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14.1.18

El corazón de Auschwitz

En mi reciente visita a la exposición sobre Auschwitz en Madrid, entre tantas historias tremendas de supervivencia y horror, me encontré entre los más de 600 objetos originales que componen la muestra, testigos directos de uno de los hechos de la humanidad más terribles y oscuros, con este librito en forma de corazón, todo un símbolo de la unión entre las prisioneras en aquel campo de la muerte. Fue elaborado, a pesar de los pocos medios y materiales de que disponía por Zlatka Pitluk, de nacionalidad Bielorrusa. En sus escasas páginas aún hoy puede apreciarse la firma y los buenos deseos, en polaco, alemán, francés y hebreo de otras 19 prisioneras en el cumpleaños de otra prisionera de nombre Fauna Fainer. Zlatka logró sobrevivir, de Fauna Fainer no se volvió a saber nada.
De los más de 1.3 millones de personas que fueron deportadas a Auschwitz-Birkenau desde diferentes puntos de Europa por el régimen nazi de Hitler, apenas se registró e internó en el campo a 400.000. Casi 1000.000 de prisioneros restantes fueron asesinados en la cámara de gay quemados en los hornos crematorios del campo en un plazo de apenas unas horas desde su llegada en tren dentro de vagones para el transporte de ganado.

17.10.17

De todos los seres vivos que he conocido.


De todos los seres vivos que he conocido, Federico es el primero. No hablo ni de su teatro ni de su poesía, hablo de él. La obra maestra era él. Me parece, incluso, dificil encontrar alguien semejante. Ya se pusiera al piano para interpretar a Chopin, ya improvisara una pantomima o una breve escena teatral, era irresistible. Podía leer cualquier cosa, y la belleza brotaba siempre de sus labios. Tenía pasión, alegría, juventud. Era como una llama. Cuando lo conocí, en la Residencia de Estudiantes, yo era un atleta provinciano bastante rudo. Por la fuerza de nuestra amistad., él me transformó, me hizo conocer otro mundo. Le debo más de cuanto podría expresar.
Jamás se han encontrado sus restos. Han circulado numerosas leyendas sobre su muerte, y Dalí, innoblemente, ha hablado incluso de un crimen homosexual, lo que es totalmente absurdo.
En realidad, Federico murió porque era poeta. En aquella época, se oía gritar en el otro bando: ¡Muera la inteligencia!
En Granada, se refugió en casa de un miembro de la Falange, el poeta Rosales, cuya familia era amiga de la suya. Allí se creía seguro. Unos hombres (¿de qué tendencia? Poco importa) dirigidos por un tal Alonso fueron a detenerlo una noche y le hicieron subir a un camión con varios obreros.
Federico sentía un gran miedo al sufrimiento y a la muerte. Puedo imaginar lo que sintió, en plena noche, en el camión que le conducía hacia el olivar en que iban a matarlo.
Pienso con frecuencia en ese momento.
Luis Buñuel. Mi último suspiro. (Memorias) 1982.

7.8.17

Narcos. Temporada 3



Una de las mejores y más exitosas series de los últimos años vuelve con una nueva temporada. Finiquitada la tremenda historia de Pablo Escobar, esta vez la trama de la serie se centra en el cartel de Cali, por lo que sigue situada en la siempre turbia Colombia. Algunos de los protagonistas que ya vimos en las dos temporadas enteriores vuelven a aparecer  como Pedro Pascal que interpreta al agente Peña y a Boyd Holbrook que da vida al agente de la DEA Steve Murphy. Al mismo tiempo hay nuevas incorporaciones y sobre todo, conocidos del cine y la televisión en nuestro país como las de Alberto Ammann o Javier Cámara y Miguel Ángel Silvestre, que interpretarán a miembros del famoso cártel de la droga Colombiana. Netflix, después del exitazo de las dos primeras entregas, ha vuelto a apostar por la historia de los narcotraficantes más célebres y sus circunstancias llenas de excesos y ya se anuncia una cuarta. El estreno será el próximo 1 de septiembre y para ir abriendo boca el espectacular trailer en el que nos avisa que "El día que Pablo murió, el cártel de Cali se convirtió en el enemigo público número uno. Se hicieron llamar los caballeros de Cali, los capos más grandes de la droga".

3.8.17

12+1

Siete títulos mundiales en la categoría de 125 cc y otros seis en 50 cc. Doce más uno, que no es lo mismo que trece, en honor a su propia superstición, pero sí un legado insuperable. Ángel Nieto nos ha dejado a los 70 años.

Resulta irónico, y quizá cruel, que quien durante décadas batalló a lomos de una moto, jugándose la vida en cada curva, derrapando en la delgada línea entre el riesgo y la gloria, haya perdido la suya en un accidente fuera de las pistas. Esta vez, no con dos ruedas, sino a bordo de un vehículo de cuatro.

La historia del motociclismo español, que en tiempos recientes vive su época dorada, debe mucho a un pionero, a un precursor, a un hombre que allanó el camino para que generaciones posteriores consiguieran la gloria que hoy disfrutamos. Ángel Nieto fue más que un campeón; fue un símbolo de pasión, sacrificio y talento.

Su nombre seguirá resonando en los circuitos y en el corazón de quienes aman este deporte.


2.8.17

Lorca: Un poeta en Nueva York


"Poeta en Nueva York" debería ser considerado patrimonio de la humanidad, o al menos patrimonio cultural de este país, que con frecuencia menosprecia a sus grandes poetas y escritores o el reconocimiento les llega demasiado tarde, tan tarde que en la mayoría de los casos esos autores no viven para verlo. El caso de Federico, durante cuarenta años, más reconocido y leído en el extranjero que en España, es otro de los muchos que a día de hoy, a pesar de la trascendencia de su figura y legado, sigue sin tener esa difusión que con orgullo deberíamos propagar por cada rincón de este país. El cómic "Lorca, un poeta en Nueva York" nos muestra una particular y excelente visión sobre la estancia de Federico García Lorca en esta ciudad Estadounidense. A través de los testimonios de sus allegados y de las cartas que el poeta Granadino escribía desde la gran manzana, seremos partícipes de todas las pasiones, inquietudes y obsesiones de Federico.
Fue un 25 de junio de 1929 cuando desembarcó del transatlántico Olympic, con la compañía de su amigo y mentor Don Fernando de los Ríos.
"Pararé en América seis o siete meses y regresaré a París para estar el resto del año. Nueva York me parece horrible, por eso mismo me voy allí", le escribió  algunos días antes de partir a Carlos Morla Lynch, añadiendo, "Tengo además un gran deseo de escribir, un amor irrefrenable por la poesía, por el verso puro que llena mi alma todavía estremecida como un pequeño antílope por las últimas brutales flechas". Federico llegó a la cosmopolita ciudad con la sana intención de reparar cierto desengaño amoroso y del rechazo de sus amigos Buñuel y Dalí, tras su extraordinario éxito en España de su "Romancero gitano"
 Aquellos días de Lorca en Nueva York, ciudad con mil diferencias tanto culturales como sociales a la España y más en concreto a la Granada de finales de los años veinte del pasado siglo otorgará a nuestro poeta de una visión de la vida sensiblemente distinta a la que había vivido hasta entonces.
Los sueños del nuevo mundo, la multiculturalidad de los emigrantes, los negros de Harlem, el Jazz...
Cuando Federico regresó a España, todos pensaron que parecía otro, nuevo, renovado, y hay quien dice que aquella luz especial de ese viaje a Nueva York, le acompañó hasta aquella madrugada de agosto entre Víznar y Alfacar.

