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28.4.16

2006-2016

Hoy este blog cumple diez años. Nada más que añadir.

22.4.16

Waiting

En su breve estancia en este bajo mundo, sólo había recibido desengaños, desencantos, fracasos y burlas, así que tan cabreado y encrespado se encontraba, que a partir de aquel momento sólo se dedicó a esperar en lo alto del monte a que regresaran a buscarle para volver a sentir en su planeta todo lo que en la tierra le habían negado.

18.4.16

En busca de su historia

Después de pensarlo en exceso, decidió marcharse por la ventana que a diario dejaba entornada para ventilar los malos aires que respiraba allí dentro.
 -¿Dónde vas? le preguntó el hijo del vecino nada más pisar el suelo.
 -Voy en busca de mi historia, respondió algo desconcertado.
 - De acuerdo, pero no olvides que esa historia tenga un final feliz.

28.3.16

Carlos Alonso

 Hacía más de una década que no lo veía. Tal vez dos, no sabría decirlo con exactitud. Ahora veo a Carlos casi todas las mañanas, con su manera de andar, medida y sincrónica. Hace ya mucho que dejó de ser el niño que conocí, pero parece un buen hombre. Me saluda, pensaba yo, con un cierto aire de cortedad y modestia. La vida lo habrá formado así; a todos nos modifica y nos esculpe de una manera diferente. Ya no es aquel gamberrete sin maldad que mis recuerdos me dibujan difuminado.

Día tras día, durante casi un año, la misma cortés y educada rutina:
—¡Buenos días, Alberto!
—¡Buenos días, Carlos! ¿Qué tal?
—Bien, bien.

Y sigue su camino de cada mañana: a comprar el pan, o a entrar o salir del portal de su casa para hacer lo que buenamente tenga que hacer.

Hace un par de semanas, tras su afable y cordial saludo, de repente se detiene y me pregunta:
—Oye, Alberto, ¿a ti te gusta la poesía?

—Pues sí, Carlos, me gusta la poesía —le respondo, sin extenderme más.

Me cuenta que ha escrito un libro de poesía. Bueno, en realidad, que ha recopilado las poesías que lleva escribiendo desde hace más de 25 años, y que por fin ha logrado publicarlas. Me pregunta si quiero uno de los ejemplares que tiene.
—¡Por supuesto! —le respondo—. Pero me lo tienes que dedicar, cual escritor de éxito que se precie.
—Eso está hecho, ahora mismo bajo uno.

A los pocos minutos aparece con un ejemplar en la mano. Rumbo a la frontera, se titula.

Carlos me cuenta que en ese libro narra su lucha desde los 16 años con una enfermedad: la esquizofrenia. Como voy apurado de tiempo, como casi siempre, le doy las gracias y sigo con mi trabajo, no sin antes prometerle que por la tarde, en casa, comenzaré a leerlo. Y eso hice.

En ese libro conozco al niño que nunca conocí, aunque durante años compartiéramos aula en la desaparecida EGB del colegio Salesianos. Cuenta que desde los 13 años empezó con los primeros síntomas; de lo infeliz que fue, de sus ingresos en el hospital, de las medicaciones a las que fue sometido, de su breve etapa laboral en la que fue víctima de un jefe “jeta” que contrataba empleados con minusvalías para recibir subvenciones, pero que después los explotaba hasta 16 horas al día. De sus amores imposibles, de su profunda fe religiosa, de su familia y de algunas ilusiones truncadas, muchas de las cuales ya nunca podrá realizar, pero siempre con ganas de seguir adelante.

Carlos desea que se tenga una mayor y mejor conciencia de su enfermedad. Que no por ser esquizofrénico se es una persona violenta o peligrosa. Lo cuenta en su libro entre poemas que dedica a cada uno de los momentos y personas clave de su vida. Y termina siendo consciente de los fallos que pueda haber en el libro, pero afirmando que todo lo que hay en él es lo que sale de su interior, porque lo vive así, a golpe de verso y prosa.

Y uno se queda, tras la lectura, algo absorto y meditabundo. Es ahora cuando comprende —haciendo un enorme esfuerzo de memoria— algo de aquella infancia de Carlos.

Amigo Carlos, compañero del colegio, que María Auxiliadora siempre te proteja, y que la vida, a partir de ahora, siempre, siempre te trate bien.
Carlos Alonso. Carlos. Carlitos. Carlos.


14.3.16

Ütopya

Durante muchos años no hizo otra cosa que caminar buscando utopías.
 Una mañana, sin advertirlo, una de ellas le había encontrado a él, cuando ya empezaba a dudar de su existencia.
 - Elige una. – Le dijo la utopía.
- ¿Una? ¿una qué?.
- Una utopía, ya sabes, algo imaginario o imposible.
- No puedo. Si consiguiera elegirla o imaginarla, dejaría de ser una utopía. Busco utopías, pero no tengo ninguna.
- Eso es imposible.Todo el mundo tiene una utopía. Todo es una utopía. La vida es una utopía.
-¿Y tú, utopía?, ¿tienes alguna utopía?
-Tú eres mi utopía, llevo años caminando buscándote.

8.3.16

Todos y nadie


 Todos creían discurrir criterios.
 Nadie se nutría de subsistencia.
 Todos creían fascinarse en un cortejo apasionado.
 Nadie gimoteaba lamentos afligidos.
 Todos se desgañitaban abroncando.
 Nadie se ocultaba tras la persiana.
 Todos miraban riendo a los que lloraban.
 Nadie miraba llorando a los que reían

5.3.16

El hijo del trapero

 
Hay tardes en las que me dedico a hojear, casi al azar, antiguos libros que conservo en mi modesta, algo desordenada, pero querida biblioteca. Hoy, sin una razón aparente, porque no he visto últimamente ninguna de sus películas, ni siquiera una escena fugaz en esos programas, páginas web o blogs de cine que suelo frecuentar, me he acordado de Kirk Douglas.

Y como un resorte, mi memoria me ha llevado directamente a su autobiografía, El hijo del trapero, que efectivamente aún conservo, apilada en una de las estanterías más bajas, esas que acumulan polvo, sí, pero también afecto. Aunque fue publicada hacia 1989, creo que la leí unos ocho o nueve años más tarde, en una edición de bolsillo del Grupo Zeta que entonces pululaba por las librerías con cierto encanto humilde y accesible.

