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13.8.12

La memoria colectiva (II)

¿Quién fue el primero en decir que la memoria colectiva de un país se mide en sus monumentos? Quizá fue un historiador, o un poeta que sabía que las piedras y las estatuas no son sólo arte o arquitectura, sino señales que una sociedad alza para no olvidar. Para que los ecos del pasado sigan resonando en el presente. Pero la memoria es más compleja, más líquida y menos estática que una estatua.

Desde finales del siglo XIX, la memoria empezó a desbordar las plazas y los parques para instalarse en los periódicos, en la radio, en las imágenes en movimiento, y finalmente en ese torrente incesante de voces y rostros que son los medios de comunicación. Ya no hacía falta reunirse en torno a una plaza para contar una historia, porque las historias se colaban en las casas por la caja mágica.

La memoria colectiva, entonces, se volvió un collage de sensaciones, olores, sonidos y colores. Es el café que se huele en la mañana, la voz quebrada de un cantante en un viejo tocadiscos, la mirada fija en un televisor en blanco y negro, la cinta de cassette que pasaba de mano en mano, las tardes en el cine de barrio con olor a palomitas y humo.

Es también la imagen fugaz de un telediario, una noticia que marcó el pulso de una época, el grito de una generación que pedía libertad, la historia que se repite para que no se olvide.

Esa memoria colectiva no está sólo en los libros o en los monumentos, sino en la piel misma de quienes la vivieron y la transmitieron, a veces con la voz entrecortada, a veces con risas y lágrimas, a veces con silencio y con nostalgia.

Memoria colectiva es Curro Jiménez cabalgando en la llanura, es el eco de un cante jondo en una noche de verano, es el balón que rueda en la calle, es el abrazo de un padre y un hijo al final del día.

La memoria colectiva somos nosotros, jugando, recordando, viviendo.

Y mientras tanto, yo me pido Curro.


24.3.11

¿Quién teme a Elizabeth Taylor?

Supongo que es algo casi universal, especialmente entre quienes sienten el cine como algo más que entretenimiento, casi como una parte de su vida misma: la pérdida de una gran estrella siempre es, en el fondo, una pequeña pérdida personal. No importa la edad, ni haber coincidido o no con la época dorada en que aquella figura deslumbró en las pantallas.

En mi caso, no crecí rodeado de estrenos de Liz Taylor. De hecho, la única película en la que la vi en estreno fue aquella desafortunada adaptación de Los Picapiedra en 1994, una versión que poco o nada tiene que ver con la leyenda que fue. Sin embargo, ¿quién no ha sentido un latido especial al verla, aunque fuese en blanco y negro y en la televisión, en obras como La gata sobre el tejado de Zinc, De repente, el último verano, Gigante o la inmortal Cleopatra? Y si me apuras, hasta en su visceral interpretación en ¿Quién teme a Virginia Woolf?, donde la fragilidad y la fuerza se entrelazan en un duelo inolvidable.

Como suele pasar con las grandes figuras, la prensa amarillista se encargó más de sus matrimonios tormentosos y sus batallas personales con el alcohol y los barbitúricos que de destacar la magnitud de su talento y la profundidad de su obra. Pero Liz Taylor fue mucho más que eso: fue un icono de la cultura popular, una actriz capaz de transitar entre géneros, papeles y emociones con una naturalidad que hoy sólo puede admirarse en los grandes mitos.

Hay algo en esa estrella que parece no extinguirse del todo, aunque las luces de aquel viejo Hollywood, con sus grandes producciones, sus sueños y sus glorias, se vayan apagando poco a poco. Porque el cine generacional, ese que fue el hogar de tantas historias que marcaron a toda una humanidad, se siente hoy más lejano, como una bruma que se aleja, y que, sin embargo, seguimos extrañando con la misma intensidad.

Liz Taylor se apaga como una luz que nunca termina de extinguirse, y con ella, un fragmento de ese Hollywood que supo ser el faro de millones de espectadores. No sólo se va una actriz, se va una época, un símbolo, un trozo de nuestra memoria.

Y aunque el telón haya bajado hace tiempo, esas luces que aún titilan en la oscuridad nos recuerdan que el cine, y las leyendas que lo habitan, son eternos.


23.2.11

Mi vago e infantil recuerdo del 23-F


 Retrotraerse en el tiempo treinta años no es tarea fácil, sobre todo para alguien que por aquel entonces aún no había alcanzado ni la edad de hacer la primera comunión. Y, sin embargo, algunos recuerdos de aquella fecha —que pasó a la historia de nuestro país más como una bochornosa efeméride que como lo que pudo haber sido— siguen flotando en la memoria como fragmentos borrosos de una película mal montada.

No tengo una imagen clara del 23 de febrero de 1981. Es lógico: era un niño de tercero de la extinta E.G.B., y por mi cabeza no pasaban ni la política, ni los partidos, ni los bandos, ni mucho menos el eterno conflicto de las dos Españas. Y tampoco falta que me hacía. Según cuentan mis padres, aquella tarde la pasé en casa de mi abuela. Ellos estaban en Zafra, en una de tantas revisiones oftalmológicas a las que debía acudir mi padre por los problemas que arrastraba desde hacía años. La noticia del "asalto" al Congreso les pilló allí, en la sala de espera de una clínica, y fue un familiar quien les alertó por la radio de lo que estaba ocurriendo. Sin pensarlo mucho, pusieron rumbo de vuelta a casa. Algo gordo pasaba, y el cuerpo lo sabía.