EL autor: Carlos Esquembre (Valencia, 1985) músico y dibujante formado en la Escola Joso de Barcelona. Ha trabajado como ilustrador freelance y realizado storyboards para producciones audiovisuales en Dacsa producciones, Timelapse creative Agency y Rimores Factory.
Su primera incursión en el cómic tuvo lugar en 2013, cuando se autopublicó "The body", un tebeo de ciencia ficción donde unos diminutos sanitarios son introducidos en el interior de un cuerpo humano enfermo. Además de eso, también ha participado en la antología "Visiones del fin", publicada por Aleta en 2015, pero "Lorca: un poeta en Nueva York"es su primera novela gráfica.

1.8.17

Mis infames favoritos del cine. Hoy: Apollo Creed


   Hoy comienzo una serie de publicaciones dedicadas a unos personajes que siempre me han fascinado: los malos de la película.

Porque no hay historia memorable sin un buen antagonista. El cine, como reflejo de nuestras pasiones, miedos y contradicciones, ha dado vida a una galería inagotable de villanos que, con sus sombras, muchas veces eclipsan la luz del protagonista.

Los hay de todos los tipos y colores. Están los malos perversos, que disfrutan del daño que causan; los atormentados, cuya maldad nace del dolor; los sádicos, que se deleitan en el sufrimiento ajeno; los terroríficos, que habitan nuestras pesadillas; los torpes, que en las comedias provocan más risa que miedo; los redimidos, que encuentran la luz en el último momento; y los ángeles caídos, cuya caída nos conmueve tanto como su poder.

No hay película que se precie sin su némesis. De hecho, en no pocas ocasiones, es el villano quien sostiene el conflicto, quien da profundidad a la trama y quien, paradójicamente, despierta mayor interés que el héroe. Hay villanos que se han convertido en leyendas del séptimo arte, dejando una huella más profunda que el protagonista mismo.

Y seamos sinceros: en más de una ocasión hemos soñado con ser el malo. Con tener su carisma, su inteligencia, su capacidad para romper las reglas. Nos ha indignado verlo fracasar cuando estaba a punto de cumplir su diabólico plan, y nos ha dolido que muera justo en el momento en que más disfrutábamos de su maldad. Otras veces, claro está, lo hemos odiado con todo nuestro ser. Hemos deseado que su final sea cruel, justo y definitivo… y sin embargo, el protagonista, con su sentido de la justicia y su buen corazón, lo perdona o le ofrece una salida digna, frustrando así nuestras ganas de venganza.

Porque el villano no solo existe para ser derrotado. Existe para hacer crecer al héroe, para poner a prueba su moral, para hacernos reflexionar sobre los límites del bien y del mal. El villano, en el fondo, también somos nosotros.

Con esta serie quiero rendir homenaje a esos personajes que, aun siendo los “malos”, muchas veces se roban la película. Analizaré sus motivaciones, su evolución, su impacto en la cultura popular, y cómo a veces nos resultan más humanos —o más interesantes— que los propios protagonistas.

Bienvenidos al lado oscuro del cine.
Aquí comienza el homenaje a los grandes villanos de la gran pantalla.


 Y Y comienzo hoy, en referencia al post de ayer, con una figura que, aunque no lo parezca a simple vista, encarna muchos de los rasgos del “malo de la película”: Apollo Creed.

Conviene, eso sí, aclarar que el personaje de Creed sufre una evolución notable a lo largo de la saga Rocky. Su transformación es uno de los elementos más interesantes de su arco narrativo.

En su primera aparición, en la mítica Rocky (1976), dirigida por John G. Avildsen, Apollo se nos presenta como un tipo arrogante, narcisista, ambicioso, provocador, burlón y claramente prepotente. No duda en utilizar su posición de campeón mundial de los pesos pesados para organizar un combate que le sirva como espectáculo mediático y maniobra publicitaria. En un gesto que mezcla cálculo y falsa generosidad, le ofrece una oportunidad por el título a un completo desconocido: un boxeador de segunda categoría de Filadelfia llamado Rocky Balboa.

En esa primera entrega, todo en Apollo lo convierte en el antagonista: su actitud altiva, su desprecio hacia el rival, su confianza excesiva. No es un villano en el sentido estricto, pero sí un claro oponente. Todos deseamos, de una forma u otra, que Rocky le dé una lección, que lo derrote. Y aunque en ese primer combate el desenlace no llega a ser una victoria para el potro italiano, sí es una victoria moral que cambia el rumbo de ambos personajes. La verdadera derrota de Creed llega in extremis, en la segunda parte de la saga (Rocky II, 1979), cuando Balboa lo vence en un combate épico.

A partir de ahí, Apollo Creed deja de ser un “malo” y pasa a ocupar un lugar completamente distinto. La rivalidad se transforma en respeto, el respeto en amistad, y finalmente, en hermandad. Tras la muerte de Mickey, el viejo entrenador de Rocky, es el propio Apollo quien se convierte en su mentor, consejero, entrenador y aliado. Lo ayuda a recuperar el espíritu combativo y a reinventarse como boxeador.

Apollo Creed estuvo interpretado por el actor Carl Weathers en las cuatro primeras películas de Rocky. Hace un par de años, una especie de Spin off, aunque yo no la llamaría así, nos presentaba a el hijo ilegítimo del campeón de los pesos pesados siguiendo la estela de su padre en el mundo pugilístico y contando con la inestimable ayuda de, ¿quien si no? Rocky Balboa, continuando así el legado del apellido Creed que según parece tendrá una continuación más, de momento, en la gran pantalla. Estaremos atento a Adonis Creed Johnson, heredero además de sus dotes como boxeador, del orgullo irracional de su padre que no le lleva a buen puerto en ocasiones.

31.7.17

Rocky


“Rocky” tal vez sea una de esas películas que, con el paso del tiempo, se ha visto injustamente arrinconada en el baúl de las cintas “populares”, como si eso fuera un insulto.

Salvo que seas uno de esos fieles que no se pierde ni un guiño de Stallone, ni una escena de tiros, ni una de esas frases guturales que hay que subtitular incluso en inglés, es probable que no la menciones cuando hablas de “cine con mayúsculas”.

Y sin embargo…
Reconocer que “Rocky” es una obra maestra cuesta. Cuesta porque lleva el sello de Sylvester Stallone, un hombre que, para muchos, representa la testosterona de videoclub, el héroe de acción de camiseta ajustada y frases de una línea. Pero antes de que fuera Rambo, Cobra o ese señor de mandíbula de granito que colecciona mercenarios en películas numeradas, Stallone fue un tipo con hambre. Hambre real. De la que suena en el estómago y se nota en la cuenta del banco.

Corría la mitad de los años 70, una época en la que el cine aún se arriesgaba, y en la que Stallone era un perfecto desconocido. Un actor italoamericano que aceptaba lo que le echaran: papeles breves, muchos sin frase, algunos olvidables. Su cara empezaba a sonar en los círculos de casting, pero su futuro en Hollywood era, siendo generosos, una incertidumbre.

Y entonces ocurrió.
Una noche, sin más planes que sobrevivir al fin de semana, se sentó a ver un combate de boxeo en televisión. En la pantalla, Muhammad Alí, el más grande, se enfrentaba a un desconocido: Chuck Wepner, un púgil de tercera al que pocos daban más de dos asaltos. Pero Wepner no leyó ese guion. No solo no hizo el ridículo, sino que aguantó los quince asaltos, encajó golpes imposibles y puso contra las cuerdas a Alí. No ganó, pero se ganó el respeto del público. Y eso, a veces, vale más.