En esta autobiografía, que él mismo firma con sinceridad y sin demasiados adornos, descubrimos al verdadero Kirk Douglas, nacido Issur Danielovitch, hijo de un trapero judío ruso que emigró junto a su esposa a Estados Unidos a principios del siglo XX. A lo largo del libro, Douglas insiste, con un orgullo sin cinismo, en que nunca ha dejado de ser aquel humilde muchacho que leía a Byron mientras crecía entre privaciones, y que llegó a la universidad montado en un camión de estiércol. Esa imagen se me quedó grabada: una metáfora involuntaria, pero poderosa, del esfuerzo y la determinación.

Formado como actor teatral, acabó sucumbiendo a las promesas doradas de Hollywood, no tanto por ambición como por necesidad, para poder sostener a su familia. Allí, sin embargo, no se dejó amedrentar por los grandes estudios: fundó su propia productora, Bryna Productions, desafiando la tiranía de los magnates del celuloide, lo cual no era frecuente en los años 50.

Fue entonces cuando el público lo abrazó con entusiasmo tras su interpretación en El ídolo de barro (1949), donde encarnó a un boxeador tan ambicioso como atormentado. Fue una de esas películas que definen carreras. La fama, por supuesto, trajo consigo sus propias sombras. Una conocida columnista de la época —de esas que con una frase podían alzar o hundir una reputación— escribió: “La fama se le ha subido a la cabeza; se ha convertido en un hijo de puta”. A lo que Douglas, en un posterior encuentro, respondió con ironía y desparpajo: “Yo ya era un hijo de puta antes de ser famoso”.

En el libro, se adentra no solo en su carrera, sino en su proceso personal: lo escribió —según dice— tanto para entenderse a sí mismo como para comprender mejor a los personajes que interpretó. Entre ellos, destacan dos que han quedado marcados en la historia del cine: Espartaco, donde no solo protagonizó la cinta, sino que también produjo y se enfrentó abiertamente al sistema al contratar a Dalton Trumbo, guionista incluido en la lista negra del macartismo; y El loco del pelo rojo (Lust for Life), por el que ganó un Globo de Oro y fue nominado al Óscar en 1956 por su inolvidable interpretación de Vincent van Gogh.

En uno de los capítulos más honestos del libro, Douglas confiesa que siempre ha entendido mejor a los débiles que a los poderosos, pese a que Hollywood se empeñara en encasillarlo como temperamental o incluso arrogante. Entre las muchas anécdotas que relata, hay una especialmente simpática: en una ocasión, tras firmar un autógrafo a una joven que él creía impresionada por su fama, ella le dijo con naturalidad: “Tenía muchas ganas de conocer al padre de Michael Douglas”.

Y es que los tiempos cambian.

A sus 99 años, cuando aún se dejaba ver ocasionalmente en actos benéficos u homenajes, Kirk Douglas seguía siendo, al menos en espíritu, aquel muchacho de mirada intensa, capaz de enfrentarse al sistema, a sí mismo y a cualquier personaje que le pusieran por delante.

Mira por dónde, después de este pequeño ejercicio de memoria y relectura, me han entrado ganas de volver a deleitarme con uno de sus clásicos. Tal vez Cautivos del mal, o esa joya olvidada que es Senderos de gloria. Quizá solo necesite volver a escuchar su voz grave, ver esa mirada decidida y recordar que, de vez en cuando, el cine también sirve para entender mejor la vida.

1.3.16

George Kennedy, el caballero de azul

 

George Kennedy, un actor curtido en más de doscientas películas, una presencia inconfundible que siempre supo estar donde había que estar, sin aspavientos pero dejando huella. Ganador del Oscar al mejor actor secundario por su trabajo en aquel mítico film La leyenda del indomable, protagonizado por otro gigante del cine, Paul Newman, Kennedy fue mucho más que un rostro de apoyo: fue un pilar imprescindible para toda una generación de actores que hicieron que sentarse frente al televisor fuera un acto casi sagrado.

Porque en aquellos tiempos —donde las tardes y las noches se iluminaban con historias que traspasaban la pantalla— George Kennedy encarnó un personaje que se grabó a fuego en la memoria colectiva: Bumper, un policía de oficio, pero con alma de vecino. Un tipo que rechazó ascensos, despachos y oficinas porque prefería sentir bajo sus pies el asfalto de la calle, las aceras y los parques del barrio. No necesitaba desenfundar jamás el arma; su única defensa era la porra, la firmeza de sus convicciones y el respeto que se ganó con hechos, no con palabras.

Bumper era el caballero de azul que caminaba sin prisa pero sin pausa, que conocía a cada habitante de su distrito, que formaba parte natural de aquel vecindario en el que patrullaba, convirtiéndose en un personaje entrañable y real, ese tipo de figura que hace que uno confíe y se sienta seguro.

George Kennedy fue mucho más que un secundario más en las películas: fue la voz baja, el rostro de la honestidad, el equilibrio que tantas veces sostuvo la trama, el héroe silencioso que no necesitaba brillar en primera línea para ser recordado para siempre.

Hoy, que ya no quedan tantas figuras así, vale la pena recordar a George Kennedy, y con él, a Bumper, el policía bueno, firme y humano, que dejó en pantalla un legado imperecedero.

Descanse en paz, caballero de azul.

29.2.16

Le quería tanto

¡Te quiero tanto!,¡Te quiero con toda mi alma!,¡Te quiero tanto que daría mi vida por tí¡ ¡Te prometo que te quiero, de verdad, créeme! ¡Te quiero! No hago otra cosa durante todo el día que pensar en tí y jamás te dejaría por otro...¡pero no me pegues más, por favor te lo pido!

27.2.16

Ramón Tosas "Ivá" en el recuerdo.

Hoy, mientras repasaba algunos viejos cómics que conservo como verdaderos tesoros, me vino a la cabeza el gran “Ivá”. Quizá para las nuevas generaciones o para quienes no vivieron su época dorada, Ramón Tosas, su nombre real, pueda parecer un dibujante de culto para una minoría, pero la verdad es que su legado artístico y cultural ha conseguido perdurar más allá de su tiempo, alcanzando incluso a aquellos que nacieron cuando él ya no estaba.

