una historia que define la injusticia poética de su trayectoria, es la de la Vuelta a España de 1984. Alberto llegó al límite de sus fuerzas, entregando cada gramo de energía por el sueño de vestirse de oro. Lo rozó. Acarició el triunfo. Pero se quedó a solo seis segundos del francés Eric Caritoux, un corredor al que el destino le regaló aquella victoria como un suspiro, y que nunca más volvió a ganar una gran carrera. Mientras tanto, Alberto , más fuerte, más completo, más luchador, se quedó sin ese título que el ciclismo le debía.
A sus 28 años, con el futuro aún abierto de par en par, todo hacía pensar que lo mejor estaba por llegar. Era el momento de la madurez, del asentamiento entre los grandes, del golpe de autoridad. Pero la vida, como la carretera, tiene curvas que no se ven venir.
Alberto Fernández no ganó una gran vuelta. No hizo falta. Ganó algo más difícil: el respeto, la admiración y el recuerdo imborrable de quienes saben reconocer a los verdaderos campeones, más allá del podio. En cada puerto que subía con el rostro desencajado, en cada cronómetro que disputaba con la rabia justa, nos hizo soñar. Y eso, en el fondo, es lo que queda.
Hoy, al ver esas imágenes sepia de esfuerzo y gloria, uno no puede evitar sentir un nudo en la garganta. Porque el “Galleta” no fue solo un ciclista: fue un símbolo. Un testimonio de todo lo que el deporte puede enseñar: humildad, lucha, sacrificio… y también, por qué no, la dignidad de caer sin haber sido vencido.

Pero todo se truncó de forma brutal un 14 de diciembre de 1984. Cuando regresaba de recoger el premio al mejor ciclista español del año, y se dirigía hacia Aguilar de Campoo para asistir a un homenaje en su honor, el destino decidió apagar su luz para siempre. Un accidente de tráfico, tan cruel como absurdo, se llevó la vida de Alberto Fernández y la de su mujer. Dejaban atrás un hijo de apenas tres años, que no viajaba con ellos aquella noche maldita.
El ciclismo español se sumió en la tristeza. El pelotón perdió mucho más que a un campeón: perdió a un hombre joven, humilde, respetado y querido por todos, un deportista que no solo brillaba sobre la bicicleta, sino también fuera de ella. Un tipo sencillo, de los que saludaban a todos, de los que se ganan el cariño con hechos, no con gestos grandilocuentes. Su muerte dejó un hueco que aún, décadas después, no ha podido llenarse del todo.
Las muestras de dolor se multiplicaron en todo el país. Compañeros, rivales, aficionados… Todos sabían que aquel chico de rostro amable y piernas de acero estaba destinado a grandes cosas. Que su mejor victoria aún estaba por llegar. Que su historia debía haber tenido otro final.
Pero aunque la carretera se lo llevó demasiado pronto, su memoria no se perdió en ninguna cuneta del tiempo. Desde entonces, Alberto Fernández Blanco se ha convertido en un símbolo del ciclismo español, en un referente eterno de esfuerzo, talento y nobleza.
Hoy, una calle en Palencia lleva su nombre, al igual que el polideportivo de Aguilar de Campoo, su segunda patria. Todos los años se celebra una marcha cicloturista en su honor, y un monolito recuerda su figura en la tierra que le vio crecer y pedalear por primera vez. No es una estatua cualquiera: es un grito silencioso de admiración, un recordatorio de que los héroes no mueren mientras alguien los recuerde.
Su hijo, Alberto Fernández Sainz, tomó el testigo. Desde 2007 es ciclista profesional y ha vestido los colores del equipo Xacobeo Galicia. Lleva consigo el apellido y, quizás, una promesa no dicha: la de seguir rodando por los caminos que el destino le negó a su padre. Ojalá la historia le devuelva parte de aquella gloria robada, no por capricho del pelotón, sino por la violencia del azar.
Desde este pequeño rincón en la red, un recuerdo sincero para Alberto Fernández Blanco, para el ciclista que soñaba en grande, para el hombre que lo daba todo sin esperar nada, para “El Galleta”, cuya leyenda sigue rodando, como un pelotón que nunca se detiene.