A Stallone se le encendió una luz.
Aquella pelea fue su “Eureka” de sudor y guantes. Se puso a escribir como un poseso. En tres días tenía el primer borrador de Rocky, la historia de un tipo normal, trabajador, con cara de que la vida no le ha dado tregua pero con un corazón que no cabe en su chándal de terciopelo. Un boxeador de barrio al que, de repente, la vida le ofrece una oportunidad imposible.
No para ganar. Sino para demostrar que no es un don nadie.

Lo curioso es que Stallone ya había escrito más de veinte guiones antes. Todos acababan en la misma papelera de las productoras: la que huele a promesas rotas. Pero esta vez era distinto. Este guion tenía alma. Tenía puños, pero también ternura. Tenía músculo, sí, pero también poesía.
Cuando lo presentó, muchas productoras quisieron comprarlo… siempre y cuando él no actuara. Querían a un actor conocido. Él, con un puñado de dólares en la cuenta y un perro que alimentar, se negó. Si la historia era suya, él sería Rocky.
Y lo fue. De pleno derecho. Con esa mezcla de torpeza entrañable, dignidad obrera y mirada de perro apaleado.

“Rocky” se estrenó en 1976. Costó menos de un millón de dólares y recaudó más de 225 millones en todo el mundo. Ganó el Óscar a la mejor película, mejor director y mejor montaje. El guion de Stallone también estuvo nominado.
Lo que había empezado como una historia pequeña, casi una carta desesperada de un tipo con fe en sí mismo, se convirtió en leyenda cinematográfica.

Y sí, luego vinieron las secuelas. Algunas brillantes, otras innecesarias. Rocky se enfrentó a soviéticos, a músculos imposibles y hasta a sí mismo. La saga fue mutando, como lo hacen los mitos. Pero esa primera película, esa original, sigue siendo una de las grandes.
No porque ganara un combate, sino porque nos enseñó que, a veces, lo verdaderamente heroico es aguantar de pie hasta el final. Que se puede perder por puntos y aun así salir victorioso. Que se puede venir de abajo, muy abajo, y decirle al mundo: “¡Eh, estoy aquí!”

“Rocky” no es solo cine. Es el reflejo de todos los que alguna vez hemos querido demostrar que valemos, aunque nadie apostara por nosotros.
Y eso, señores, no lo supera ni el mejor plano secuencia de autor.


El guion de “Rocky” no nació en una gran oficina ni en un retiro de escritores con vistas al mar.

Nació en tres días, con prisas, con hambre —literal y metafóricamente— y con un tipo llamado Sylvester Stallone que lo apostó todo a una idea que para otros era solo “una peli más de boxeo”.

Aquel combate entre Muhammad Alí y Chuck Wepner había encendido algo en su interior. Stallone escribió sin parar durante 72 horas. Lo que puso sobre la mesa de los productores Irwin Winkler y Robert Chartoff no era solo una historia de golpes y sudor. Era la vida misma: la de un hombre al borde del fracaso, al que el destino le lanza una última oportunidad. Y ese tipo no se llama Chuck, ni Muhammad, ni Sylvester. Se llama Rocky Balboa. Un don nadie con corazón de campeón.

Winkler y Chartoff no eran unos novatos. Sabían reconocer una buena historia cuando la veían. El guion les gustó. Pero, claro, había condiciones. Se podía hacer con bajo presupuesto, en poco tiempo, y con algún actor conocido para asegurar taquilla. Barajaron nombres: Burt Reynolds, Ryan O’Neal, incluso Robert Redford. Estrellas. Caballos ganadores. Pero Stallone no soltaba el papel. Quería ser él. Él o nada.

No fue fácil. Los productores se lo pensaron. Durante semanas. Pero algo en esa convicción —la misma con la que Rocky aguanta en el ring— los convenció. Finalmente, dijeron sí.
Sí a una historia pequeña con alma gigante.
Sí a un actor sin carrera que hablaba raro pero escribía como quien se juega la vida.

La dirección se confió desde el principio a John G. Avildsen, que venía de firmar Salvad al tigre con Jack Lemmon y Un caradura simpático con Burt Reynolds. Avildsen comprendió que Rocky no era una película sobre boxeo. Era una película sobre dignidad.

El rodaje fue casi un combate en sí mismo. En febrero y marzo de 1976, durante poco más de un mes, rodaron la película en Filadelfia y algunas localizaciones de Los Ángeles. El presupuesto apenas rozaba el millón de dólares.
Stallone no había pisado un gimnasio de boxeo en su vida. Aprendió con Jimmy Gambina, entrenador profesional y coreógrafo de los combates. Fue él quien diseñó desde la pelea inicial en la parroquia hasta el épico combate final contra Apollo Creed, interpretado por un carismático Carl Weathers.

Por si fuera poco, Rocky marcó un hito técnico: fue la primera vez que se utilizó el Steadycam en una película de boxeo. Gracias a ese invento, el operador podía moverse con fluidez entre las cuerdas del cuadrilátero, acercándonos como nunca a la respiración entrecortada, al sudor en las cejas, al corazón latiendo fuerte en el pecho del púgil.

Y luego vino el milagro.
La historia del “sexto italiano” de Filadelfia conquistó al mundo. Recaudó más de 60 veces lo que costó, se convirtió en la película más taquillera de 1976, y ganó los Oscar a mejor película, mejor director y mejor montaje.
Stallone, el tipo que había vendido a su perro porque no podía alimentarlo, fue nominado a mejor actor y mejor guion. Hasta ese momento, solo lo habían conseguido mitos como Charles Chaplin con El gran dictador y Orson Welles con Ciudadano Kane.

Rocky convirtió a Stallone en estrella. Pero no fue una estrella fugaz.
Más de 40 años después, sigue siendo una figura indiscutible de Hollywood. Porque Rocky no es una película: es un símbolo. De los perdedores que no se rinden. De los que no nacieron con padrino pero se ganaron el respeto a base de agallas.

Y no se puede hablar de Rocky sin mencionar a sus secundarios, que dieron forma a ese universo humano y entrañable:

  • Burgess Meredith, el entrenador Mickey, con su voz de lija y sus frases de amargo sabio.

  • Talia Shire, como Adrian, tímida, dulce, el ancla emocional de Rocky.

  • Y Burt Young como Paulie, cuñado, amigo, lastre y reflejo de la vida dura de barrio.

Los productores vieron el filón, claro. Y llegó Rocky II, y luego Rocky III, IV, V… hasta la nueva saga con Creed. Pero ninguna como la primera. Esa que se rodó con prisas, sin dinero, pero con el corazón latiendo en cada plano.
Esa que no habla de ganar, sino de aguantar. De resistir. De no caer sin dar pelea.


La música de “Rocky”, compuesta por el maestro Bill Conti, no solo acompañó a una película: acompañó a toda una generación.
Con su mezcla de épica y emoción, el tema principal —“Gonna Fly Now”— fue nominado al Oscar y se coló en nuestros oídos para no marcharse nunca más. ¿Quién no ha subido una cuesta, trotado por el paseo del pueblo o hecho flexiones en casa mientras la tarareaba (aunque fuera desafinado y con la respiración al borde del colapso)?
El poder de esa melodía es universal. Te levanta. Te empuja. Te hace creer que puedes, aunque no tengas escaleras monumentales a mano ni un chándal gris con capucha.

Rocky no es solo un personaje. Es casi un amigo que ha estado ahí en las distintas etapas de nuestras vidas.
En la infancia, cuando soñábamos con ser fuertes y valientes como él.
En la adolescencia, cuando nos sentíamos incomprendidos y él nos enseñaba que, con perseverancia, se puede llegar lejos aunque vengas de abajo.
En la juventud, cuando empezamos a pelear nuestros propios combates: laborales, emocionales, interiores.
Y en la madurez… cuando entendemos que no todo va de ganar, sino de seguir en pie después del golpe.