Yo, sin embargo, no recuerdo nada de aquella tarde ni de esa noche. Supongo que para mí fue un día más, en la casa de mi abuela, con merienda y dibujos animados. Mi padre, como tantos otros españoles, se pasó la noche pendiente de la radio y de la televisión, tratando de entender si todo aquello que con tanto esfuerzo se iba construyendo —aquello llamado democracia— no iba a ser arrojado por el retrete por cuatro exaltados, cuatro nostálgicos de tiempos oscuros en los que mandaban sin más ley que su voluntad, sin más orden que su uniforme.

No guardo recuerdos del 23-F en sí, pero sí de la mañana siguiente. Mi madre dudaba si llevarme o no al colegio. Había rumores de que no habría clases, o de que la situación no estaba del todo clara. Pero al final, con la intervención del rey durante la madrugada y el ambiente algo más tranquilo, decidió mandarme al cole. Al fin y al cabo, en el pueblo no se notaba nada raro, a pesar de que por entonces existía uno de los acuartelamientos militares más importantes de la región —hoy ya desmantelado del todo— y aquello podía haber tenido otro color si las cosas hubieran salido mal.

Para mí, un golpe de Estado no era más que una expresión lejana. Me sonaba a lo mismo que la Feria del Queso de Trujillo: algo importante para los mayores, pero que a mí me interesaba más bien poco. Lo que sí recuerdo con claridad son los corrillos en la calle, los comentarios cruzados entre vecinas, las frases que se repetirían durante años: “¡Que se sienten, coño!” o “¡Quieto todo el mundo!”. Aquellas palabras, más tarde icónicas, ya entonces circulaban entre risas nerviosas y miradas aún tensas.

El desconcierto fue aún mayor al llegar al colegio. Cada niño contaba una versión diferente de lo sucedido, como si hubiéramos asistido a mil películas distintas: que si ETA había matado al rey y a Suárez, que si los franquistas habían asesinado a todos los del Congreso, que un guardia civil se había vuelto loco y había matado a diestro y siniestro... Un auténtico cacao mental. Y luego, al volver a casa a la hora en que normalmente ponían alguno de esos programas soporíferos de las tardes, descubrí que estaban emitiendo una película de Danny Kaye, una comedia titulada El asombro de Brooklyn. Así que, en mi lógica infantil, pensé: “¿Y por qué no podría haber un golpe de Estado todos los días si eso significa que echan pelis chulas por la tele?”. Cosas de la edad.

La intentona pasó, y poco a poco la vida volvió a su cauce. En apenas unas semanas, comenzaron a circular miles de cintas de casete llenas de chistes sobre lo ocurrido. Se escuchaban en los coches, en las casas, en los bares. Aquello que pudo haber sido otra de las páginas más oscuras de nuestra historia, acabó quedando para muchos como un episodio surrealista, casi de opereta, protagonizado por unos cuantos nostálgicos armados de ridículo y pistola.

Con el tiempo, fui comprendiendo el verdadero alcance de aquel día que de niño no supe interpretar. Lo que entonces me pareció un circo con uniforme, me provoca hoy una mezcla de vergüenza, pena y desasosiego. Vergüenza por lo que intentaron imponer unos cuantos, creyéndose dueños del destino de todos. Pena porque cuando este país empezaba por fin a desperezarse de un letargo de cuarenta años, hubo quien quiso volver a sumirlo en la oscuridad. Y desasosiego porque, aunque han pasado décadas, aún hay quien sueña con imponer sin convencer, como se hizo tantas veces a lo largo de nuestra historia.

La foto que acompaña esta entrada es de aquel curso de 1981. Viéndonos en ella, con nuestras caritas de niños que no sabían nada de nada, está claro que no entendimos de qué iba la película. La de las Cortes, quiero decir. Porque la de Danny Kaye, esa sí, esa nos gustó a todos.

21.2.11

Albert Desalvo, el estrangulador de Boston.


Últimamente, me ha dado por revisitar clásicos del cine en DVD, esos filmes que en su día marcaron época o quedaron grabados en la memoria por algún motivo especial. Ya sean bélicas de los años 40 y 50, westerns de los 60 o grandes superproducciones de las décadas posteriores, siempre hay algo que te atrapa. Lo curioso es que al cabo de los años muchos recuerdos se desdibujan, los argumentos se entremezclan y, en ocasiones, la lógica parece ausente al tratar de reconstruir esas historias que en su día nos impactaron.

Así que en uno de esos días me hice con un ejemplar de El estrangulador de Boston, película de 1968 protagonizada por dos auténticos monstruos del cine: Henry Fonda y el recientemente fallecido Tony Curtis. Metí el DVD en el reproductor y, ¡zas!, como si la hubiera visto hace un par de meses, el filme volvió a atraparme. Creo recordar que la vi por primera vez en una de aquellas sesiones de "Sábado Cine" que TVE emitía en los años 80, justo después de Informe Semanal. Por entonces, con solo dos canales públicos y una audiencia muy repartida, esos programas eran verdaderos eventos.