Ramón Tosas nació en abril de 1941 en Manresa, y aunque podría extenderme en una biografía larga y detallada sobre su obra, sus personajes más populares y las múltiples adaptaciones que sus historias tuvieron en cine, teatro y televisión, prefiero quedarme con el recuerdo de su humor directo, irreverente y atemporal.

Sus historietas de “Makinavaja” y “Historias de la puta mili” siguen provocándome carcajadas, incluso ahora, cuando el panorama cultural está tan condicionado por lo políticamente correcto y la sensibilidad a prueba de bomba. Seguro que muchas de sus viñetas habrían sido objeto de escándalo en esta época de redes sociales y tribunales de opinión rápida. Menos mal que no le tocó vivir estos tiempos modernos, porque habría sido un blanco perfecto para la caza implacable de los más carcas y conservadores, que abundan en estos lares.

Dicen que la vida de Ivá estaba llena de anécdotas tan mordaces como sus dibujos, y que muchas de ellas alimentaban la filosofía y la ética alocada de sus personajes, que repartían leña con un estilo único y un ojo crítico afilado contra cualquier sistema o moral preestablecida.

Una historia que siempre me ha hecho gracia tiene que ver con sus problemas de peso. Ramón era un tipo orondo, y eso le traía sus problemillas de salud. Un día, al subirse a la báscula, la aguja superó los 130 kilos, y en su casa decidieron que había que hacer algo. Así que, a regañadientes, Ivá acudió a un dietista que le impuso una dieta estrictísima. Pasaron las semanas y, aunque cumplía con todo, su mujer notaba que no perdía ni un solo gramo.

Lo insólito ocurrió cuando Ivá pilló una gripe y, claro, no pudo sacar a su perro a pasear. Lo hizo su mujer y notó algo curioso: el perro se paraba frente a todos los bares de la zona, y los camareros, al verlo acompañado por alguien que no era Ramón, preguntaban preocupados qué le pasaba al dueño, que ese día no había bajado a tomarse la cerveza y la tortilla de patatas que le ponían de aperitivo diario.

Así era Ivá, un tipo enorme —en todos los sentidos—, no solo por su físico, sino por la grandeza de su humor y la fuerza de su mirada crítica. Un hombre que sigue vivo cada vez que hojeamos sus cómics, porque la risa y la irreverencia no envejecen.



24.2.16

Inesperadamente

La humanidad se había extinguido. Ya no quedaba absolutamente nadie vivo sobre la faz de la tierra salvo ella. El desastre, el vandalismo, el caos y la ruina total habían derivado en una autodestrucción masiva que poco a poco fue desplomando a todo tipo de sociedades del planeta. Ya no habitaba nadie más que ella. Su único deseo era desaparecer también. Desvanecerse en un sueño eterno. Sucumbir de pena, de hambre, de frío, de pesadumbre, aflicción y amargura.

Y entonces, inesperadamente, lo vio aparecer en el horizonte.

Era una silueta solitaria, a lo lejos, como un espejismo trazado por el sol poniente. Al principio pensó que era una ilusión, un juego cruel de la mente cansada que luchaba por mantenerse despierta en un mundo muerto. Pero la figura avanzaba con paso firme, con la cadencia pausada de quien sabe hacia dónde va. Su corazón, apagado durante tanto tiempo, comenzó a latir con una mezcla de esperanza y temor.

Quizá no estaba destinada a ser la última. Quizá había alguien más.

El aire, antes pesado y muerto, pareció respirar con ella, como si el mundo entero quisiera darle una nueva oportunidad. Lentamente, se levantó, dejando atrás el peso de la soledad, y avanzó hacia aquel punto en el horizonte donde la sombra prometía un renacer, o quizás, un último adiós compartido.

Porque, después de todo, incluso en el silencio más absoluto, la esperanza puede ser la chispa que encienda la luz.

23.2.16

El último acto

Siempre supieron dónde estaban las fosas. Dieron carta blanca para que fueran destrozadas por excavadoras, aplanando el terreno y levantando sobre ellas esos adosados feos, de esos que ningún arquitecto querría firmar, y esos parques antiestéticos, llenos de columpios y bancos oxidados. Parques por los que ahora paseamos sin pensar demasiado, donde los niños corren, juegan al fútbol, gritan, sin imaginar que tal vez bajo sus pies yacen los restos de sus propios antepasados, enterrados bajo una gruesa capa de hormigón y olvido.

Callaron y permitieron. Víctimas y verdugos, unos para olvidar, otros para ocultar. Sabían que aún quedaban muchos cuerpos sin encontrar, muchos nombres sin pronunciar, muchos silencios que merecían una digna sepultura. Pero nunca quisieron reavivar odios ni reabrir heridas, esas heridas que aún supuraban en la memoria colectiva. Solo querían dar un último acto de dignidad a sus padres, a sus abuelos, a esos familiares a quienes les arrebataron la vida solo por una forma de pensar, una convicción, una idea que fue condenada al exilio... y a la muerte.

Y así, bajo parques y adosados, bajo la tierra removida y el cemento, el pasado sigue ahí, esperando, silencioso y persistente, que algún día lo recordemos con respeto.

22.2.16

Triste y breve historia del libro que perdió todas sus palabras.

Érase una vez un libro tan encantador, atractivo, fascinante, seductor, educador, divertido, gracioso, tentador y sugestivo, que de tanto prestarlo y tanto leerlo una y otra vez por todas y cada una de las personas por las que fue cayendo en sus manos, perdió todas las palabras que tenía impresas hasta quedar totalmente en blanco.

Desde entonces, dediqué mi vida a buscar esas palabras perdidas.

He viajado por bibliotecas abandonadas donde los libros lloran de polvo, he preguntado a ancianas que recitan de memoria versos olvidados, he interrogado a poetas con resaca y a cuentacuentos que viven en furgonetas, he rastreado márgenes garabateados, dedicatorias manuscritas, esquinas dobladas como señales secretas… pero jamás he encontrado ninguna.

Y sin embargo, sé que están ahí. Tal vez en el suspiro que lanza alguien al cerrar un buen libro. En la pausa exacta entre dos frases de una conversación que importa. En las lágrimas de quien recuerda un capítulo querido. O quizás —y esto lo sospecho mucho—, se escondieron para siempre en los ojos de quienes alguna vez leyeron aquel libro y, sin saberlo, lo memorizaron con el alma.