“Gonna fly now!”, gritamos por dentro —o a veces por fuera, cuando no hay vecinos cerca—, mientras nos enfrentamos al lunes, a la rutina, a la vida.
Y es que Rocky no nos enseñó a boxear. Nos enseñó a levantarnos. A creer, incluso cuando todo parece perdido.
Es por eso que esta historia, esta música, y este personaje, han traspasado el tiempo y las fronteras.

Este post va dedicado, con cariño y una sonrisa nostálgica, a mi primo Joserra.
A quien, sin querer —o queriendo un poco, lo reconozco— le metí en vena la saga completa hace ya unos cuantos años. Desde entonces, cada vez que escuchamos esa fanfarria de trompetas, sabemos que estamos de nuevo en el ring.
Y que vamos a luchar.
Como siempre.
Como Rocky.


30.7.17

El tiempo acaba con todo




-¿Era bueno?
-¿Quién?,¿Apollo? Fantástico, el boxeador perfecto, no ha habido nadie mejor.
-¿Y cómo le ganó?
-El tiempo le ganó, el tiempo acaba con todo, es implacable.


Creed, La leyenda de Rocky (2015) Dirigida por Ryan Coogler

28.7.17

Siempre nos quedará Casablanca


Hay películas que no transcurren: permanecen. Que no envejecen: maduran. Que no se desgastan con los avances tecnológicos, sino que los sobrevuelan con la elegancia de los clásicos inmortales. Casablanca es una de esas pocas obras que, con el paso del tiempo, no se limita a resistir el olvido: lo derrota.

Ha sobrevivido a los proyectores de bobina y a los televisores de tubo, al VHS y al láser disc, al DVD, al Blu-Ray, al streaming, a la nostalgia y a la sobreexposición. Y sigue ahí, incólume, intacta, como si se hubiera estrenado ayer. Porque cuando se visiona por primera vez —y se conoce de antemano algo de su aura legendaria— se accede a una especie de templo invisible donde cada plano es un rito y cada frase, una letanía.

Ver Casablanca es sentirse en casa. Uno cree haber estado ya allí, en ese café mítico de paredes cargadas de humo, entre exiliados, espías y soldados perdidos en el tiempo. Junto a Rick, observando el mundo a través de un vaso de bourbon y una mirada entre irónica y herida.

La película lo tiene todo: un guion que roza la perfección —escrito a múltiples manos, pero de alma única—, interpretaciones que han trascendido a sus actores, una fotografía que convierte la penumbra en poesía, una puesta en escena de teatral sobriedad y una música que no acompaña la emoción: la provoca. Drama, romance, espionaje, humor, tragedia y redención. Todo ello en un metraje contenido que no da respiro, ni tregua.

Fue a principios de los años 40 cuando Hal B. Wallis, figura clave en la maquinaria creativa de la Warner Bros., recibió en su despacho una obra teatral aún sin estrenar, titulada Everybody Comes to Rick’s, firmada por Murray Burnett y Joan Alison. Aquella pieza condensaba ya buena parte de la tensión dramática y de los arquetipos morales que luego definirían a Casablanca. Wallis, con olfato de productor clásico, supo de inmediato que tenía entre manos un relato con posibilidades. Su idea original fue confiar la dirección a William Wyler, responsable de joyas como Cumbres borrascosas o Jezabel, y contar con Ronald Reagan y Ann Sheridan en los papeles principales. Por entonces, la película no era sino una producción menor, rodada en blanco y negro y con un presupuesto modesto. Nadie imaginaba aún que estaban a punto de hacer historia.

El guion atravesó numerosos borradores, y ni siquiera cuando arrancó el rodaje estaba completamente cerrado. La historia avanzaba, pero el final seguía sin resolverse. Fue entonces cuando Wallis pensó en Michael Curtiz, un artesano refinado, húngaro de nacimiento, que ya había demostrado su talento para narrar con intensidad y ritmo sin perder elegancia visual. Y fue también él quien tomó una decisión crucial: sustituir a la pareja protagonista por dos gigantes en estado de gracia. Humphrey Bogart, el rostro del desencanto romántico, y una joven actriz sueca de talento deslumbrante: Ingrid Bergman, cedida por el productor David O. Selznick, en uno de esos préstamos entre estudios que hoy nos suenan más propios del fútbol que del cine clásico.

El rodaje comenzó el 25 de mayo de 1942 en los estudios de Burbank, en plena Segunda Guerra Mundial. A menudo sin guion definitivo, con escenas que se reescribían el mismo día y actores que memorizaban sus líneas minutos antes de entrar en escena. Curtiz, con su habitual seriedad y su economía de palabras, gestionó con eficacia la incertidumbre y convirtió el caos en una virtud narrativa. Ingrid Bergman, desconcertada por no saber con cuál de los dos hombres debía mostrar más afecto en pantalla —si con Rick o con Laszlo— preguntó desesperada a uno de los guionistas: “¿A cuál de los dos amo más?”. La respuesta fue honesta: “No lo sabemos aún. Decide tú”.

La filmación concluyó el 3 de agosto de 1942, aunque aún se grabaron algunas tomas sueltas semanas después. Fue el propio Wallis, cuentan, quien improvisó el final más célebre del cine con una frase convertida en epitafio emocional: “Louis, presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad”.

El éxito fue inmediato. El público quedó rendido ante la historia de amor imposible entre Rick e Ilsa, ambientada en una ciudad que se convirtió en símbolo de tránsito, de huida y de esperanza. Se habló incluso de una secuela, que jamás se concretó. David O. Selznick se negó a volver a ceder a Bergman, y sin ella, nada tenía sentido. Décadas más tarde, a comienzos de los años 90, se rumoreó un proyecto de continuación con Alain Delon como nuevo Rick. Afortunadamente, la idea nunca prosperó. Algunas historias no deben tocarse. Son perfectas en su inacabado.

Casablanca está hecha de escenas ya mitificadas, de frases que han entrado en el lenguaje común, de una canción —As Time Goes By— que ya no pertenece a su compositor, sino a la historia de todos. Y de un "Tócala otra vez, Sam", que, como tantas leyendas del cine, jamás fue pronunciado exactamente así.

Hay quien afirma que es la mejor película de todos los tiempos. Yo sólo sé que, cada vez que la vuelvo a ver, espero que el final sea otro. Que Ilsa se quede. Que Rick olvide. Pero no. Porque Casablanca no se limita a contar una historia: enseña a vivir con la melancolía. Nos recuerda que hay amores que salvan, precisamente porque no pueden quedarse.

Y cuando vuelvo a escuchar esas últimas palabras entre Rick y el capitán Renault, sé que, con esta película, no comencé sólo una gran amistad. Comencé una relación para toda la vida con el cine.
  

27.7.17

El Bar

Álex de la Iglesia, como todo buen director que se precie, lleva tatuado un sello personal que, como suele pasar con los estilos auténticos —ya sean artísticos, culturales o sociales—, provoca amores u odios sin medias tintas. Sus películas son un cóctel explosivo que resume lo que nos tomamos cada día al salir a la calle: crítica social descarnada, un humor algo sádico y a veces absurdo, y personajes tan cotidianos como los que ves en la parada del autobús, el ascensor, el supermercado o en ese bar donde se bebe el cafetito mañanero o la caña del mediodía.

Con más de veinticinco años a sus espaldas, Álex ha dado a luz algunas de las películas más divertidas y desmesuradas del cine español: desde el alocado debut de Acción Mutante, pasando por la inolvidable El día de la bestia, hasta La comunidad, que a mi juicio son sus tres obras cumbre. Como todo creador prolífico, ha tenido sus altibajos: Crimen Ferpecto, Las brujas de Zugarramurdi, Balada triste de trompeta o Mi gran noche no alcanzaron la misma acogida que sus clásicos, pero tampoco representan una mancha en su filmografía, sino más bien episodios curiosos en su carrera.