Pero no quiero hablar tanto de la televisión española ni del film en sí, sino del personaje real en el que está basado: Albert DeSalvo, tristemente conocido como el Estrangulador de Boston. Porque, sí, la historia fue real y sucedió a comienzos de los años 60 en la ciudad estadounidense.

Albert DeSalvo parecía un hombre común, un tipo normal y corriente, casado, padre de dos hijos, empleado en una fábrica de cauchos. Nadie podría haber sospechado que tras esa apariencia anodina se escondía un asesino en serie. Vivía una existencia rutinaria: de la fábrica a casa y de casa a la fábrica, sin levantar sospechas entre sus compañeros o vecinos. Su juventud estuvo marcada por algunos altercados menores, pero nada que apuntara a lo que estaba por venir.

Nacido en Massachusetts en 1931, DeSalvo fue uno de cinco hermanos. Su infancia estuvo marcada por la violencia doméstica, ya que su padre era un hombre agresivo que golpeaba a su esposa y a sus hijos. Esta situación desembocó en el divorcio y el posterior nuevo matrimonio de su madre, lo que deterioró aún más la relación con Albert. Ya adulto, y tras alistarse en el ejército, fue destinado a Alemania, donde conoció a la que sería su esposa, con quien tuvo dos hijos, a los que adoraba y con quienes compartía largas horas jugando o viendo televisión.

Entre junio de 1962 y enero de 1964, Boston fue el escenario de una ola de terror provocada por trece asesinatos. Las víctimas, en su mayoría mujeres de edad avanzada, fueron estranguladas con una violencia fría e implacable. DeSalvo aprovechaba el espacio de tiempo entre la salida del trabajo y su llegada a casa para cometer estos horribles crímenes, eligiendo a sus víctimas por su fragilidad e indefensión.

La historia de Albert DeSalvo es, más allá del thriller o el drama, un estremecedor retrato de la oscuridad que puede ocultarse tras una apariencia banal, y la manera en que el mal puede infiltrarse en lo cotidiano sin que nadie lo advierta hasta que es demasiado tarde.

Hechos más o menos similares hemos visto, por desgracia, decenas de veces, tanto fuera como dentro de nuestro país. No es algo nuevo, ni exclusivo de un lugar o época. Sin embargo, lo que siempre me ha intrigado —y creo que a muchos también— es qué es lo que lleva a una persona, que aparentemente parece normal, con una vida cotidiana totalmente común, a convertirse en un monstruo capaz de cometer tales atrocidades.

Personas que podrían ser vecinos, amigos de la infancia, compañeros de trabajo, que comparten con nosotros preocupaciones típicas y terrenales: la hipoteca, el coche, el fin de mes ajustado, las vacaciones soñadas. ¿Qué mecanismos invisibles en su mente se activan para desencadenar el horror? Por mucho que la psiquiatría intente explicar con términos como trastornos disociativos, personalidades múltiples o esquizofrenia paranoide, la verdad es que me cuesta creer que alguien pueda adentrarse realmente en la oscuridad que habita en la mente de uno de estos asesinos y entender qué fue lo que les llevó a cruzar esa línea definitiva.

Y ahí reside el verdadero miedo, el temor profundo y constante, porque nunca sabremos con certeza quién es capaz de cometerlo. Esa persona terrible puede ser, en apariencia, el vecino del piso de enfrente, un amigo de la infancia con el que compartiste risas y juegos, o el cajero del supermercado donde vas a comprar cada día sin levantar sospechas.

Albert DeSalvo fue condenado a cadena perpetua en 1966, pero no pudo cumplir mucho tiempo su condena: fue asesinado por un compañero de celda en 1973. Y sin embargo, su historia sigue resonando como un oscuro recordatorio de lo frágil que es la línea que separa la normalidad de la locura y la barbarie.

7.2.11

George Reeves y la maldición de Supermán


Ayer por la tarde disfruté de una película Titulada "Hollywoodland", cinta del año 2006 basada en hechos reales con Adrien Brody y Ben Affleck, donde nos cuenta la historia de George Reeves un prometedor actor que comenzó su carrera participando en la legendaria película "Lo que el viento se llevó" y terminó protagonizando una serie de Supermán para la televisión Norteamericana durante varios años, papel que le dió la fama, pero del cual quiso desprenderse a toda costa y quedar encasillado en roles similares que jamás sacaron a la luz el posible talento interpretativo que pudiera haber tenido.
Para todos nosotros, Supermán, el nuestro, siempre será Christopher Reeve, que curiosamente casi coincide en apellido con el héroe de los años 50, pero nada tenían que ver el uno con el otro. También sabemos el trágico final que tuvo Christopher, relegado en los últimos años de su vida a una silla de ruedas y a un respirador debido a un desgraciado accidente de equitación que le privó de toda movilidad posible y que finalmente fué la causa de su prematura muerte en 2004 a los 52 años de edad.
El otro Supermán, George Reeves tampoco tuvo un final feliz, además de rodeado de un gran misterio que es la trama de la película que ayer ví, ya que jamás se pudo esclarecer si su muerte fué un suicidio o un asesinato en toda regla.