Sigo buscando. Porque si alguna vez las encuentro, no pienso volver a escribirlas en papel.

Esta vez, las contaré al oído

.

21.2.16

Man in the mirror

Me despierto temprano, aún de madrugada. Como casi siempre que pretendo dormir un poco más por ser día de descanso, el cuerpo me traiciona. No hay piedad para los que madrugan incluso sin despertador.

Paso una hora en la cama, dando vueltas hacia un lado y hacia el otro, como si algún rincón del colchón escondiera el secreto del sueño. Cambio de postura, cambio de pensamiento, intento cambiar el ritmo de mi respiración, como si pudiera engañarme a mí mismo.

Otra vuelta. Y otra.

Resignado, enciendo la lámpara de la mesilla. El clic suena más fuerte de lo esperado. Tomo uno de los libros apilados. No estoy seguro de haberlo visto antes. ¿De dónde ha salido? No recuerdo haberlo puesto aquí. Leo dos páginas. Quizá tres. Las palabras entran y salen sin dejar huella. O no son horas de leer o aún no me he despejado del todo. Me parece que necesito un café bien cargado para aclararme.

Me levanto al fin y me dirijo a la cocina, pero algo raro sucede.

Este no es mi pasillo.

Parpadeo.

No. Definitivamente no es mi pasillo. La alfombra es otra. El tono de la pintura no coincide. Y al fondo hay una puerta que nunca ha estado ahí.

El cuadro colgado a la derecha, una escena marina con pescadores, me resulta familiar… pero no cuelga en mi casa. Esa foto en blanco y negro, de una familia en pose seria, también me suena. ¿Dónde la he visto antes? ¿En casa de mis abuelos? ¿En algún sueño?

Estoy aturdido. Asustado.

Pero no puedo quedarme aquí, de pie. El aire es denso. Siento un leve zumbido en las sienes. Como si el silencio pesara.

Me acerco a la puerta del fondo.

Dudo.

No me atrevo a abrirla, pero tampoco puedo quedarme quieto. Algo se mueve, aunque no sé si dentro o fuera de mí. Me armo de valor. Respiro hondo. Grito mentalmente un “ahora” que sólo yo escucho y abro la puerta.

Oscuridad total.

Negra. Absoluta. Silenciosa, salvo por un goteo irregular que parece proceder de un grifo mal cerrado. Avanzo con cuidado, los pies descalzos sobre el suelo helado. El aire huele a humedad y metal. Busco a tientas un interruptor. Mis dedos tocan azulejos fríos, mojados. Finalmente, encuentro algo: un botón, un clic.

La bombilla parpadea al fondo, y entonces lo veo.

No hay nada. Nada salvo un viejo espejo, sucio y empañado, colgado en la pared opuesta. Avanzo. Cada paso suena hueco, ajeno. Me detengo frente al espejo. No me veo. Sólo niebla y sombras. Con la palma temblorosa limpio parte del cristal. El vaho cede. Y entonces...

Lo que refleja no soy yo.

Es mi habitación.

Mi cama.

Vacía.

Y en ese momento, justo antes de que pueda gritar, juraría que alguien —algo— se acuesta en ella.

Me quedo paralizado frente al espejo, sin poder apartar la mirada de esa escena imposible. La habitación al otro lado del cristal es idéntica a la mía, y sin embargo, vacía. O tal vez no. Porque en el borde del colchón, alguien —o algo— parece moverse. Una sombra. Un leve temblor. Un suspiro ahogado.

El corazón me late a un ritmo frenético, queriendo escapar de mi pecho. Toso, intentando calmarme, pero la tos se convierte en un nudo que me atraganta. La habitación real, aquí donde estoy, parece encogerse, hacerse más fría, más oscura.

El reflejo me muestra ahora otra cosa: un rostro que no es el mío, cubierto de sombras, con ojos vacíos que parecen mirarme a través del espejo, o quizá a través de mí. Y me sonríe. Una sonrisa torcida, imposible, ajena, que me llena de un miedo ancestral, primitivo.

De repente, la bombilla titila, y la habitación del reflejo se desvanece como humo. Me quedo en la penumbra, solo con mi respiración acelerada y el silencio roto solo por el goteo constante.

Un golpe seco me sobresalta. Giro el rostro hacia el origen del ruido. La puerta tras de mí está cerrada. No la he cerrado. No he oído que nadie entrara.

Intento abrirla, pero está clavada. Como si una fuerza invisible la sujetara. Golpeo, llamo, grito, pero nada responde. Solo el eco de mi voz me devuelve un murmullo lejano, irreal.

Vuelvo al espejo, como en un trance. Ahora ya no refleja nada más. Está roto, una grieta en forma de rayo que se extiende de arriba abajo. Por esa grieta, oigo un susurro: una voz quebrada que me llama por mi nombre. No puedo resistirlo y me acerco más.

Al tocar la grieta, un frío intenso me recorre el cuerpo. Un mareo, una caída hacia atrás. Mis ojos se cierran, y cuando los abro de nuevo, no estoy en ninguna habitación.

Estoy en un campo abierto, bajo un cielo gris, con el viento helado azotando mi cara. Delante de mí, a lo lejos, una figura camina lentamente hacia mí. No distingo si es hombre o mujer, solo que lleva un abrigo largo y su paso es seguro, firme.

La figura se detiene a pocos metros. Y me dice, con una voz que parece venir de un lugar muy lejano: “Has estado buscando palabras perdidas, ¿no es así?”

Intento responder, pero no salen sonidos de mi boca. Ella —o él— sonríe, y extiende una mano que brilla con una luz tenue, cálida.

“Ven. No todo está perdido.”

Doy un paso hacia adelante, y el mundo se disuelve en una niebla blanca.

Cuando despierto, estoy de nuevo en mi cama, con el sol colándose por la ventana. El libro sigue en la mesilla, abierto en blanco.

Pero dentro de mí, sé que las palabras han vuelto. No impresas en tinta, sino grabadas en la memoria del alma.

Ahora sólo queda aprender a escucharlas.