El bar se presenta como una película coral que atrapa a un grupo de personajes, algunos desconocidos entre sí, dentro del típico bar madrileño que podría estar en cualquier esquina de la capital. Todo comienza tras el asesinato de un cliente en la puerta, y a partir de ahí, Álex desata un ritmo frenético, plagado de situaciones imprevisibles, hasta llegar a un final donde prima, por encima de todo, la supervivencia humana… o la versión menos glamurosa de ella.

Blanca Suárez, Secun de la Rosa, Terele Pávez, Mario Casas y Jaime Ordóñez —quien, en mi opinión, ofrece la mejor interpretación— llenan casi dos horas de un thriller trepidante que, al fin y al cabo, cumple con creces su cometido: entretener y ofrecer una velada amena y vibrante. Y a veces, en el cine, eso es más que suficiente.

26.7.17

El gabinete del doctor Caligari

El gabinete del doctor Caligari, dirigida por Robert Wiene en 1920, es una de esas joyas cinematográficas imprescindibles que todo amante del cine debería conocer. Esta película marcó la llegada de un nuevo estilo dentro del cine alemán, el expresionismo, aunque, para ser sinceros, confieso que yo nunca he tenido del todo claro qué demonios es eso del expresionismo.

¿Expresar exageradamente? ¿Una expresión subjetiva que se impone sobre la representación objetiva? ¿O quizá una especie de distorsión onírica de la realidad? Habría que sumergirse en estudios psicológicos profundos para, probablemente, acabar sin una conclusión definitiva.

Sea expresionista o no, lo cierto es que casi cien años después, Caligari sigue siendo un faro que ilumina la cinematografía de su época. El guion, firmado por Hans Janowitz y Carl Mayer en el convulso periodo posterior a la Primera Guerra Mundial, nos sumerge en una historia de terror sobre un loco, un sonámbulo y una serie de asesinatos sin resolver. La película se estructura en seis actos, donde conocemos al enigmático Dr. Caligari (Werner Krauss) y a su inquietante compañero Cesare, el sonámbulo (Conrad Veidt), en un pequeño pueblo alemán sacudido por la llegada de una feria y al mismo tiempo aterrorizado por recientes asesinatos.

Erich Pommer, el productor que se convertiría en una figura clave del expresionismo, financió la película y quiso que Fritz Lang la dirigiera. Lang declinó la propuesta, aunque dejó una sugerencia brillante: un marco narrativo en el que, al final, se revela que toda la historia es producto de la mente perturbada de un loco.

Esa atmósfera de demencia se refleja en la iluminación de alto contraste, los decorados de formas retorcidas, las interpretaciones intensamente expresivas y, por supuesto, en el maquillaje tan característico. Veidt llegó a decir que los actores expresionistas se movían con la misma tensión y contorsión que los decorados que los rodeaban.

Quizá, hoy en día, la película no cause el mismo terror que en su estreno. Tal vez ese miedo reflejaba, más que una historia sobrenatural, el temor real del pueblo alemán en un tiempo convulso entre guerras, marcado por la crisis social, económica y la sombra creciente del fascismo.

El gabinete del doctor Caligari: sugestiva, siniestra y eternamente inolvidable.


25.7.17

Freddie y Monserrat nunca cantaron juntos en Barcelona 92


 Se cumplen nada menos que 25 años de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Un cuarto de siglo. Más de media vida vivida. Y aunque el tiempo pasa a veces con sigilo y otras veces como un vendaval, este aniversario me ha llevado inevitablemente a la evocación. Atrás han quedado vivencias, amores que se fueron y otros que llegaron, fracasos que nos enseñaron y triunfos que aún celebramos, lugares que visitamos, personas que marcaron una etapa o se convirtieron en parte de nuestra vida, canas que nos asoman, trabajos que nos moldearon y años que, sin darnos cuenta, nos han ido madurando.

Y sin querer extenderme en todo lo que pueden dar de sí dos décadas y media, que ya iré desgranando en este resurgir del blog, que para eso lo creé un buen día como refugio contra el inmisericorde paso del tiempo, hoy quiero detenerme en una imagen, en una fecha, en una sensación: aquella inolvidable tarde del 25 de julio de 1992.

Muchos recordamos con nitidez dónde estábamos cuando vimos la ceremonia inaugural de los Juegos de Barcelona. Nos maravilló. Fue un espectáculo visual, artístico y técnico que supo fusionar lo mejor de la tradición mediterránea con la modernidad escénica del momento. Una suerte de ópera total bajo el cielo de Montjuïc. Los fuegos artificiales, el pebetero encendido con una flecha ¡aquella flecha!, los mosaicos humanos, la música, el color… Todo nos deslumbró.

Hubo, por supuesto, música en directo. Actuaron figuras de la ópera como José Carreras, Plácido Domingo, Teresa Berganza y Joan Pons, entre otros, interpretando piezas emblemáticas de El barbero de Sevilla, Rigoletto y otras obras del repertorio clásico. Y también, como no podía faltar, sonó Barcelona, el ya mítico tema que unió a Freddie Mercury y Montserrat Caballé en una colaboración que aún hoy estremece.

Y aquí viene el detalle que tantos recuerdan… mal.

Muchos, muchísimos, diría yo afirman haber visto a Freddie y Montserrat actuar en el Estadio Olímpico, cantando a dúo Barcelona en medio de la ceremonia. Algunos incluso aseguran emocionados que fue uno de los momentos más bellos de su vida. Y cuando uno, que ha sido siempre queenero empedernido, intenta aclarar que tal actuación no tuvo lugar esa noche, se encuentra con la mirada escéptica del interlocutor. “Que sí, que sí, que yo los vi… que está en YouTube”, responden, convencidos.

Y claro, sí, hay vídeo. Y sí cantaron. Pero no en la ceremonia de inauguración.

La realidad es otra, y no por ello menos interesante. La canción Barcelona sonó por megafonía en el estadio, instantes antes de la cuenta atrás que daría inicio al acto oficial, pero no hubo actuación en directo. Freddie Mercury había fallecido meses antes, en noviembre de 1991, tras una larga y reservada lucha contra el sida. Ya no estaba entre nosotros, aunque su música sí. Montserrat Caballé, presente en la ceremonia, tampoco interpretó el tema en vivo.

Lo que sí existió, y he aquí la confusión, fue una actuación (en playback) de Barcelona el 8 de octubre de 1988, cuatro años antes de los Juegos, en un concierto de gala titulado La Nit, celebrado en la avenida de María Cristina de Barcelona, dentro de los actos de presentación de la ciudad como sede olímpica. Un evento espectacular donde también actuaron Spandau Ballet, Eddie Grant, Jerry Lee Lewis y el bailarín Rudolf Nureyev (otro genio cuya vida también fue truncada por el sida en 1992). Fue allí donde Freddie y Montserrat compartieron escenario, envueltos en el ambiente mágico de una noche mediterránea que aún muchos conservan en la retina, o en la memoria prestada de la televisión.

Y sí, un año antes, en 1987, también interpretaron Barcelona en playback en el mítico club KU de Ibiza, cuando el tema empezaba a abrirse paso entre la incredulidad de los puristas y la admiración de quienes sabían que algo único había nacido. Freddie, ya enfermo en los últimos años de su vida, siguió trabajando en privado, grabando videoclips para el álbum Innuendo y dejando fragmentos de canciones que más tarde verían la luz en el disco póstumo Made in Heaven (1995).