El 16 de junio de 1959, George Reeves murió de una herida de bala en la cabeza en el dormitorio del piso de arriba de su casa a la edad de 45 años.
La policía tardó menos de una hora en llegar, estando presentes en la casa en el momento de la muerte de Reeves, su novia Leonore Lemmon, William Bliss, el escritor Robert Condon, y Carol Van Ronkelcon su marido, el guionista Rip Van Ronkel. Se dice que Reeves jamás se puedo autoinflingir un disparo, ya que el arma no tenía huellas, el casquillo se encontró debajo de su cuerpo y se encontraron dos impactos de bala en la habitación. Se dice que podía haber sido por encargo de una amante con la que Reeves terminó un tiempo antes, que podóa haber sido su propia novia ya que el segundo impacto de bala confesó haber sido hecho por ella la mañana antes accidentalmente... Sea como fuere, la muerte de Reeves fué archivada, a pesar de las investigaciones privadas que su propia madre encargó que demostraban que no fué un suicidio y de los testimonios de amigos que declararon que George Reeves jamás se hubiera suicidado.

Dos actores, dos finales trágicos que irónicamente jamás hubiese tenido el personaje que compartían. Esto del cine crea mito, leyendas, historias rodeadas de un halo de misterio que en muchas ocasiones la realidad supera a la ficción. Supermán, up in the Sky¡¡¡.

30.11.10

Fútbol y crisis

Curioso es que, en tiempos de crisis, un partido de fútbol como el de ayer entre el F.C. Barcelona y el Real Madrid se haya convertido en el evento futbolístico más visto en la historia de la televisión de pago en España. Más de un millón y medio de espectadores sintonizaron Gol Televisión, mientras que en Canal+ Liga, la otra opción de pago para seguir el encuentro, se acercaron al millón. Y eso sin contar a los millones que, no teniendo acceso a estas plataformas, optaron por ver el partido en el bar más próximo, en casa de amigos o familiares, o bien escucharon la radio o lo siguieron por internet desde sus dispositivos.

Ya sabemos cómo es esto: crisis, lo que se dice crisis, pues sí, la hay y bien dura. Pero hay ciertas cosas que parecen inmunes a ella. Ferias, fiestas, puentes, vacaciones veraniegas y, por supuesto, esos pubs y bares de fin de semana donde nadie parece escatimar cinco euros mínimo por una copa. La vida sigue, o al menos se intenta, y el fútbol, al fin y al cabo, es un refugio perfecto.

Ayer se repitió la historia: el Nou Camp a reventar un lunes a las 21:00 horas. Quien no pudo ver el partido en casa, se las apañó para ir a casa de un amigo, un familiar, un vecino. Las peñas, ya sean de los blancos o de los blaugrana —que no son pocas en España— llenaron sus locales hasta el último asiento. Y si nada de eso era posible, siempre queda la vieja confiable: el transistor en la oreja o la conexión a internet para no perderse ni un detalle.

El fútbol no resuelve problemas. No reduce el paro, no sube sueldos, no readmite a los despedidos ni aumenta los subsidios de desempleo. No disminuye los robos ni la violencia de género. El fútbol es, simplemente, once tipos con camiseta y gallumbos corriendo detrás de un balón con la única intención de meterlo en tres maderos al final de cada lado del campo.

Sencillo, sí, pero a la vez complejo por las cifras astronómicas que mueve, por el espectáculo que genera y, sobre todo, porque si en un par de horas consigue hacer que millones olvidemos las preocupaciones y los martirios diarios, para mí ya merece el mayor de los respetos.

Habrá quien no lo entienda, a quien le aburra, o sencillamente le dé igual. Otros encontrarán su diversión en otras cosas. Pero de lo que no tengo duda es que, en tiempos difíciles, el fútbol —como otros eventos de ocio y cultura— sirve como válvula de escape, un respiro para la gente que lucha día a día con problemas reales, mientras los focos están encendidos. Porque, aunque cuando se apaguen todo siga igual, esos momentos, aunque fugaces, tienen su valor.


26.11.10

Tras los pasos de Carlos V


Las fotografías que hoy comparto tienen ya más de un año y, curiosamente, aunque en su momento las publiqué en "Extremadura Perdura", nunca llegaron a ver la luz en este blog. No sé muy bien por qué, quizá la vorágine del día a día o el cúmulo de proyectos pendientes. Pero hoy quiero enmendar ese olvido y acercaros la experiencia que vivimos los miembros fundadores del club de senderismo “La Cabra Juliana” en una ruta verdaderamente especial: la Ruta de Carlos V.

Este sendero conecta dos pueblos emblemáticos de La Vera, Tornavacas y Jarandilla, y se dice que sigue el mismo trazado que recorrió el emperador Carlos V en 1556 durante su último viaje hacia el retiro definitivo en el Monasterio de Yuste, en Cuacos. Son aproximadamente 28 kilómetros que nos sumergen en un paisaje impresionante: bosques espesos, montañas imponentes, caminos empedrados que parecen contar historias, subidas que retan a tus piernas y bajadas que ponen a prueba la resistencia de tus rodillas.