20.2.16

La luz prodigiosa

  Diez años pueden ser un océano de tiempo.
Una eternidad o un suspiro, según desde dónde se mire. Los años, esas unidades de medida que llevamos a cuestas, como si fueran una advertencia permanente, pero que en realidad no perdonan jamás. No se detienen. No esperan. Son esas dimensiones a veces invisibles, otras palpables, que se marcan con tinta en los calendarios y que nos gustaría poder detener en ciertos momentos o hacer volar cuando el alma pesa. Quisiéramos que esa luz que marca el paso del tiempo fuese prodigiosa, capaz de alargar los instantes felices y borrar los amargos.

A veces, un día cualquiera, cuando vuelves del trabajo, te quitas los zapatos, te sirves algo, te sientas en el sofá… y entonces llega, sin avisar, ese pensamiento punzante: el tiempo. Su paso implacable. Su manera de reírse de nuestras agendas y nuestras certezas. El tiempo ,a veces con muy mala follá, como decimos por aquí, nos hace creer que lo tenemos dominado, como si pudiéramos congelarlo en una fotografía, en una canción, en una tarde perfecta. Pensamos que ciertos momentos son eternos, que ciertas personas lo serán. Pero el tiempo, testarudo, nos demuestra lo contrario. Siempre se escapa, como un pez entre las manos, como un trozo de jabón que se desgasta con cada uso, con cada día.

Y un buen día, sin apenas darte cuenta, miras a tu alrededor y ves que todo ha cambiado. Que todos han cambiado. Que esa persona que cruzaba contigo la calle a la misma hora ya no tiene el mismo paso ni la misma mirada. Que al camarero que te servía el café con una sonrisa ágil ahora le cuesta más moverse y hasta su voz suena distinta, más cansada. El pelo de muchos se ha cubierto de escarcha. Y tú, que sigues ahí, percibes con claridad que el calendario también te ha dejado sus marcas.

El tiempo ,ese hijo de puta, permítaseme la expresión, también nos arrebata. Nos obliga a despedirnos de quienes creíamos eternos. Nos rompe, nos pone a prueba. Pero al mismo tiempo, nos enseña. Nos moldea. Nos hace más sabios, o al menos más conscientes. A veces más cautos, a veces más temerarios, porque confundimos la experiencia con invulnerabilidad. Y de pronto, en medio de todo, aparece esa luz. Esa luz prodigiosa. Un destello que te recuerda que sigues aquí, que has vivido, que incluso en la rutina más simple, ver anochecer desde tu sofá, escuchar una canción vieja, escribir unas líneas, hay aprendizaje. Hay vida.

Diez años de blog. En breve. Y más de tres en dique seco. Silencio largo, necesario tal vez. Hoy regreso con esta entrada, con el deseo de retomar la costumbre de volcar en palabras lo que me venga en gana, sin más pretensión que la de crear un pequeño refugio en este rincón virtual que es mío. Dicen que las redes sociales mataron a los blogs. No lo creo. Son simplemente lenguajes distintos. Lo inmediato frente a lo pausado. El trino fugaz frente al párrafo reflexivo. Me alegra ver que algunos de aquellos compañeros de viaje en la vieja blogosfera siguen ahí, escribiendo con la misma constancia y entusiasmo de entonces. Resisten. Resistimos.

Este regreso, de momento, es una edición limitada. Un tanteo. Una prueba de hasta dónde me llevan las ganas de volver a este olvidado hábito. Veremos si la llama se mantiene o si solo ha sido el brillo fugaz de esa luz prodigiosa.

Hoy ya no me importan tanto los vientos como hace diez años. Ahora importa más el ser y el estar. Que soplen como quieran. Yo ya aprendí a resguardarme. Y si me tumban, al menos sabré cómo volver a levantarme. O cómo escribirlo.

13.8.12

La memoria colectiva (II)

¿Quién fue el primero en decir que la memoria colectiva de un país se mide en sus monumentos? Quizá fue un historiador, o un poeta que sabía que las piedras y las estatuas no son sólo arte o arquitectura, sino señales que una sociedad alza para no olvidar. Para que los ecos del pasado sigan resonando en el presente. Pero la memoria es más compleja, más líquida y menos estática que una estatua.

Desde finales del siglo XIX, la memoria empezó a desbordar las plazas y los parques para instalarse en los periódicos, en la radio, en las imágenes en movimiento, y finalmente en ese torrente incesante de voces y rostros que son los medios de comunicación. Ya no hacía falta reunirse en torno a una plaza para contar una historia, porque las historias se colaban en las casas por la caja mágica.

La memoria colectiva, entonces, se volvió un collage de sensaciones, olores, sonidos y colores. Es el café que se huele en la mañana, la voz quebrada de un cantante en un viejo tocadiscos, la mirada fija en un televisor en blanco y negro, la cinta de cassette que pasaba de mano en mano, las tardes en el cine de barrio con olor a palomitas y humo.

Es también la imagen fugaz de un telediario, una noticia que marcó el pulso de una época, el grito de una generación que pedía libertad, la historia que se repite para que no se olvide.

Esa memoria colectiva no está sólo en los libros o en los monumentos, sino en la piel misma de quienes la vivieron y la transmitieron, a veces con la voz entrecortada, a veces con risas y lágrimas, a veces con silencio y con nostalgia.

Memoria colectiva es Curro Jiménez cabalgando en la llanura, es el eco de un cante jondo en una noche de verano, es el balón que rueda en la calle, es el abrazo de un padre y un hijo al final del día.

La memoria colectiva somos nosotros, jugando, recordando, viviendo.

Y mientras tanto, yo me pido Curro.


24.3.11

¿Quién teme a Elizabeth Taylor?

Supongo que es algo casi universal, especialmente entre quienes sienten el cine como algo más que entretenimiento, casi como una parte de su vida misma: la pérdida de una gran estrella siempre es, en el fondo, una pequeña pérdida personal. No importa la edad, ni haber coincidido o no con la época dorada en que aquella figura deslumbró en las pantallas.

En mi caso, no crecí rodeado de estrenos de Liz Taylor. De hecho, la única película en la que la vi en estreno fue aquella desafortunada adaptación de Los Picapiedra en 1994, una versión que poco o nada tiene que ver con la leyenda que fue. Sin embargo, ¿quién no ha sentido un latido especial al verla, aunque fuese en blanco y negro y en la televisión, en obras como La gata sobre el tejado de Zinc, De repente, el último verano, Gigante o la inmortal Cleopatra? Y si me apuras, hasta en su visceral interpretación en ¿Quién teme a Virginia Woolf?, donde la fragilidad y la fuerza se entrelazan en un duelo inolvidable.