Por eso, cuando alguien asegura con convicción que vio cantar juntos a Freddie y Montserrat en los Juegos Olímpicos del 92, uno tiene dos opciones: dar una pequeña clase de historia musical, arriesgándose a apagar un recuerdo hermoso, o simplemente asentir, sonreír y compartir el instante. Porque a veces, los recuerdos que no ocurrieron tal cual, también son parte de nuestra vida emocional. Porque hay algo de verdadero en lo falso cuando está sostenido por la emoción.

Y porque, sinceramente, ¿quién no habría querido que Freddie estuviera allí, cantando Barcelona en la cumbre de aquel sueño colectivo que fue Barcelona ‘92?

24.7.17

Le Tour de France

Sigo el Tour de Francia con puntual devoción cada mes de julio desde aquel ya lejano 1983. Ha sido, desde entonces, una cita sagrada con la épica, una peregrinación inmóvil a través de montañas, llanuras y sueños. Me convoca su leyenda, su crudeza, su antigua belleza. Porque el Tour no es sólo una carrera: es un relato en marcha, una odisea moderna tallada en asfalto y sudor.

Me fascina porque es inmisericorde. Porque somete a los ciclistas a una liturgia de sufrimiento que ellos mismos han elegido. Y, sin embargo, parecen gozar en esa penitencia de veintiún días, como si pedalear fuese su forma de redención.

Lo disfruto porque aún veo, en cada ascensión y en cada curva, los fantasmas gloriosos de aquellos que lo engrandecieron: Perico Delgado, Marino Lejarreta, Anselmo Fuerte... Y también el recuerdo doliente de aquel joven Antonio Martín, truncado por la imprudencia en una carretera cualquiera, eternamente detenido en el umbral de lo que pudo ser.

Imagino, como en un sueño recurrente, que estoy en una cuneta del Tourmalet, del Alpe d’Huez, de la Croix de Fer. En una tarde calurosa, entre multitudes enfervorecidas, alentando a un héroe que no sabe de mi existencia, pero que representa algo muy profundo y muy antiguo: la voluntad de resistir.

Todos empujamos a Indurain en aquellas etapas míticas de los años noventa. Desde el salón de casa, desde el alma. Era una comunión nacional, un clamor mudo. Y aún hoy, cada tarde de julio, me acompaña el rumor del helicóptero francés, ese zumbido casi litúrgico que parece entonar un salmo aéreo sobre los valles.

He seguido el Tour incluso cuando el sueño amenaza con derrumbarme tras largas jornadas laborales. Porque sé que, al otro lado de la pantalla, alguien lucha contra sí mismo en una cuesta interminable. Y eso, en esta época descreída, sigue siendo admirable.

Disfruté con Alberto Contador, en sus victorias y en sus derrotas. Y soporté con resignación la farsa que fue Lance Armstrong, cuya caída fue tan grandilocuente como su impostura. Nunca olvidé la injusticia con Joseba Beloki, que mereció un reconocimiento que jamás llegó.

Y cuando concluye el Tour, queda el vacío. Una sensación extraña, como si nos faltara el sentido del verano. Pero también la certeza de que, al cabo de un año más en nuestras vidas, volverá.

Y con él regresará la leyenda.

La lucha primitiva entre el hombre y la montaña.

La belleza atávica del sacrificio.

Y el rumor eterno de las ruedas rozando la historia.


23.7.17

Brooklyn Follies


"La gente siente lo que siente. ¿Quién soy yo para decir si aciertan o se equivocan?"
Brooklyn Follies (Paul Auster)

21.7.17

Star Wars. Episodio VIII. Los últimos Jedi. Posters promocionales.

Imágenes promocionales del episodio VIII de Star Wars, Los últimos Jedi. Como es habitual en estas superproducciones de la galaxia muy, muy lejana, los carteles, fotogramas y teasers van llegando con cuentagotas, como si fueran reliquias Jedi que debemos ganar con paciencia y meditación. La espera se alarga hasta el próximo 15 de diciembre, fecha en la que se producirá el estreno mundial y, con suerte, descubriremos si Rey consigue que Luke le enseñe a dominar los caminos de la Fuerza o si, por el contrario, acabará más perdida que un stormtrooper sin GPS.

Mientras tanto, y para no dejarnos sin historias en esta galaxia, ya se está rodando otra película sobre los orígenes del mismísimo Han Solo, ese pícaro espacial cuyo carisma supera a la velocidad del Halcón Milenario. El universo Star Wars no deja de expandirse, ofreciéndonos nuevas aventuras que harán las delicias de fans y curiosos.

Solo queda prepararse con palomitas, ponerse la túnica Jedi y esperar con paciencia galáctica. Que la Fuerza nos acompañe, siempre.


20.7.17

Lon Chaney, el hombre de los mil rostros



Contar la historia de Lon Chaney es contar la historia de la la primera estrella del cine de terror. Su vida, como la de muchas otras estrellas de principios del siglo XX, está cargada de innumerables elementos dramáticos que bien podrían ser llevados a la gran pantalla.  Nacido en 1883 en Colorado Springs, era el segundo de cuatro  hijos varones de padres sordomudos en un entorno extremadamente humilde, donde la enfermedad y la muerte solían llamar a las puertas de su casa con bastante insistencia.  El mito y la leyenda, aunque sobre todo su personalidad, han convertido con el paso de los años a la figura de Lon Chaney, en algo más que un misterio. Se dice que no pronunció una sola palabra hasta la edad de ocho años, pues se comunicaba con sus padres mediante el lenguaje de signos y por mímica, algo que fué determinante y característico en su talento de sus posteriores interpretaciones en el cine mudo de la época.
 Tenía  tan sólo diecinueve años cuando contrajo  matrimonio con una joven y talentosa  cantante de nombre  Cleva a quien conoció en Oklahoma en 1905 y tan sólo al año siguiente tuvieron un hijo al que llamaron Creighton, el cual años más tarde sería conocido como Lon Chaney Jr. Tras una breve estancia en Chicago, se mudaron a Los Ángeles, cumpliendo su deseo de vivir en la costa oeste.
Al poco tiempo de llegar Lon consiguió un trabajo como comediante, cantante y bailarín junto a dos cómicos Alemanes con los que trabajó durante una temporada en San Francisco. Durante esa etapa matrimonio se fué degradando poco a poco y en San Francisco la situación se volvió insoportable. Allí su mujer, Cleva, disfrutó de un gran éxito  desarrollando su profesión como cantante y fue muy requerida en las mejores salas de la ciudad , eclipsando completamente la fama incipiente de su marido. En estos años comenzaron los excesos con el Alcohol y empezó a beber demasiado. Lon acusó a su mujer  no sólo de descuidar a su hijo, sino también de serle infiel. Finalmente se divorciaron en 1914.  
Anteriormente,  en 1912, Chaney acudió a Universal Estudios donde su amigo Lee Moran le consiguió sus primeros trabajos en el mundo del cine, apareciendo sobre todo en comedias de la época hasta que en 1915 se convirtió en un miembro habitual de la Universal.  Muchos años después en una entrevista para un programa de televisión en 1969, su hijo Lon Chaney Jr. describió la vida laboral de su padre en esos primeros días: "Solía ​​sentarse en una sala de los estudios Universal y entonces un asistente de dirección salía y preguntaba: "¿Alguien aquí que pueda interpretar a  un chaval universitario?": Mi padre decía el primero: "Sí, yo puedo interpretar a un chaval universitario". Luego volvían a salir y preguntaban: "¿Quién puede interpretar a un chino?". Y el que siempre llevaba su propio maletín de maquillaje y no había nadie que pudiera transformarse en tan poco tiempo decía: "Sí, puedo interpretar a un chino."Y en unos instantes se convertía en un chino, al que interpretaría durante diez minutos. Después un griego, más tarde un negro, y así se tiraba durante varios días interpretando a cuatro o cinco personajes diferentes en pocas horas".