Es un trayecto para quienes disfrutan del contacto más puro con la naturaleza, para quienes saben que la verdadera belleza está en el esfuerzo y en la conexión con el entorno que te rodea. El murmullo de los riachuelos, el susurro del viento entre los árboles, el aroma de la vegetación… todo acompaña cada paso.

Importante destacar que esta ruta no debe confundirse con la más conocida Ruta del Emperador, que va desde Jarandilla hasta el monasterio de Yuste y es mucho más corta y sencilla. La Ruta de Carlos V entre Tornavacas y Jarandilla es un desafío mayor, un recorrido para amantes del senderismo que buscan adentrarse en la historia y en la naturaleza al mismo tiempo.

Una experiencia para repetir, para recomendar y, sobre todo, para vivir intensamente.

23.11.10

Los hermanos Frog


Más de veinte años matando vampiros deben hacerse eternos. O, al menos, eso es lo que uno imagina que pensarán los hermanos Frog.

La historia viene de lejos, concretamente de 1987, cuando en aquella mítica película The Lost Boys (Jóvenes ocultos), Sam Emerson (Corey Haim) conoce a dos chavales peculiares de Santa Carla: Edgar (Corey Feldman) y Alan Frog (Jamison Newlander). Los hermanos regentan la tienda local de cómics y, tras enterarse de que Sam es nuevo en la ciudad, le obligan prácticamente a llevarse un par de volúmenes sobre vampiros, asegurándole —como quien da un consejo que puede salvar la vida— que esa lectura un día le será útil. Y vaya si lo fue.

Hoy, en pleno 2010, los hermanos Frog siguen dando guerra contra los chupasangres. En las dos últimas entregas de la saga, el protagonismo recae en Edgar Frog, convertido con el tiempo en un tipo hosco, solitario y malhumorado. Las cicatrices del pasado —la pérdida de amigos, el desgaste de una batalla interminable, la rutina de la sangre— pesan, incluso en los personajes ficticios.

El tiempo no perdona. Ni en la vida real ni en la pantalla. Pero lo curioso es que, pese a los años, a las secuelas baratas, a los efectos especiales reciclados y al guión de saldo, uno sigue queriendo a los Frog como si fuesen viejos colegas. Porque hay algo reconfortante en reencontrarse con aquellos personajes que nos acompañaron en la adolescencia, aunque sea con más arrugas, menos presupuesto y algo de polvo encima. Su cruzada también es, en cierto modo, la nuestra.

Quizá hoy tengo el día un poco friki. ¿Pero quién no lo es? Ahora resulta que si te gusta el cine, eres friki del cine; si te entusiasman los cómics, eres friki del cómic; si pescas, friki de la pesca; y si fumas como una chimenea, friki del tabaco. Ya no hay aficiones: hay frikismo.

Pues sí, "semos" frikis, ¿y qué? También lo eran los hermanos Frog. Frikis vocacionales, incansables, entregados a su causa. Y como ellos, los que los vieron por primera vez hace más de veinte años y siguen aún aquí, con la estaca preparada y el VHS oxidado en una caja del trastero.

Así que que vuelvan los hermanos Frog. Que vuelvan todas las veces que haga falta. Porque en este panorama de cine clonado, a veces lo único que necesitamos es una ración de nostalgia, una buena pelea contra vampiros y una sonrisa cómplice que nos recuerde que seguimos aquí.

En la parte de arriba, los hermanos Frog en un fotograma de The Lost Boys (Jóvenes ocultos) de 1987. En la inferior, otra imagen de The Lost Boys: The Thirst (Jóvenes ocultos: Sed de sangre) de 2010. Más de veinte años separan ambas escenas, pero hay algo que se mantiene intacto: su espíritu.

21.11.10

Circunstancias

Pues sí, es cierto. Me lo comentaban hace poco en una distendida charla, y no me hizo falta ser un iluminado de tres al cuarto para saber que, efectivamente, llevaban razón. Me dijeron algo así:

“A veces el ser humano cambiaría todo lo que tiene por todo lo que desea; pero todo cuanto posee es él mismo. A veces para bien, a veces para mal. Y el cambio, a ese precio, siempre va a resultar irrealizable”.

Palabras ciertas. Una vez más nos recuerdan —o “nos percatan”, que diría alguno con verbo andaluz y trago en mano— que somos y estamos aquí por una suma de circunstancias, normas, costumbres y demás vicisitudes que ya venían puestas de fábrica. ¿Injusto? Más que posible. Pero aceptar tanto a uno mismo como a esas condiciones irreemplazables puede ser, con suerte, un síntoma de buena salud mental. O al menos, de resignación digna.

Aceptar el simple y sencillo hecho de seguir disfrutando de la vida sin evaluar constantemente a los demás, sin estar más pendiente del otro que de uno mismo, ya es bastante. Pobrecillo —y “tonto-gilipoyas”, como decía Pérez, QEPD— el que desea el mal ajeno para su propio bien... Amén.


26.10.10

¿Y si toca?