Como suele pasar con las grandes figuras, la prensa amarillista se encargó más de sus matrimonios tormentosos y sus batallas personales con el alcohol y los barbitúricos que de destacar la magnitud de su talento y la profundidad de su obra. Pero Liz Taylor fue mucho más que eso: fue un icono de la cultura popular, una actriz capaz de transitar entre géneros, papeles y emociones con una naturalidad que hoy sólo puede admirarse en los grandes mitos.

Hay algo en esa estrella que parece no extinguirse del todo, aunque las luces de aquel viejo Hollywood, con sus grandes producciones, sus sueños y sus glorias, se vayan apagando poco a poco. Porque el cine generacional, ese que fue el hogar de tantas historias que marcaron a toda una humanidad, se siente hoy más lejano, como una bruma que se aleja, y que, sin embargo, seguimos extrañando con la misma intensidad.

Liz Taylor se apaga como una luz que nunca termina de extinguirse, y con ella, un fragmento de ese Hollywood que supo ser el faro de millones de espectadores. No sólo se va una actriz, se va una época, un símbolo, un trozo de nuestra memoria.

Y aunque el telón haya bajado hace tiempo, esas luces que aún titilan en la oscuridad nos recuerdan que el cine, y las leyendas que lo habitan, son eternos.


23.2.11

Mi vago e infantil recuerdo del 23-F


 Retrotraerse en el tiempo treinta años no es tarea fácil, sobre todo para alguien que por aquel entonces aún no había alcanzado ni la edad de hacer la primera comunión. Y, sin embargo, algunos recuerdos de aquella fecha —que pasó a la historia de nuestro país más como una bochornosa efeméride que como lo que pudo haber sido— siguen flotando en la memoria como fragmentos borrosos de una película mal montada.

No tengo una imagen clara del 23 de febrero de 1981. Es lógico: era un niño de tercero de la extinta E.G.B., y por mi cabeza no pasaban ni la política, ni los partidos, ni los bandos, ni mucho menos el eterno conflicto de las dos Españas. Y tampoco falta que me hacía. Según cuentan mis padres, aquella tarde la pasé en casa de mi abuela. Ellos estaban en Zafra, en una de tantas revisiones oftalmológicas a las que debía acudir mi padre por los problemas que arrastraba desde hacía años. La noticia del "asalto" al Congreso les pilló allí, en la sala de espera de una clínica, y fue un familiar quien les alertó por la radio de lo que estaba ocurriendo. Sin pensarlo mucho, pusieron rumbo de vuelta a casa. Algo gordo pasaba, y el cuerpo lo sabía.

Yo, sin embargo, no recuerdo nada de aquella tarde ni de esa noche. Supongo que para mí fue un día más, en la casa de mi abuela, con merienda y dibujos animados. Mi padre, como tantos otros españoles, se pasó la noche pendiente de la radio y de la televisión, tratando de entender si todo aquello que con tanto esfuerzo se iba construyendo —aquello llamado democracia— no iba a ser arrojado por el retrete por cuatro exaltados, cuatro nostálgicos de tiempos oscuros en los que mandaban sin más ley que su voluntad, sin más orden que su uniforme.

No guardo recuerdos del 23-F en sí, pero sí de la mañana siguiente. Mi madre dudaba si llevarme o no al colegio. Había rumores de que no habría clases, o de que la situación no estaba del todo clara. Pero al final, con la intervención del rey durante la madrugada y el ambiente algo más tranquilo, decidió mandarme al cole. Al fin y al cabo, en el pueblo no se notaba nada raro, a pesar de que por entonces existía uno de los acuartelamientos militares más importantes de la región —hoy ya desmantelado del todo— y aquello podía haber tenido otro color si las cosas hubieran salido mal.

Para mí, un golpe de Estado no era más que una expresión lejana. Me sonaba a lo mismo que la Feria del Queso de Trujillo: algo importante para los mayores, pero que a mí me interesaba más bien poco. Lo que sí recuerdo con claridad son los corrillos en la calle, los comentarios cruzados entre vecinas, las frases que se repetirían durante años: “¡Que se sienten, coño!” o “¡Quieto todo el mundo!”. Aquellas palabras, más tarde icónicas, ya entonces circulaban entre risas nerviosas y miradas aún tensas.

El desconcierto fue aún mayor al llegar al colegio. Cada niño contaba una versión diferente de lo sucedido, como si hubiéramos asistido a mil películas distintas: que si ETA había matado al rey y a Suárez, que si los franquistas habían asesinado a todos los del Congreso, que un guardia civil se había vuelto loco y había matado a diestro y siniestro... Un auténtico cacao mental. Y luego, al volver a casa a la hora en que normalmente ponían alguno de esos programas soporíferos de las tardes, descubrí que estaban emitiendo una película de Danny Kaye, una comedia titulada El asombro de Brooklyn. Así que, en mi lógica infantil, pensé: “¿Y por qué no podría haber un golpe de Estado todos los días si eso significa que echan pelis chulas por la tele?”. Cosas de la edad.

La intentona pasó, y poco a poco la vida volvió a su cauce. En apenas unas semanas, comenzaron a circular miles de cintas de casete llenas de chistes sobre lo ocurrido. Se escuchaban en los coches, en las casas, en los bares. Aquello que pudo haber sido otra de las páginas más oscuras de nuestra historia, acabó quedando para muchos como un episodio surrealista, casi de opereta, protagonizado por unos cuantos nostálgicos armados de ridículo y pistola.

Con el tiempo, fui comprendiendo el verdadero alcance de aquel día que de niño no supe interpretar. Lo que entonces me pareció un circo con uniforme, me provoca hoy una mezcla de vergüenza, pena y desasosiego. Vergüenza por lo que intentaron imponer unos cuantos, creyéndose dueños del destino de todos. Pena porque cuando este país empezaba por fin a desperezarse de un letargo de cuarenta años, hubo quien quiso volver a sumirlo en la oscuridad. Y desasosiego porque, aunque han pasado décadas, aún hay quien sueña con imponer sin convencer, como se hizo tantas veces a lo largo de nuestra historia.