En 1918 su sueldo era de solamente 5 dólares en la Universal . Así que habló con el  director del estudio, William Sistrom, y le pidió un aumento de sueldo de 125 por semana más contrato de cinco años. Según Chaney, Sistrom le dijo que conocía a un buen actor cuando lo veía , pero que al mirar directamente a Chaney sólo veía a uno del montón. Así que Chaney se fue de Universal Estudios. A medida que las semanas de búsqueda de un  empleo se fueron convirtiendo en meses, Chaney llegó a pensar que Sistrom tal vez tuviera razón, pero antes de que las cosas se convirtieran en desesperadas,  William S. Hart. Hart que había visto a Chaney en algunas de sus primeras películas de Universal, le ofreció una papel como villano en uno de sus westerns llamado Riddle Gwane . Chaney disfrutó trabajando con Hart que a diferencia de muchas otras estrellas de la época, esperaba que sus co-protagonistas  actuaran de verdad en lugar intentar cosechar toda la gloria.
Tras ese trabajo, las cosas comenzaron a mejorar para Chaney. Llegaron más trabajos en nuevas películas e incluso comenzó a trabajar para Universal de nuevo. Después llegó la asignación que cambió su carrera entera, y el momento en que Chaney fue completamente consciente de su potencial como actor. El director George Leone Tucker le había pedido que actuara en una película llamada "The Miracle Man" (1919). Tucker le describió a Chaney los diversos papeles que había en la película, incluyendo el del lisiado que jugó un papel tan determinante en su historia. Chaney de inmediato pensó que todo su futuro dependía de conseguir ese papel de Lisiado.
"The Miracle Man" fue un exitazo y Chaney y Tucker se convirtieron en amigos íntimos. Planearon varios proyectos futuros juntos. Chaney incluso había pensado en dirigir una de las producciones de Tucker, pero su muerte repentina dejó a Chaney profundamente desolado.  La siguiente película de Chaney fue "The Penalty" (1920) en la que interpretó a un asesino sin piernas. El director, Wallace Worsley, quería conseguir el efecto mediante ángulos con las cámaras,  pero Chaney diseñó una especie de arnés de cuero en el que ató las pantorrillas de sus piernas contra sus muslos y caminó sobre sus rodillas. Éste fue el primero de los muchos papeles en los que se sometió a una auto-tortura atroz para lograr un efecto deseado, muy efectivo y creíble y que quedó en su reputación como algo masoquista.

Para su papel en "El jorobado de Notre Dame"  dirigida por Wallace Worsley en 1923, se adaptó fielmente a la descripción  del personaje de la novela de Victor Hugo, tanto que más tarde fue criticado de  haber exagerado el maquillaje para la caracterización. Para ello llevó una joroba de goma excesivamente pesada, atada a un arnés de cuero y unos cojines de tal manera que no podía caminar erguido. Por encima de todo este armatoste llevaba un traje de goma color carne y piel cubierto con pelo de animal. El calor dentro del traje era tan insoportable que estaba continuamente empapado de sudor.
Su caracterización para  "El Fantasma de la Ópera" dirigida por  Rupert Julian en 1925, fue otro ejercicio de auto-tortura. Para la mítica escena donde la niña interpretada por Mary Philbin se arrastra detrás del fantasma y le quita la máscara , uno de los grandes momentos en la historia de las películas de terror, Chaney insertó un dispositivo en la nariz que separaba las fosas nasales y levantaba la punta de la nariz para producir la apariencia de un especie de cráneo desnudo. Hizo hincapié en este efecto con unos dientes postizos a los que se les añadían otros pequeños dientes que llegaban a hacerle heridas en los extremos de sus labios. A la vez usó discos de celuloide en su boca para distorsionar sus pómulos con mayor eficacia.
a preocuparme".
¿Había alguna razón en particular para someterse a estos autocastigos? No se tiene constancia de ello Al fin y al cabo, nadie le obligaba a pasarlo realmente mal cada vez que se metía en uno de estos tremendos personajes, pero la prensa de la época le dio cierta repercusión a este aspecto. Aparte de estos personajes del cine de terror, Chaney actuó en "Tell It to the Marines"  dirigida por George W. Hill en 1927, en la que interpretaba a un duro sargento militar sin maquillaje y sin caracterizaciones. De lo que no hay duda es que los excesivos esfuerzos por hacer creíbles a todos esos personajes fueron minando la salud de Lon Chaney progresivamente.  Las primitivas lentes de contacto que utilizó para simular la ceguera dieron lugar a que la vista también se le deteriorara y tuviera que usar gafas en su vida cotidiana. Así mismo, los artefactos, armatostes y plataformas que muchas veces diseñó y usó para distorsionar su cuerpo terminaron afectando a su espina dorsal. Lo mantuvo en secreto hasta después de aparecer en "The Unknown" (Tod Browning, 1927), en el que interpretó a un hombre sin brazos que tenía la habilidad de lanzar cuchillos con los dedos de los pies. Para este personaje Chaney llevó puesta una camisa de fuerza tan fuertemente atada que le produjo severos dolres en los brazos. al terminar el rodaje de esta película declaró que cada vez le costaba más caracterizarse de este tipo de personajes porque le afectaba a la espina dorsal y el problema ya era bastante preocupante.
En 1929 Chaney comenzó a tener problemas con su garganta. Mientras filmaba "Thunder"  dirigida por William Nigh,  una película sobre el mundo del ferrocarril de la época ambientada en el Noroeste de Estados Unidos, un trozo de nieve artificial  entró en su garganta y la empeoró aún más. Chaney fue ingresado en el hospital e intervenido de amígdalas, pero la garganta seguía causándole dolorosas molestias. A pesar de ello, en 1930 filmó su primera película sonora "The Unholy Three"  dirigido de nuevo por Tod Browning, que fue un remake de otra versión muda del año 1925. Chaney era algo reacio a realizar películas sonoras porque esta novedad cinematográfica había terminado con la carrera de otras estrellas del cine mudo, no ya por el hecho de que al escuchar la voz de estos actores esto  decepcionara al público, sino más bien porque  esto significaba el fin de su especialidad: la pantomima como arte de expresión.  Pero no fue el caso de Chaney, el público y la crítica quedaron tan impresionados por la versatilidad de Chaney con su voz como lo habían sido con la de su cuerpo. En esa película Chaney imitó la voz de una anciana, la de un ventrílocuo y su maniquí, la de una niña, e incluso la de un loro. Hasta firmó una declaración jurada en la que afirmaba realizar esta variedad de voces que fue utilizada como material publicitario de la película.

Cuando el rodaje de la película concluyó, viajó a Nueva York, donde consultó a varios especialistas de  garganta.  Allí descubrieron que tenía cáncer, aunque no se  lo dijeron. Chaney regresó a su lugar de descanso, una cabaña de montaña que tenía en California, donde esperaba que un largo descanso mejorara su salud, pero ocurrió todo lo contrario ya que sufrió una neumonía lo que deterioró aún más su estado del cual ya no se recuperó.  Murió en el hospital el 6 de agosto de 1930, a la edad de 47 años, como resultado de una hemorragia en la garganta.  Ironías de la vida, en sus últimos días perdió totalmente la voz y se vio obligado a volver al lenguaje de señas que había usado cuando era niño para comunicarse con sus padres.