Es curioso cómo, año tras año, la campaña de Navidad se adelanta sin pausa. En la mayoría de los supermercados, ya podemos contemplar estanterías rebosantes de turrones, mantecados, polvorones, alfajores y demás exquisiteces de toda índole que, inevitablemente, hacen que nuestra báscula aumente sus dígitos de manera preocupante tras el 6 de enero.

En cuestión de días, comenzaremos a presenciar en televisión una avalancha de anuncios dirigidos al público más consumista, incitándonos a gastar sin mesura antes y durante las fiestas navideñas, bajo el lema no escrito de que así demostraremos el afecto hacia nuestras familias y seres queridos.

Por otro lado, está la lotería... ¿a quién no le ofrecen papeletas y participaciones, con o sin recargo? En ellas se pueden ganar premios tan diversos como cuantiosos, desde la esperada cantidad en efectivo hasta abundantes cestas navideñas, lotes de productos electrónicos, un crucero por el Caribe, una bicicleta o incluso la entrada para un concierto de un coro polifónico. Personalmente, y sin siquiera haber llegado a octubre, ya he sucumbido y he comprado, generalmente con compromiso —aunque en ocasiones sin él—, varias participaciones y papeletas.

Sí, tres, cuatro o cinco euros no parecen gran cosa, pero si al término del sorteo del 22 de diciembre hacemos cuentas, descubriremos que con el dinero invertido en esas participaciones, de las cuales no nos ha tocado absolutamente nada, bien podríamos habernos regalado algún capricho.

Porque no nos engañemos: cuando alguien del trabajo nos ofrece una participación, caemos en la tentación sobre todo por temor a que, si no la compramos, el compañero de al lado gane y nosotros, que tuvimos la oportunidad, nos quedemos sin nada. Esa es la realidad. Pensamos en no comprarla, pero al ver al de al lado con su papeleta, no podemos evitar preguntarnos: ¿y si toca?

En la fotografía, mi hermano Fernando, que, como se puede observar, ya adquirió su primer décimo de lotería de Navidad a principios de agosto en Ribadesella, durante nuestras vacaciones asturianas, y quiso inmortalizar el momento por si acaso... por si toca.


18.10.10

De otoños y rutinas

Retomar la rutina de bloguear cuesta. De eso me estoy dando cuenta. A finales de agosto, justo antes de embarcarme en la segunda parte de mis vacaciones estivales, prometí —con más voluntad que cálculo— regresar a la blogosfera. Pero finalmente no fueron un par de semanas, ni tres, ni cuatro… ha sido algo más.

Supongo que, después de una larga temporada de inactividad, vale más retomar el hábito de escribir de forma lenta pero constante, que de golpe y porrazo, como quien se lanza a una piscina sin mirar si hay agua.

No aspiro a bordar cada uno de mis posts, ni a mantener una estructura rígida a la que aferrarme. Solo quiero escribir por el mero placer de hacerlo, de dejar que las palabras dibujen —de manera mediocre y vulgar, como siempre— algunas de las cosas que pasan por mi cabeza, y que a menudo se reflejan en mis rutinas diarias, en mis pequeñas manías, en los silencios que también forman parte del discurso.

El otoño ha llegado una vez más. Y como siempre, ha extendido su alfombra marrón por las aceras, anunciando que una nueva temporada empieza, cargada de incógnitas, matices y alguna que otra certeza en forma de viento frío. A estas alturas de la vida uno ya no sabe si debe sumar o descontar otoños. Pero quizá eso ya no importe tanto.

A veces basta simplemente con estar. Y viendo el panorama general, con eso ya deberíamos darnos por satisfechos.

Levamos anclas. El viaje continúa.

30.8.10

¿Quién me va decir que pare?


O igual me caigo por un precipicio
Pero yo soy el que decido
Cuando salto y con quien me río,
Y si lloro yo decido....

Pues bien, el destino final de mis pasos lo decido yo mismo. Tras un prolongado periodo de autorreflexión y profunda valoración de múltiples aspectos, he tomado la firme decisión de regresar a la blogosfera. ¿Por qué? Por numerosas razones, y sobre todo porque me gusta; porque fue un hábito saludable y placentero durante muchos años, y porque nadie tiene potestad para impedirme volver.

Sí, vuelvo de nuevo aquí, a este espacio, a este blog: Cambiarán los vientos. ¿Por qué? Porque he resuelto continuar haciendo aquello que me apetece, que me motiva, que me ha brindado momentos inolvidables. Porque no existe razón alguna para que algo tan gratificante desaparezca o se detenga.

Así pues, lo dicho: regreso a la blogosfera, quizá en unos días, o en un par de semanas, o en tres.

Muchas gracias por estar ahí.

26.2.10

Muchas gracias a todos.

En esta vida, todo tiene un comienzo y un final, por mucho que a veces nos resistamos a aceptarlo. Hace ya tiempo que este blog dejó de ser para mí lo que fue en sus inicios: un espacio de evasión donde refugiarme y dar rienda suelta a esos sueños, ideas y frustraciones que me han acompañado a lo largo de los años.

Cambiarán los vientos nació en una época de mi vida en la que empezaba a retomar el rumbo de muchas cosas, una etapa que, como todo, también llegó a su fin, arrastrando consigo otras tantas. No me gustan las despedidas —¿a quién le gustan, en realidad?—, y con este que es, en principio, mi último post, no quiero decir adiós a nadie, porque si este blog ha durado más de lo que esperaba, ha sido gracias a todos vosotros que habéis pasado por aquí en más de una ocasión.