La foto que acompaña esta entrada es de aquel curso de 1981. Viéndonos en ella, con nuestras caritas de niños que no sabían nada de nada, está claro que no entendimos de qué iba la película. La de las Cortes, quiero decir. Porque la de Danny Kaye, esa sí, esa nos gustó a todos.

21.2.11

Albert Desalvo, el estrangulador de Boston.


Últimamente, me ha dado por revisitar clásicos del cine en DVD, esos filmes que en su día marcaron época o quedaron grabados en la memoria por algún motivo especial. Ya sean bélicas de los años 40 y 50, westerns de los 60 o grandes superproducciones de las décadas posteriores, siempre hay algo que te atrapa. Lo curioso es que al cabo de los años muchos recuerdos se desdibujan, los argumentos se entremezclan y, en ocasiones, la lógica parece ausente al tratar de reconstruir esas historias que en su día nos impactaron.

Así que en uno de esos días me hice con un ejemplar de El estrangulador de Boston, película de 1968 protagonizada por dos auténticos monstruos del cine: Henry Fonda y el recientemente fallecido Tony Curtis. Metí el DVD en el reproductor y, ¡zas!, como si la hubiera visto hace un par de meses, el filme volvió a atraparme. Creo recordar que la vi por primera vez en una de aquellas sesiones de "Sábado Cine" que TVE emitía en los años 80, justo después de Informe Semanal. Por entonces, con solo dos canales públicos y una audiencia muy repartida, esos programas eran verdaderos eventos.

Pero no quiero hablar tanto de la televisión española ni del film en sí, sino del personaje real en el que está basado: Albert DeSalvo, tristemente conocido como el Estrangulador de Boston. Porque, sí, la historia fue real y sucedió a comienzos de los años 60 en la ciudad estadounidense.

Albert DeSalvo parecía un hombre común, un tipo normal y corriente, casado, padre de dos hijos, empleado en una fábrica de cauchos. Nadie podría haber sospechado que tras esa apariencia anodina se escondía un asesino en serie. Vivía una existencia rutinaria: de la fábrica a casa y de casa a la fábrica, sin levantar sospechas entre sus compañeros o vecinos. Su juventud estuvo marcada por algunos altercados menores, pero nada que apuntara a lo que estaba por venir.

Nacido en Massachusetts en 1931, DeSalvo fue uno de cinco hermanos. Su infancia estuvo marcada por la violencia doméstica, ya que su padre era un hombre agresivo que golpeaba a su esposa y a sus hijos. Esta situación desembocó en el divorcio y el posterior nuevo matrimonio de su madre, lo que deterioró aún más la relación con Albert. Ya adulto, y tras alistarse en el ejército, fue destinado a Alemania, donde conoció a la que sería su esposa, con quien tuvo dos hijos, a los que adoraba y con quienes compartía largas horas jugando o viendo televisión.

Entre junio de 1962 y enero de 1964, Boston fue el escenario de una ola de terror provocada por trece asesinatos. Las víctimas, en su mayoría mujeres de edad avanzada, fueron estranguladas con una violencia fría e implacable. DeSalvo aprovechaba el espacio de tiempo entre la salida del trabajo y su llegada a casa para cometer estos horribles crímenes, eligiendo a sus víctimas por su fragilidad e indefensión.

La historia de Albert DeSalvo es, más allá del thriller o el drama, un estremecedor retrato de la oscuridad que puede ocultarse tras una apariencia banal, y la manera en que el mal puede infiltrarse en lo cotidiano sin que nadie lo advierta hasta que es demasiado tarde.

Hechos más o menos similares hemos visto, por desgracia, decenas de veces, tanto fuera como dentro de nuestro país. No es algo nuevo, ni exclusivo de un lugar o época. Sin embargo, lo que siempre me ha intrigado —y creo que a muchos también— es qué es lo que lleva a una persona, que aparentemente parece normal, con una vida cotidiana totalmente común, a convertirse en un monstruo capaz de cometer tales atrocidades.

Personas que podrían ser vecinos, amigos de la infancia, compañeros de trabajo, que comparten con nosotros preocupaciones típicas y terrenales: la hipoteca, el coche, el fin de mes ajustado, las vacaciones soñadas. ¿Qué mecanismos invisibles en su mente se activan para desencadenar el horror? Por mucho que la psiquiatría intente explicar con términos como trastornos disociativos, personalidades múltiples o esquizofrenia paranoide, la verdad es que me cuesta creer que alguien pueda adentrarse realmente en la oscuridad que habita en la mente de uno de estos asesinos y entender qué fue lo que les llevó a cruzar esa línea definitiva.

Y ahí reside el verdadero miedo, el temor profundo y constante, porque nunca sabremos con certeza quién es capaz de cometerlo. Esa persona terrible puede ser, en apariencia, el vecino del piso de enfrente, un amigo de la infancia con el que compartiste risas y juegos, o el cajero del supermercado donde vas a comprar cada día sin levantar sospechas.

Albert DeSalvo fue condenado a cadena perpetua en 1966, pero no pudo cumplir mucho tiempo su condena: fue asesinado por un compañero de celda en 1973. Y sin embargo, su historia sigue resonando como un oscuro recordatorio de lo frágil que es la línea que separa la normalidad de la locura y la barbarie.

7.2.11

George Reeves y la maldición de Supermán


Ayer por la tarde disfruté de una película Titulada "Hollywoodland", cinta del año 2006 basada en hechos reales con Adrien Brody y Ben Affleck, donde nos cuenta la historia de George Reeves un prometedor actor que comenzó su carrera participando en la legendaria película "Lo que el viento se llevó" y terminó protagonizando una serie de Supermán para la televisión Norteamericana durante varios años, papel que le dió la fama, pero del cual quiso desprenderse a toda costa y quedar encasillado en roles similares que jamás sacaron a la luz el posible talento interpretativo que pudiera haber tenido.
Para todos nosotros, Supermán, el nuestro, siempre será Christopher Reeve, que curiosamente casi coincide en apellido con el héroe de los años 50, pero nada tenían que ver el uno con el otro. También sabemos el trágico final que tuvo Christopher, relegado en los últimos años de su vida a una silla de ruedas y a un respirador debido a un desgraciado accidente de equitación que le privó de toda movilidad posible y que finalmente fué la causa de su prematura muerte en 2004 a los 52 años de edad.
El otro Supermán, George Reeves tampoco tuvo un final feliz, además de rodeado de un gran misterio que es la trama de la película que ayer ví, ya que jamás se pudo esclarecer si su muerte fué un suicidio o un asesinato en toda regla.