Por desgracia, muchas de las películas de Chaney de todos los períodos de su carrera, la más célebre de ellas, "Londres después de la medianoche" (1927) se han perdido sin que conste que haya una sola copia de ella, aunque es casi seguro que en alguna filmoteca a lo largo del mundo se conserve, más bien en un lamentable estado, alguna de ellas. En cuanto a las películas que se conservan sobre todo las de la MGM, muchas se deterioran en almacenes y permanecen sin restaurar, sin  ni tan siquiera ser vistas y mucho menos editadas en DVD o Blu-ray.  Esto es  más que sorprendente, dada la enorme popularidad, el mito y la leyenda de Lon Chaney. Si Chaney hubiera vivido, habría protagonizado, y de hecho estaba firmado, el papel del famoso conde en la primera versión sonora de "Drácula" en el año 1931, dirigida una vez más por Tod Browning. Película que finalmente protagonizó Bela Lugosi. Ahora ya sólo podemos imaginar lo emocionante  que pudo haber sido la interpretación  de este personaje por Lon Chaney. Es de suponer y estoy totalmente convencido que "El hombre de mil caras" podría haberle puesto cientos de voces a una carrera de actor ya distinguido en el cine mudo que no hubiera desmerecido absolutamente nada en una etapa sonora que no  pudo consolidar.

19.7.17

Londres después de medianoche


"Londres después de medianoche" tiene parte de ficción y parte de realidad. Para los que somos aficionados tanto a la buena lectura, como al cine clásico, como al cine de terror, supone todo un homenaje emocionante y sorprendente.
La parte de ficción es la trama que con habilidad y maestría nos detalla su autor, Augusto Cruz.  La parte real es la de la historia de la película perdida, del mismo título del libro, y que ha sido objeto de búsqueda e investigación por infinidad de aficionados no sólo al cine, también a las historias malditas y con un cierto halo malvado y perverso. No se conserva ninguna copia de dicho film, al menos que se sepa, ya que la última de ellas  desapareció en 1967 en un incendio de uno de los almacenes de la Metro Goldwin Mayer.
 La novela de Augusto Cruz nos cuenta como Mc Kenzie, agente del FBI retirado y hombre de confianza de J.Edgar Hoover, es contratado por el famoso coleccionista Forrest Ackerman para investigar el paradero de la primera película americana de vampiros, el filme más buscado de la historia, "Londres después de medianoche", película  muda del año 1927 dirigida por Tod Browning, (director entre otras del clásico de 1931"Drácula" con Bela lugosi), con el mítico Lon Chaney como protagonista, que en España se tituló "La noche del espanto" Todo apunta a que la última copia se perdió a finales de los años sesenta, sin embargo, un enigmático joven afirma haber asistido recientemente a una proyección privada.
La leyenda asegura que "Londres después de medianoche" trajo la desgracia a sus actores porque en ella actuaban vampiros reales, que los cines que la exhibieron se incendiaron y que aquellos que la buscan desaparecen. Mc Kenzie, que no cree en maldiciones se lanza a la peligrosa misión de encontrar la película.

El autor:
 Augusto Cruz Nació en 1971en Tampico (México). Ha cursado talleres de guionismo cinematográfico en México y UCLA, así como el Masterclass en Dirección del Sindicato de Directores de México. Colaborador de Etiqueta Negra y La Nave, ha obtenido premios o becas por parte del CIGCITE, del Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes y del Centro de las Artes de Oaxaca. Desde hace unos años abrió una panadería en su ciudad natal, donde entre una generación y otra de panes exquisitos, escribe novelas de aventuras con un innegable sabor literario. "Londres después de medianoche" es su primera novela.

18.7.17

Las alas de Wellman


 Contar la historia de William A. Wellman es adentrarse en una de las trayectorias más intensas, apasionadas y poco domesticables de la edad de oro de Hollywood.

Piloto de guerra, hombre de acción, cineasta de nervio y puño firme, Wellman fue un tipo que jamás escondió su carácter: directo, brusco, incluso hosco si hacía falta. Pero también un artista incansable, un perfeccionista que entendía el cine como un arte de riesgo. De cuerpo entero.

Antes de rodar su primera escena, William Augustus Wellman ya había vivido lo suficiente para llenar tres películas. Nacido en Brookline, Massachusetts, en 1896, llegó a Europa para combatir en la Primera Guerra Mundial enrolado en la Legión Extranjera Francesa y más tarde como audaz piloto en la legendaria escuadrilla Lafayette, un escuadrón de élite formado por voluntarios estadounidenses. Allí no solo perfeccionó su relación con el cielo y el peligro, sino que forjó ese carácter temerario que luego imprimiría a su cine.

Fue el actor Douglas Fairbanks, estrella del cine mudo y aventurero con porte de galán, quien le echó un cable para introducirlo en Hollywood. Primero como actor, aunque pronto comprendió que su sitio estaba detrás de la cámara. En 1923 dirigió su primera película, y desde entonces no paró durante más de cuatro décadas, entregando un promedio de dos filmes al año. Un total de 76 títulos, con géneros tan variados como el western, el cine bélico, el drama criminal o la comedia romántica.

Wellman era duro. Con los actores, con los productores, con él mismo.
No le temblaba la voz para alzarla, ni la mano para cortar escenas. Se cuenta que incluso puso en su sitio al mismísimo John Wayne, algo que pocos podían presumir. Su exigencia no era gratuita: buscaba la verdad en cada plano, la coherencia entre la cámara y la emoción.
Consideraba que demasiada interpretación volvía a los actores ensimismados, atrapados en sí mismos. Para él, el cine no era vanidad, sino resultado. Técnica. Ritmo. Fuego real.

Visualmente era un camaleón.
Creía que el estilo debía adaptarse a la historia. Así, en Incidente en Ox-Bow (1943), un drama oscuro sobre el linchamiento y la justicia popular, construyó la atmósfera con primeros planos cerrados, que acentuaban la claustrofobia y la histeria colectiva.
Mientras que en Alas (1927), su mayor proeza técnica y artística, colocó cámaras en los biplanos y rodó combates aéreos como nunca antes se había visto en la pantalla. La película, que contaba la historia de dos amigos en la Primera Guerra Mundial, mezclaba violencia y camaradería con una veracidad que solo podía venir de alguien que había estado allí.
Alas fue la primera película en ganar el Oscar a la mejor película de la historia. Y la carrera de Wellman, desde entonces, no paró de subir.

Curiosamente, Wellman nunca se consideró un artista. Afirmaba que las películas eran para entretener, no para buscar la trascendencia. Pero sus imágenes, a menudo líricas y poderosas, lo desmentían. Especialmente sus planos largos en escenas de combate, que transmitían la crudeza sin florituras, sin música épica, sin maquillaje.

En 1958 regresó a sus recuerdos de juventud con La escuadrilla Lafayette, una cinta que pudo haber sido su testamento de guerra. Pero los recortes impuestos por el estudio lo decepcionaron tanto que decidió alejarse del cine definitivamente. Para un hombre de su talla moral, no había peor enemigo que el compromiso mal entendido.

Pese a esa retirada, su huella es inmensa. Fue el impulsor de carreras míticas, como la de James Cagney en El enemigo público (1931), o la de Gary Cooper, que brilló por primera vez en Alas. También dirigió películas clave como Beau Geste (1939), Caravana de mujeres (1951), o la primera versión de Ha nacido una estrella (1937), una historia que sería revisitada décadas después, pero cuya versión original sigue conservando una frescura y una melancolía irrepetibles.

William A. Wellman falleció en Los Ángeles en 1975, a los 79 años.
Como director, fue un francotirador sin escuela ni doctrina. Como hombre, un piloto que nunca dejó de volar, incluso cuando la cámara era su avión.
Y como cineasta, uno de los últimos grandes que hicieron películas cuando hacer cine era todavía una forma de vivir.