No creo que sea un adiós definitivo a la blogosfera. Tal vez, en un futuro, vuelva con energías renovadas, quizás con otro blog, no sé si parecido o dedicado a una temática concreta. No es un adiós, porque muchos de vosotros os sigo teniendo cerca, sea vía Messenger, Facebook o cualquier otro medio, y no quiero perder ese contacto.

No es un hasta siempre, porque seguiré visitando vuestros blogs, con mayor o menor frecuencia según las circunstancias.

Quiero dar las gracias a todos, sin excepción, desde mi amigo Manu (Sonotoflón), que fue el primero en asomarse por aquí, pasando por gente maravillosa como María, Vale, Jaime, Laura, Rocío, Raúl, Rubén Guerra, Carmen Herrera, Kato, Belén, Avalón, Etnicardia, Salva, Álvaro, Cecilia, Manuel Sánchez, Maki, y muchos más que seguro olvido mencionar, pero a quienes agradezco infinitamente que hayan dedicado un minuto de su tiempo a leer las cosas, muchas veces sin sentido, que plasmé aquí.

Aunque suene a tópico, si en algún momento ofendí sin querer, pido disculpas sinceras. Y si ofendí con razones fundadas, que se fastidie una vez más.

Los vientos soplan, cambian de rumbo, aparecen y desaparecen. Que cambien los vientos no depende de mí, ni de nadie. Al igual que hace cuatro años, aparece de nuevo el telón; esta vez para bajarlo definitivamente, cerrar la puerta y tirar la llave al río, donde reposan más de 500 posts con sus buenos y malos momentos.

Aquí, un amigo,

Alberto López Cordero.


15.2.10

We are the World 25 for Haiti.


Veinticinco años después, se repite aquel gesto que llegó muy dentro del corazón de millones de personas. Un acto de solidaridad, de esperanza, que trascendió fronteras y que nos unió como humanidad. Veinticinco años después, seguimos siendo el mundo: algunos de los que estaban entonces ya no están, y algunos de los que están hoy no estaban en aquel momento.

Es la ley de la vida, esa que marca el paso del tiempo y la esencia del ser humano. Quizás dentro de otros veinticinco años se vuelva a repetir una iniciativa así, tal vez seamos nosotros quienes la recordemos y celebremos, o quizá sean otros, generaciones futuras que habrán heredado este compromiso y esta memoria. Y puede que, tristemente, nadie se acuerde.

Pero sea como sea, fuimos, somos y seguiremos siendo el mundo. Un mundo que late con la fuerza de quienes no olvidan, con la esperanza de quienes creen en la unión y con la certeza de que, a pesar del tiempo y los cambios, la solidaridad es un hilo invisible que nos conecta y nos define como humanidad.

18.1.10

¿Son de fiar las ONGs? Quiero creer que lo son.


Casi una semana después de lo sucedido todo el mundo sabe la terrible tragedia que ha azotado a Haití. No voy a ser yo quien ponga datos, cifras y consecuencias de lo allí sucedido, para eso están los medios de comunicación, que sólo en ocasiones como estas olvidan su tendencia, sus ganas de manipular, de tergiversar y de politizar una noticia y se ciñen a la devastación, a la muerte y al desamparo.
No me gusta el royo solidario, creo que lo he expresado en alguna ocasión, ya que pienso que quien realmente quiere hacer algo por la sociedad puede hacerlo de una manera discreta, ya sea mediante donaciones, colaboraciones u otras formas, sin necesidad de tener que ir de exhibicionista arreglamundos y merecedor de una medallita en su pecho.
En este caso he de decir, que yo, como otros cientos de miles de personas, he querido colaborar a enmemdar un poco esta desgracia. Está claro que una sóla persona no puede reparar un país que ha sido destruido por un terremoto y los daños humanos, la gran mayoría irreparables que eso ha ocasionado.
La cuestión era, ¿como colaborar? ¿qué hago? ¿a quien me dirijo?. Como siempre que ocurre algo de estas magnitudes las llamadas ONGs salen enseguida a la palestra. Y he aquí mi duda.
En "El Pais", pronto se publicaron números de cuenta de algunas de estas organizaciones para donar dinero. La ayuda urge en Haití, y cada minuto que pasa es vital, con lo cual si quería colaborar tenía que hacerlo con urgencia. Así que hice una pequeña transferencia económica a la Cruz Roja a través de un número de cuenta del BBVA exclusivo para la tragedia de Haití, pero, ¿ quién me garantiza que ese dinero irá a Haití?, ¿va todo íntegro?, ¿trincan algo de lo recaudado?. Conozco gente que ha colaborado con esta y otras organizaciones similares durante años, unos de una manera altruista dedicando muchas horas de su tiempo libre a ello sin ningún tipo de interés, otros por ponerse un uniforme y en cierta forma marcarse ese royo solidario, con otro tipo de fines.
Mi pregunta es ¿Son fiables las ONGs?, ¿se dona todo lo que se recauda para esos fines humanitarios?. En esta ocasión voy a pensar que si, ya que mi intención, como la de otras cientos de miles de personas que enseguida han colaborado es la de aportar un pequeño granito de arena, a una colosal tragedia que como en otras muchas ocasiones se ha vuelto a cebar con los más débiles y necesitados. Si esa cantidad por pequeña que sea tiene un buen uso, me daré por satisfecho, si por el contrario, un sólo céntimo de lo que he aportado sirve para el lucro personal de alguien, espero que ese alguien reviente con ese dinero y le queden los huevos colgados del campanario más cercano.