El 16 de junio de 1959, George Reeves murió de una herida de bala en la cabeza en el dormitorio del piso de arriba de su casa a la edad de 45 años.
La policía tardó menos de una hora en llegar, estando presentes en la casa en el momento de la muerte de Reeves, su novia Leonore Lemmon, William Bliss, el escritor Robert Condon, y Carol Van Ronkelcon su marido, el guionista Rip Van Ronkel. Se dice que Reeves jamás se puedo autoinflingir un disparo, ya que el arma no tenía huellas, el casquillo se encontró debajo de su cuerpo y se encontraron dos impactos de bala en la habitación. Se dice que podía haber sido por encargo de una amante con la que Reeves terminó un tiempo antes, que podóa haber sido su propia novia ya que el segundo impacto de bala confesó haber sido hecho por ella la mañana antes accidentalmente... Sea como fuere, la muerte de Reeves fué archivada, a pesar de las investigaciones privadas que su propia madre encargó que demostraban que no fué un suicidio y de los testimonios de amigos que declararon que George Reeves jamás se hubiera suicidado.

Dos actores, dos finales trágicos que irónicamente jamás hubiese tenido el personaje que compartían. Esto del cine crea mito, leyendas, historias rodeadas de un halo de misterio que en muchas ocasiones la realidad supera a la ficción. Supermán, up in the Sky¡¡¡.

30.11.10

Fútbol y crisis

Curioso es que, en tiempos de crisis, un partido de fútbol como el de ayer entre el F.C. Barcelona y el Real Madrid se haya convertido en el evento futbolístico más visto en la historia de la televisión de pago en España. Más de un millón y medio de espectadores sintonizaron Gol Televisión, mientras que en Canal+ Liga, la otra opción de pago para seguir el encuentro, se acercaron al millón. Y eso sin contar a los millones que, no teniendo acceso a estas plataformas, optaron por ver el partido en el bar más próximo, en casa de amigos o familiares, o bien escucharon la radio o lo siguieron por internet desde sus dispositivos.

Ya sabemos cómo es esto: crisis, lo que se dice crisis, pues sí, la hay y bien dura. Pero hay ciertas cosas que parecen inmunes a ella. Ferias, fiestas, puentes, vacaciones veraniegas y, por supuesto, esos pubs y bares de fin de semana donde nadie parece escatimar cinco euros mínimo por una copa. La vida sigue, o al menos se intenta, y el fútbol, al fin y al cabo, es un refugio perfecto.

Ayer se repitió la historia: el Nou Camp a reventar un lunes a las 21:00 horas. Quien no pudo ver el partido en casa, se las apañó para ir a casa de un amigo, un familiar, un vecino. Las peñas, ya sean de los blancos o de los blaugrana —que no son pocas en España— llenaron sus locales hasta el último asiento. Y si nada de eso era posible, siempre queda la vieja confiable: el transistor en la oreja o la conexión a internet para no perderse ni un detalle.

El fútbol no resuelve problemas. No reduce el paro, no sube sueldos, no readmite a los despedidos ni aumenta los subsidios de desempleo. No disminuye los robos ni la violencia de género. El fútbol es, simplemente, once tipos con camiseta y gallumbos corriendo detrás de un balón con la única intención de meterlo en tres maderos al final de cada lado del campo.

Sencillo, sí, pero a la vez complejo por las cifras astronómicas que mueve, por el espectáculo que genera y, sobre todo, porque si en un par de horas consigue hacer que millones olvidemos las preocupaciones y los martirios diarios, para mí ya merece el mayor de los respetos.

Habrá quien no lo entienda, a quien le aburra, o sencillamente le dé igual. Otros encontrarán su diversión en otras cosas. Pero de lo que no tengo duda es que, en tiempos difíciles, el fútbol —como otros eventos de ocio y cultura— sirve como válvula de escape, un respiro para la gente que lucha día a día con problemas reales, mientras los focos están encendidos. Porque, aunque cuando se apaguen todo siga igual, esos momentos, aunque fugaces, tienen su valor.


26.11.10

Tras los pasos de Carlos V


Las fotografías que hoy comparto tienen ya más de un año y, curiosamente, aunque en su momento las publiqué en "Extremadura Perdura", nunca llegaron a ver la luz en este blog. No sé muy bien por qué, quizá la vorágine del día a día o el cúmulo de proyectos pendientes. Pero hoy quiero enmendar ese olvido y acercaros la experiencia que vivimos los miembros fundadores del club de senderismo “La Cabra Juliana” en una ruta verdaderamente especial: la Ruta de Carlos V.

Este sendero conecta dos pueblos emblemáticos de La Vera, Tornavacas y Jarandilla, y se dice que sigue el mismo trazado que recorrió el emperador Carlos V en 1556 durante su último viaje hacia el retiro definitivo en el Monasterio de Yuste, en Cuacos. Son aproximadamente 28 kilómetros que nos sumergen en un paisaje impresionante: bosques espesos, montañas imponentes, caminos empedrados que parecen contar historias, subidas que retan a tus piernas y bajadas que ponen a prueba la resistencia de tus rodillas.

Es un trayecto para quienes disfrutan del contacto más puro con la naturaleza, para quienes saben que la verdadera belleza está en el esfuerzo y en la conexión con el entorno que te rodea. El murmullo de los riachuelos, el susurro del viento entre los árboles, el aroma de la vegetación… todo acompaña cada paso.

Importante destacar que esta ruta no debe confundirse con la más conocida Ruta del Emperador, que va desde Jarandilla hasta el monasterio de Yuste y es mucho más corta y sencilla. La Ruta de Carlos V entre Tornavacas y Jarandilla es un desafío mayor, un recorrido para amantes del senderismo que buscan adentrarse en la historia y en la naturaleza al mismo tiempo.

Una experiencia para repetir, para recomendar y, sobre todo, para vivir intensamente.