12.1.10

27 años después.


Muchos, muchos años después de la última nevada, nada más y nada menos que 27, ayer volvió a nevar en Mérida. Como supongo que lo ha hecho en casi todos los lugares de Extremadura, sobran las palabras. Aquí algunas imágenes de ayer que quedarán ya en el recuerdo de todos los que lo vivimos.



31.12.09

Lo dijo Bertrand Russell


"Un pesimista es un imbécil antipático y un optimista, un imbécil simpático,porque ninguno de los dos sabe lo que va a pasar".

Bertrand Russell (1872-1970) Filósofo y escritor

15.12.09

A fumar a la puta calle

Sí, soy de los que se alegran —y mucho— del endurecimiento de la ley antitabaco. No porque quiera convertir a los fumadores en apestados sociales, ni porque los considere víctimas de su propia adicción, ni mucho menos por marginarlos. Esto no va de eso. Esto va de respeto.

Cada uno con su cuerpo puede hacer lo que le venga en gana. Faltaría más. Estamos en un país libre, y eso incluye el derecho a fumar. Pero la libertad, como todo en la vida, termina donde empieza la de los demás. Y ahí está el quid de la cuestión.

El problema no es que alguien fume, sino que lo haga invadiendo espacios comunes. Porque, seamos claros: el humo no se queda flotando sobre la cabeza del fumador como una nube privada. El humo se expande, se mete en los pulmones ajenos, en la ropa de los niños, en el aliento de quien no ha fumado nunca pero comparte mesa, bar o vagón con alguien que sí lo hace.

Y lo peor es que, durante años, la falta de respeto ha sido sistemática. ¿Cuántas veces hemos tenido que aguantar que alguien encendiera un cigarro en la sobremesa de un restaurante, en el interior de un bar cerrado, en la sala de espera de una estación, sin ni siquiera preguntar si molestaba? Lo normalizó la costumbre, pero no por ello era aceptable.

Por eso me parece de justicia que se prohíba fumar en cualquier establecimiento cerrado de uso público. Porque no se trata de castigar a nadie, sino de protegernos todos. No hay ninguna razón lógica por la que un no fumador tenga que salir de un local con la garganta irritada y la ropa apestando a tabaco.

A menudo escuchamos a los defensores del tabaco tirar de comparaciones: “el alcohol mata más”, “la comida basura también es perjudicial”, “hay contaminación en las ciudades”. Y sí, todo eso es cierto. Pero lo que no parece que entiendan es que ni el vino ni los Big Mac me afectan directamente cuando el de al lado se los mete entre pecho y espalda. Su elección no me envenena a mí. El humo, sí.

Nadie ha prohibido fumar. Simplemente se ha delimitado dónde. Lo pueden seguir haciendo en la calle, en sus casas, en espacios abiertos, en lugares donde no afecten la salud de terceros. Así de sencillo. Así de justo.

Y sí, ojalá la ley se aplique con firmeza, con sanciones reales. Porque el civismo no puede depender siempre de la buena voluntad individual. A veces, hace falta una norma que recuerde lo que debería ser obvio: que la libertad no significa que los demás tengan que respirar tus adicciones.


6.12.09

Una tarde en los canchales






Hace unas semanas, cámara en mano, me acerqué a la zona conocida como “Los Canchales”, muy cerca de la localidad de La Garrovilla (Badajoz), con la intención de presenciar uno de esos espectáculos naturales que te reconcilian con el mundo: la llegada de las grullas. Miles de ellas, agrupadas en los llanos, ofrecían una estampa que difícilmente se olvida. Sin embargo, por lo esquivas que son y la considerable distancia a la que se encontraban, fue imposible captarlas con una calidad fotográfica decente. Otra vez será.

Pero la naturaleza es sabia, y a veces te regala otras maravillas sin haberlas pedido. En este caso, el atardecer se convirtió en el protagonista inesperado. El juego de luces, la textura de las nubes y la tímida caricia del sol en retirada crearon un escenario perfecto para dejarse llevar y apretar el disparador.

De todas las instantáneas que tomé aquella tarde, hay una en especial que me tiene enamorado: la primera. No tiene filtros, ni retoques, ni ediciones mágicas. Solo la luz tal cual fue, dibujando una sinfonía de colores que parecía sacada de un cuadro impresionista. A veces no hace falta más que mirar y dejarse sorprender.

Aquí os dejo algunas de esas imágenes. Si queréis verlas con mayor detalle, clicad sobre ellas. Espero que os transmitan, aunque sea un poquito, la misma calma y asombro que sentí yo aquel día entre grullas lejanas y cielos que hablaban por sí solos.